lunes, 14 de enero de 2013

UN GOLPE DE SUERTE - Registrada en S.A.D.E. (Sociedad Argentina de Escritores)



I
Todos coincidieron en que era una mina afortunada porque en un arranque puramente irracional, entré a la agencia de juegos de la esquina del trabajo y compré un entero de la lotería. Yo, que no participaba ni en la quiniela semanal de la oficina, me vi de un día para otro con un importante capital y la disyuntiva de seguir trabajando como auxiliar contable o escoger una actividad independiente. Mi trabajo era un bunker que me protegía de la indigencia e impedía la subordinación a llámese padres, hermanos mayores con profesiones exitosas u hombres arcaicamente machistas que no toleraban la independencia femenina. Los consejos familiares llamándome a la reflexión me dieron el coraje de abandonar la fortaleza en la que me cobijé durante tantos años -seré pusilánime, pero también rebelde-, de modo que me compré un auto, un terreno en la localidad de Rioseco –que me describieron bucólica y pacífica- y, con la colaboración de mi hermano menor recién recibido de arquitecto y sin las ínfulas de los mayores, construí una casita adonde pensaba desarrollar una ocupación aún no definida porque lo que restaba de mi fortuna no me aseguraría una renta vitalicia. Después de la excitación del traslado y la edificación, caí en la cuenta de que Rioseco era un lugar paradisíaco pero poco idóneo para instalar algún negocio. Mi casa estaba alejada del pueblo y ni siquiera había investigado la cantidad de habitantes con que contaba. Tendrías que haber hecho un análisis de mercado antes de instalarte, dijo mi papá que tenía una empresa próspera. ¿Ahora me lo decís cuándo ya levanté mi casita?, pensé.
—Ya encontraré una actividad rentable —aseguré sin traslucir mi inquietud.
—Nena —dijo mamá—, en última instancia vendés la casa y te volvés con nosotros hasta que encuentres otro empleo.
¡Ah, no! Yo no me rendiría tan pronto. Estaba decidida a no trabajar más para otros y a no reconocer que algunas de sus advertencias habían sido acertadas.
—Mañana me daré una vuelta por el pueblo y me pondré al tanto de sus necesidades —expresé con suficiencia.
—Yo estuve leyendo algo sobre el pueblo —señaló Horacio, mi hermano mayor—. No cuenta con más de mil habitantes, por lo que tendrás que pensar en que tu negocio no se va a expandir demasiado…
—Ya veré —dije porfiada y decidida a no visitarlos más hasta resolver el aprieto.
En mis incursiones por el poblado averigüé que contaba con novecientos setenta y cinco habitantes y diez por llegar (según Don Aparicio el cura local). En el centro había una plaza rodeada por la escuela, la comisaría, el centro municipal, la iglesia, la sede del club social y una confitería. Por los alrededores, un histórico almacén de ramos generales -antecesor del supermercado- y una cantina frecuentada por los masculinos del lugar. A la entrada del almacén, varias cabinas telefónicas, computadoras para conectarse a Internet y dos cajeros automáticos. Un anacronismo para este lugar, consideré. Me decidí por la confitería y me acerqué a la barra:
—Hola —dije con mi mejor sonrisa—. Me llamo Nola y acabo de mudarme. ¿Se puede almorzar aquí?
La empleada respondió a mi saludo y asintió.
—Usted debe ser la dueña de la casa blanca —observó.
—Tuteame —le dije—. No soy tan vieja. ¿Cuál es tu nombre?
—Delia. ¿Así que se… te vas a dedicar a escribir?
La miré extrañada. ¿De dónde había surgido ese rumor?
—En realidad, todavía no he decidido que voy a hacer. Tal vez instalar un vivero —fue lo primero que se me ocurrió.
—No te lo aconsejo. Hay uno en las afueras que provee de plantas a todo el pueblo —hizo un silencio—. Entonces doña Lucía entendió mal —entonó.
—¿Y quién es doña Lucía?
—La dueña del almacén. Le preguntó a tu capataz por qué te construías la casa tan lejos del pueblo y le dijo que necesitabas un lugar retirado para escribir.
Mi carcajada la sorprendió. ¡Si Grego se enteraba de que lo habían llamado capataz…! ¡Y la soltura para zafar de la pregunta de la mujer…!
—Disculpame —dije para que no se ofendiera—. El capataz es mi hermano arquitecto y lo convencí con ese argumento para que aceptara construirme la casa alejada del bullicio. Me gusta la naturaleza —agregué para enfatizar mi decisión.
—El lugar es hermoso, pero demasiado solitario —opinó dudosa—. Un poco arriesgado para una mujer sola y joven.
—Me dijeron que Rioseco es un sitio muy seguro —insistí.
—Lo es. El comisario tiene mano dura y nadie quiere arriesgarse a cometer faltas. Pero a veces algunos indeseables de los alrededores merodean por aquí.
—Bueno —dije encogiéndome de hombros—, espero que no se les ocurra acercarse a mi casa.
Estuve charlando con Delia hasta que el local comenzó a llenarse. Confieso que me desmoralicé un poco ya que los habitantes del lugar parecían tener cubiertas todas sus necesidades. Los lugareños vivían de la explotación de sus campos y constituían los dos tercios de la población. El resto trabajaba para ellos atendiendo sus casas o sus negocios. Delia se había afincado allí con su madre porque el pueblo de donde era oriunda estaba desapareciendo. Almorcé una hamburguesa casera con ensalada y volví a mi casa porque el almacén había cerrado hasta la tarde. Mientras confeccionaba la lista de compras, escuché ruidos en el patio delantero. Me asomé y me topé con un enorme perro negro que movió la cola nomás verme. No traía collar ni identificación, así que pensé que no tenía dueño. Le acerqué la mano con cautela y después de olerla me dio unos lengüetazos. Lo acaricié y entré a la casa en busca de agua y algún resto de comida por si tenía hambre. Y tenía. Devoró todo lo que le puse, tomó agua y se estiró en la galería delante de la entrada. Admito que, después de la consideración de Delia, su presencia me transmitió una sensación de tranquilidad. A las cinco enfilé hacia el almacén. Me aprovisioné de alimentos frescos, congelados y enlatados; artículos de limpieza y una bolsa de alimento para el supuesto caso de que el can siguiera en la casa. Y me sometí al interrogatorio de doña Lucía que pretendía conocer hasta mi árbol genealógico. Para contestar preguntas invasivas me parecía a mamá, que habla mucho pero dice poco. La dueña del almacén averiguó algo pero quedó con la sensación de que mi vida no tenía secretos para ella. Cuando volví a casa, allí estaba el fiel Sombra. El nombre se lo puse por el color y porque me seguía adonde fuera. El único límite que respetaba era el interior de la vivienda. Así estrené mi primer día en solitario.
En las siguientes visitas al centro, conocí al cura y a las jóvenes maestras de la escuela primaria, Marité y Silvina. Los niños del lugar cursaban el secundario en la ciudad más cercana aunque estaba proyectado ampliar el edificio escolar para dictarlo en el pueblo. Con el correr de los días mi presencia dejó de ser tema de conversación para los autóctonos que ahora me saludaban familiarmente cuando caminaba por sus calles o me veían pasar en el auto. Yo seguía detrás de la utopía de una actividad rentable aunque no con el mismo ímpetu del comienzo. Disfrutaba de mi casa, de mi independencia, del entorno natural, de mis nuevas amigas y de mi fiel compañero. Hasta que tanta paz fue quebrantada por un grupo de inadaptados. Esa noche me acosté muy tarde porque estaba estrenando la conexión a Internet. Después de charlar con mi familia y prometer que los invitaría a cenar el fin de semana, me di un baño y me tumbé en la cama casi dormida. Me despertaron los ladridos furiosos de Sombra y sonidos que reconocí como gritos y estrépito de vidrios rotos a medida que emergía del sueño. Me puse la bata y me arrimé a la ventana sin encender la luz del dormitorio. Abajo distinguí varias siluetas que se movían alrededor del perro azuzándolo con palos. Sin meditarlo, me vestí con rapidez, encendí el farol delantero y salí de la casa.
—¡Sombra! –grité para que acudiera a mi lado.
El animal se volvió gruñendo a las figuras que se habían inmovilizado ante mi aparición.
—¿Quiénes son ustedes?
Ninguno contestó. El grupo estaba conformado por cuatro hombres y tres mujeres jóvenes que se mantenían apartadas de los que molestaban a Sombra.
—Les advierto que están en el patio de mi casa, o sea en propiedad privada —dije en tono firme.
—¿Y que pensás hacer? —me desafió uno.
—Llamar a la policía.
—Para cuando lleguen te habremos pasado entre los cuatro —amenazó avanzando hacia mi.
Se me acabó la valentía. Abrí la puerta, le hice un gesto al perro para que entrara, y alcancé a cerrar antes de que el individuo nos diera alcance. Una lluvia de piedras rompió los cristales de las ventanas que no estaban enrejadas. Corrí a la planta alta y me refugié en el dormitorio con Sombra. Estaba asustada. Temblando, marqué el número de la comisaría y me pareció que pasaba la eternidad hasta ser atendida.
—¡Soy Nola García! —grité—. ¡Están asaltando mi casa y ya rompieron todos los vidrios de las ventanas!
—Tranquila —dijo una voz grave—. En cinco minutos estaremos allí —y cortó la comunicación.
¿Allí? ¿Cómo sabría este tipo adónde vivía? Ni siquiera me preguntó la dirección. Abajo se escuchaban las voces de los que ya habían ingresado a la casa. Cuando forcejearon con el picaporte, Sombra dejó oír un gruñido cavernoso. Busqué un objeto que me sirviera para defenderme y sólo encontré el velador que estaba sobre la mesa de luz. Lo desconecté de un tirón, y me puse al costado de la puerta. Ahora la estaban pateando y con seguridad en poco tiempo cedería. Mi amigo canino se había silenciado y esperaba con el cuerpo tenso listo para saltar. El crujido de la madera se confundió con el sonido de la sirena policial que aumentó rápidamente de volumen. Ahora los asaltantes usaban sus pies para correr. Desde la ventana vi partir el auto de los vándalos y acercarse el móvil de la comisaría. Me animé a bajar cuando estacionó. Aún conservaba el arma improvisada en la mano al abrir la puerta, acto fútil porque cualquiera podía colarse por las ventanas. Un hombre joven y corpulento, de gesto autoritario, me miró, puso la mano sobre la cabeza de Sombra y entró a mi destrozado hogar.
—¡Los dejó escapar! —exclamé—. ¿No tendría que haberlos perseguido?
—Creo que ves demasiadas películas policiales —dijo sin dejar de inspeccionar el lugar.
Lo que más me fastidió fue el tuteo y el tonito socarrón del comentario. Me dirigí hacia el hombre mayor que lo acompañaba:
—Dígame, comisario, ¿cómo van a hacer para identificarlos?
—El comisario es él, señorita —me contestó con respeto.
Me dejé caer mudamente en el único asiento que había quedado entero. El piso estaba sembrado de cristales rotos, a la computadora la habían estrellado contra el piso, los sillones estaban tajeados y el relleno de asientos y respaldos asomaba entre las hendeduras de cuero. Recién ahí caí en la cuenta de la violencia a la que había estado expuesta. El policía revisó toda la casa y se plantó delante de mí.
—Juzgo que no van a volver esta noche, pero por prevención mi ayudante hará guardia en la planta baja. ¿Te atacaron físicamente?
—En primer lugar le agradezco su oportuna llegada, en segundo lugar no me tocaron, y en tercer lugar le agradeceré que se dirija a mí como la señorita García —dije poniéndome de pie.
Creo que por dentro se mataba de risa con mi declaración, pero me contestó:
—Está bien, señorita García. Te dejo en buenas manos —le hizo un gesto a su colaborador y se dirigió a la puerta.
—¡Que no me tutee, quise decir! —chillé mientras salía.
Después de la descarga sonora volví a desplomarme sobre el sillón y calibré los destrozos de objetos y mobiliario.
—Destruyeron mi casa… —me salió con voz llorosa.
—¿Por qué no intenta dormir? —dijo mi custodio con bonhomía.
—Porque tengo más ganas de llorar que sueño—contesté desanimada.
—Entonces llore, m’hija —sugirió afable—. Después de que se tranquilice podrá descansar.
—Voy a barrer —decidí.
—Mejor no, señorita García. No conviene modificar la escena del delito. El comisario la querrá exhibir delante de los responsables.
—Si los dejó huir, no sé cómo los identificará —murmuré disgustada.
—Tenga paciencia. Él los va a encontrar para que respondan. En este pueblo todos tienen claro que deben hacerse cargo de sus acciones —afirmó.
No podía dormir ni limpiar. Miré a mi alrededor buscando a Sombra que había desaparecido silenciosamente. Me levanté ante la atenta mirada del policía y me dirigí al exterior.
—¡Sombra! —llamé varias veces pero el animal no respondió al reclamo—. ¿Le habrá pasado algo? —le pregunté a mi eventual compañero.
—Debe haber seguido al comisario —opinó—. ¿Por qué no entra? Me facilitará la tarea de cuidarla.
Miré al pobre hombre condenado a la vigilia y sonreí por primera vez en la noche.
—Bueno, si vamos a compartir esta velada, me gustaría saber su nombre —le dije.
—Soy el subcomisario Alonso —se presentó.
—Y yo, para usted, Nola. Si no destruyeron la cocina, lo invito a tomar un café.
Hasta la cocina no habían llegado. Le pedí que se acomodara en un taburete y preparé la infusión. Aceptó de buen grado las galletitas que puse en un plato y poco después estábamos charlando pocillo humeante por medio.
—Invirtió mucho en esta casa. Podría haber comprado una en el pueblo —observó.
—Quería un lugar alejado del ruido y con un terreno amplio —expliqué—. Todas las inmobiliarias coincidieron en que Rioseco era una zona segura por excelencia.
—Lo es. Hace tiempo que no tenemos un incidente como este.
—¿Por qué está tan confiado en que el comisario los encuentre?
—Porque un delito impune debilitaría su autoridad. Quienes entran a Rioseco deben ajustarse a sus reglas.
—¿Qué son…?
—Respeto por los demás y sus propiedades.
—Mmm… —murmuré poco convencida.
El reloj de la cocina indicaba las tres y media de la mañana. La conversación me había relajado y la somnolencia se apoderó de mí. Ahogué un bostezo que no pasó desapercibido para Alonso.
—Acuéstese, Nola —insistió—. Aún faltan varias horas para la mañana.
—Se quedará solo…
—Es mi trabajo —sonrió.
—Está bien. Cuídese —dije mientras enfilaba hacia la escalera.

II
Me tiré sobre la cama sin desvestirme y me dormí al instante. Golpes y voces me remontaron al escenario nocturno. Me levanté de un salto buscando el velador hasta que reconocí que voceaban mi nombre:
—¡Señorita García! —era la voz del comisario.
Abrí la puerta de un tirón y volví a enfrentarme con el ponderado funcionario.
—¡Vaya que tiene el sueño pesado! —manifestó en tanto mis neuronas volvían a conectarse—. Lávese la cara y baje.
Me quedé mirando su espalda boquiabierta. ¿Se creía que hablaba con un subordinado? ¡Me mandó a lavar la cara! Por un momento estuve a punto de desobedecer, pero fui al baño porque todavía me costaba despabilarme. Después de unas abluciones y cepillado de dientes y pelo, me presenté en la sala. Tres individuos, aparte de Alonso y el comisario, se silenciaron al verme bajar.
—La señorita García es la dueña de esta casa y la damnificada por la destrucción de su propiedad —dijo el representante de la ley.
—Pero… —balbucí— ellos no fueron. Eran más jóvenes…
Haciendo caso omiso a mi observación, continuó:
—Enumere al escribano Juárez —señaló a uno de los hombres— los daños infligidos a su morada.
El escribano anotó el listado que le fui dictando y después subimos a mi dormitorio para verificar el estado de la puerta. En la planta baja, después de comprobar mis datos personales para lo cual hube de exhibir el documento, firmé el acta junto a los otros hombres. Antes de retirarse, uno me dijo:
—Lamento lo ocurrido, señorita. Tenga por seguro que será resarcida.
En cuanto subieron al auto, me volví hacia el comisario:
—¿Tendrá la amabilidad de explicar qué me hizo firmar? —le espeté.
—No debería poner su firma sin leer —dijo con parsimonia.
—¡Usted es irritante! Ordena y no contesta preguntas. Esos no eran mis atacantes. ¿Acaso acumula méritos involucrando a inocentes para justificar su reputación? —le enrostré.
Estaba tan enojada por sus desplantes que lo desafié con la mirada. La sostuvo por un momento con las oscuras pupilas iluminadas por un chispazo risueño hasta que las desplazó por cada segmento de mi rostro.
—Sería descortés no claudicar ante una mujer hermosa —enunció, y concluyó la inspección con una sonrisa que suavizó sus duras facciones—. Ahora, si puede deponer por un momento su animosidad, se enterará de que esos hombres son los representantes de los agresores y que firmaron un acta reconociendo los daños y el compromiso de repararlos.
—¿Cómo los encontró? —inquirí desconfiada.
—Porque sólo hay una camioneta Porsche en la localidad. Me bastó ir a charlar con el dueño y su hijo. Renzi es un hombre íntegro y el muchacho admitió su participación en el pillaje. Después alcanzó con la amenaza de quitarle la mensualidad para que confesara el nombre de sus cómplices. Reunimos a los otros padres y acordaron en indemnizarla — sintetizó.
—¿Así que anoche ya sabía quiénes eran los delincuentes? Podría habérmelo dicho para ahorrarme palabras —dije ceñuda.
—¡Ah…, Manola! Creo que lo mismo usted tendría algo que decir —aseguró divertido.
El muy ladino usó mi nombre completo, aquél que me estigmatizaba y que nunca pude disculpar a mis padres. ¡Claro! Me debe haber visto la cara cuando el escribano lo leyó de la credencial y pidió que lo confirmara. Cuando cumplí veintiún años quise cambiarlo pero “no hay motivos razonables para tal innovación”, dictaminó un juez impiadoso. Así que soy Nola para todos aquellos que no tienen acceso a mi documento salvo que tenga la necesidad imperiosa de presentarlo. Y ahora este fastidioso podría humillarme con sólo pronunciarlo. Hice como si no lo hubiera escuchado.
—Si terminó con todos los oficios policiales supongo que podré comenzar con la limpieza de mi casa —observé con brusquedad.
—Esa tarea es parte del resarcimiento —dijo el comisario—. Mandarán una cuadrilla para concluirla en el día. El reemplazo de los vidrios y los objetos dañados llevará más tiempo, por lo que le buscaremos alojamiento transitorio en el pueblo hasta que la casa quede asegurada. ¿Por qué no prepara un bolso con sus efectos personales más indispensables? —Se volvió hacia el subcomisario—: Alonso, antes de tomarte el día, tratá de ubicar a la señorita García en alguna residencia.
—Sí, comisario —asintió el hombre.
—Espere —le dije—. ¿No pensará que voy a dejar la casa abandonada con todas mis pertenencias?
—Uno de mis hombres se ocupará de custodiarla hasta que usted regrese —afirmó.
—¿Y cuándo será eso? —pregunté.
—Lo más pronto posible —dijo conciso.
—Defíname “lo más pronto posible” —insistí.
La errática mirada de Alonso osciló entre el rostro de su jefe y el mío. Me pareció que estaba un poco tenso. El comisario tomó aire y me respondió con paciencia:
—El tiempo que les lleve resolver los presupuestos que seguramente pedirán para las reparaciones y reposición de bienes.
Aunque no quedé conforme con su explicación, decidí no perseverar en beneficio del pobre Alonso que había hecho guardia toda la noche. Preparé una valija lo más rápido que pude y poco después manejaba hacia el pueblo. Por el camino, el hombre se distendió y me puso al tanto de mi nuevo alojamiento:
—La voy a llevar a lo de la señora Elisa. La recibirá con gusto hasta que su casa esté reparada.
—¿No hay hoteles en el centro? —la idea de convivir con una aldeana desconocida no me tentaba  
—No, señorita. Rioseco es lugar de paso y cuando alguien necesita pernoctar se le ofrece alguna casa particular.
—¿No es demasiado arriesgado en estos tiempos? —aduje.
—No cuando lo fiscaliza el comisario —dijo reverenciando a la divinidad local.
—Hábleme de la parte humana de este comisario, Alonso. ¿Es tan expeditivo con su mujer y sus hijos como lo es en su cargo? —pregunté sin segundas intenciones.
—El comisario no tiene mujer ni hijos, Nola. Lo considero un hombre íntegro aunque sólo lo trate en el trabajo —aseveró como si yo estuviera interesada en su persona.
—Aparte de su grado debe tener nombre y apellido, ¿no? —dije con la esperanza de que se llamara Fulgencio, o Zoilo, o Prudencio y yo tuviera alguna satisfacción por la afrenta sufrida.
—César Fuentes, se llama —dijo con voz risueña—. Y para más datos, tiene veintiocho años.
—Está en edad de merecer —bromeé—. A lo mejor una mujer le suaviza el carácter.
—Mujeres no le faltan. Pero no se enreda con ninguna de este pueblo —enfatizó.
—¡Y claro! —respaldé—. Si quiere conservar su aureola…
—¿Le puedo preguntar algo, Nola? —inquirió cuidadoso.
—Lo que guste —fue mi respuesta.
—¿Por qué le cayó mal el comisario? —disparó como buen policía.
—No sé por qué dice eso. No hice más que defender mi derecho a estar informada después de haber sido víctima de un delito —contesté sorprendida.
—Pero lo increpó no bien lo vio. Y después le prohibió tutearla y le reprochó lo de la firma. Por un momento pensé que el comisario se iba a enfadar mucho —acentuó.
Largué una carcajada y sin desviar la vista de la ruta, le dije:
—Defíname mucho…
El subcomisario prolongó mi risa antes de responder:
—Por lo que lo conozco, a un hombre podría haberlo golpeado. Y a una mujer… —vaciló—. Bueno, dejarla con la palabra en la boca
—Para ser franca, tiene algo que me exaspera. Usted es muy detallista, Alonso, y tiene buena memoria. Pero no estaba presente cuando me ordenó que me lavara la cara antes de bajar y seguro que no registró el que citara mi nombre completo —enumeré para su conocimiento.
—¿Se sintió agraviada por eso? —dijo consternado.
—Es una larga historia —contesté ya avistando la entrada al pueblo—. Dígame adónde debo dirigirme.
Siguiendo sus indicaciones, estacioné delante de un cuidado chalet cuyo jardín delantero estallaba en flores. Alonso bajó mi valija y tocó el timbre de entrada. Una mujer de edad madura y amplia sonrisa salió a recibirnos.
—¡Buen día, señora Elisa! Le presento a la señorita Nola García —dijo señalándome.
La mujer se acercó y me saludó con un beso que devolví.
—Adelante, Jorge. Podés entrar la valija —le indicó al subcomisario.
—Pasá, querida. César me puso al tanto de tu percance y tendré mucho gusto en alojarte hasta que tu casa esté arreglada —expresó con calidez.
—Gracias, señora —respondí arrepentida de mi valoración prejuiciosa con respecto a las pueblerinas.
—Elisa y de vos —me corrigió con amabilidad.
Asentí con un gesto y la seguí. Alonso había dejado la maleta en el amplio recibidor y se disponía a irse.
—¿Necesita que le haga algún recado? —le preguntó a la mujer.
—No, Jorge. Te agradezco —declinó ella.
El subcomisario me estiró la mano:
—Créame que no hay mal que por bien no venga. Tendrá su casa como nueva y disfrutará de la compañía de la señora Elisa —profetizó.
—Confío en usted —dije respondiendo a su apretón. Lo detuve antes de que saliera—: Jorge, ¿está seguro de que Sombra está en la comisaría? Me preocupa su desaparición.
—Es que… —titubeó—. Ese perro es del comisario. Cuando se ausentó lo rastreó, pero como vio que estaba bien atendido no lo obligó a volver. Para que se quede tranquila voy a pasar por la oficina y le diré como está.
—No pretendo disputarle a su jefe la custodia —aseguré—. Me conformo con saber que está bien.
Cuando nos quedamos a solas, Elisa me observó sin disimulo. Toleré su escrutinio no sólo porque me iba a hospedar, sino porque lo hacía con llaneza. Después de todo, estaba aceptando a una desconocida por pedido del comisario. Este pensamiento me trajo el recuerdo de sus palabras de bienvenida.
—Sos la primera persona que menciona al comisario por su nombre —observé con una sonrisa.
—César es mi sobrino, ¿no lo sabías? —se sorprendió.
—Como recién llegada ignoro muchas cosas —declaré—. Y parece que él no es muy propenso a dar explicaciones.
—Es un hombre parco, ciertamente. Pero el ataque que sufriste anoche lo dejó preocupado. A las siete de la mañana ya estaba en casa para pedirme que te diera alojamiento. Mientras desayunábamos me puso al tanto del mal momento que pasaste y de que había identificado a los culpables por el auto. Dañinos y descerebrados —consideró.
Uní la renuncia a litigar por Sombra, la abdicación cuando lo provoqué con la mirada y la consideración de ubicarme con su tía y, como no soy tonta, me pregunté a qué venían tantos miramientos. ¿Era su manera de cortejar a una mujer? Lo lamento, comisario –pensé- no escogiste el método correcto. Además, por tradición, los uniformados no son santos de devoción en la clase a la cual pertenezco. ¡Me imaginé a mis padres y hermanos escandalizados porque la nena tenía un novio policía! Ellos aspiraban, al menos, a un profesional. ¿Por qué atribuir su conducta a un plan de seducción? Me parece que ves fantasmas adonde no los hay, me reprendí. Esta disquisición me apartó sólo segundos de la respuesta:
—Supongo que se excedieron con el alcohol, o se drogaron. Algunos no hubieran pasado de romper los faroles del patio, pero estos chicos estaban ensañados —conjeturé.
—Bueno, Nola —dijo la mujer—, por suerte no hubo más daños que a la propiedad y eso tiene arreglo. Ahora te enseñaré tu habitación para que ubiques tus cosas y te des un baño si te apetece.
Me condujo a un cuarto bastante amplio y amueblado con gusto. Sobre un pequeño escritorio descansaba un teléfono inalámbrico y delante de la cama colgaba una pantalla de plasma. Alonso llamó mientras me acomodaba para anunciarme que Sombra estaba perfectamente. Después de vaciar la valija tomé una ducha y una hora después me reuní con la dueña de casa.

III
—Se te ve fresca como una rosa —me dijo complacida—. Vos dirás que querés hacer hasta el mediodía. Después almorzaremos en la confitería, gusto que sólo me doy acompañada.
—Tengo que sacar dinero del cajero, llegarme hasta mi casa para ver cómo van los trabajos de limpieza y disponer de los alimentos frescos. ¿Venís? —le pregunté.
—Claro. Será un gusto romper la rutina —declaró con animación.
La casa de Elisa estaba a pocas cuadras del centro. Mientras yo me surtía de efectivo, mi anfitriona se sometía a la interpelación de doña Lucía que ya estaba al tanto del vandalismo nocturno. Se despidió cuando me vio salir de la cabina. Fuimos a buscar el auto y poco después estábamos en mi casa. En el frente, una camioneta y un contenedor estacionados, daban cuenta del comienzo de los trabajos de remoción. Antes de ingresar al interior, apareció Sombra moviendo la cola. Me dio tanta alegría verlo, que me agaché para abrazarlo del cogote y besarlo en la cabeza. Le estaba prodigando unas palabras de cariño cuando escuché una voz masculina:
—Ahora me explico su porfía en quedarse.
Levanté la vista y allí estaba el loado funcionario. El sol arrancaba reflejos dorados a su pelo y la sonrisa afable le confería un inquietante atractivo.
—Hola, comisario —saludé sin soltar a mi amigo—. Ya se lo devuelvo. Le estaba agradeciendo su valentía.
Amplió su sonrisa y estiró su mano buscando la mía. La tomé sin pensarlo y me ayudó a incorporarme.
—Y yo —dijo sin soltarme— ¿no fui valiente, acaso?
Largué la risa para ocultar mi turbación. ¿Pretendía que lo agasajara como a Sombra? Recuperé mi extremidad y señalé:
—En todo caso, usted cumplía con su deber.
Elisa, testigo del intercambio, saludó a su sobrino con un beso.
—¿A qué viene tanta ceremonia? —nos reprendió—. Ninguno de los dos peina canas —se tocó el cabello cuidadosamente teñido e insistió—: ¡Aunque así fuera!
Él me miró disimulando el regocijo, a la espera de que yo definiese la propuesta. Recuerdo que se me erizó el vello del cuerpo temiendo que, de aceptar la exhortación de su tía, volviera a usar mi oculto nombre.
—Está bien —consentí—. Vos, César. Yo, Nola —recalqué mi apelativo. Sin aguardar su respuesta—: ¿Podemos pasar al interior?
—Adelante Nola —nos hizo un gesto de invitación—. Tía…
Tres hombres trabajaban adentro en el operativo limpieza. El piso estaba despejado de vidrios y fragmentos. Me dirigí a la cocina y abrí la heladera. Hacía poco que la había provisto de carne y verduras. Me volví hacia el comisario:
—Dijiste que pondrías guardia a la noche hasta que la casa estuviera arreglada. Si van a comer acá, dejo las provisiones —ofrecí.
—Buena idea. Los muchachos te lo agradecerán —contestó sin ambages.
—¿Tiraron mi computadora? —sus restos no estaban a la vista.
—La llevé para que recuperaran el disco. Podrás usarlo como respaldo en la nueva —me tranquilizó.
Le sonreí por primera vez reconocida de sus cuidados. Me observó como si recién me descubriera y en sus pupilas asomó un interrogante que me intimidó. Bajé los ojos mientras se esfumaba mi sonrisa y me dominaba un inédito mutismo. Elisa nos sacudió de la inercia:
—Son cerca de las doce, César. La invité a Nola a comer en la confitería. ¿No te parece que debiéramos volver para encontrar lugar?
—¿Eh…? ¡Ah… sí! —asintió él como si volviera desde muy lejos.
Su tía movió la cabeza como resignada y me dijo:
—¿Vamos, Nola?
—Sí. Chau, César —saludé recuperada.
—Nos vemos —respondió.
Hasta que tomé la curva lo vi seguirnos con la vista. El bar estaba repleto cuando llegamos, pero Delia nos guió hasta una mesa ubicada junto a un ventanal aclarándonos que siempre la tenía reservada para el comisario. Nos recitó el menú y elegimos pastas caseras acompañadas por un buen vino tinto.
—Me pregunto cómo una linda joven decide trasladarse a este lugar tan alejado de las atracciones de una gran ciudad —se interesó Elisa.
Le conté lo del premio y mi intención de instalar mi propio negocio.
—Tengo que encontrar una alternativa porque en caso contrario se agotará mi capital y tendré que volver a emplearme —dije pesarosa.
—No quiero desalentarte, pero aquí los negocios que funcionan están relacionados con los comestibles y artículos hogareños. Amén del almacén de doña Lucía, hay varios localcitos que ofrecen estos productos. Ropa, cosméticos, joyas y regalos acostumbran a comprarlos en los grandes centros comerciales —recapituló.
—Pensé en un vivero, pero Delia me dijo que hay uno grande. Tiene que ser un rubro original y que no se agote en una sola compra. Ya mi hermano me advirtió del escaso número de habitantes —especifiqué.
—¿Tenés un hermano? —preguntó desviándose del tema.
—Tres varones. Todos profesionales. El menor es el arquitecto que me diseñó la casa —contesté.
—¿Estás apesadumbrada por no tener una profesión? —inquirió intuitiva.
—Ahora sí. Lamento los años que perdí empezando distintas carreras y no terminando ninguna. Al menos, tendría claro a que dedicarme —dije con una mueca.
—¿Y por qué no elegís alguna que te guste y administrás tus ahorros hasta terminarla?
Lo dijo con tanta sensatez que la miré desconcertada. ¿Cómo no se me había ocurrido que tenía tiempo suficiente para cursar el profesorado de Filosofía y recibirme en condiciones de dictar cátedra?
—Elisa —declaré emocionada—, te debo mi futuro.
La mujer sonrió ante mi exaltado reconocimiento y reanudó el sinuoso itinerario de averiguaciones:
—Entonces no te vas a enojar si te hago una pregunta más personal —esperó mi aprobación.
—Lo que quieras —acepté con una amplia sonrisa.
—¿Cómo es que una chica tan bonita transita la vida en soledad?
Estaba tan contenta por la claridad que le había aportado a mi dilema, que le hubiera permitido la injerencia más íntima.
—No sé por qué lo decís —dije jugueteando.
—Porque no has recibido la visita de ningún mozo en todo este tiempo —afirmó.
—¡Ah…! A ese tipo de soledad te referís —asentí como si recién hubiese comprendido—. Digamos que es un estado momentáneo hasta que alguien me vuelva a sacudir.
—Traduciendo: no tenés novio —clarificó.
—No —me reí—. ¿Acaso tenés algún candidato?
Exhibió una expresión enigmática y pasó a interesarse por mi familia. Nos levantamos de la mesa, medio adormiladas, a las cuatro de la tarde.
—¿Nos hacemos una siestita? —propuso—. No acostumbro a tomar alcohol al mediodía.
Tampoco yo, así que no opuse resistencia. A las nueve de la noche, como no dábamos señales de vida, nos despertó César. No esperó a que se levantara su tía sino que vino personalmente a llamarme. Abrí lentamente los ojos al imperio de su voz y quedé atrapada en la mirada recóndita. No era justo porque yo estaba con las defensas debilitadas por el sueño y por un momento aluciné que estaba por besarme. Un atisbo de conciencia me liberó del estado de duermevela al comprender que no me iba a resistir. Me senté en la cama con un grito que atrajo inmediatamente a Elisa:
—¡La asustaste! ¿No era suficiente con que la pobre se despertara en casa extraña? —lo recriminó.
—No imaginé que mi cara podía aterrorizar a una mujer —declaró él con tono trágico que desmentía su sonrisa.
—Nos quedamos dormidas —me explicó la tía—. Puse el despertador pero no lo escuché. Tampoco el timbre.
—Ni el teléfono. Por no dejarte los audífonos —acusó su sobrino—. Buen susto me dieron.
—El teléfono lo descolgué y los audífonos me los debo haber sacado entre sueños —se disculpó Elisa.
—Yo no escuché ningún timbre —afirmé recuperando la voz.
—No hubieras podido —me dijo César—. Estaban cerradas la puerta de tu dormitorio y la del íntimo.
—¿Te asustaste en serio? —lo interrogué con familiaridad.
—Tenía dos inapreciables motivos —señaló. Después dijo—: Tía, las invito a comer afuera así te desligás de la cocina.
—¿Estás de acuerdo? —me consultó Elisa.
—¡Seguro! Cualquier invitación suma para mi ahorro —dije con desparpajo.
—Y yo me felicito porque al menos tengas un pretexto —retrucó él.
No podía creer que ese hombre de palabras intencionadas fuera el brusco representante del orden con quien me había topado en la madrugada. Bajo su penetrante mirada caí en la cuenta de que estaba en camisón, prenda inapropiada para exhibirme frente a un desconocido. Menos mal que estaba la tía –también en camisón- que le quitaba intimidad al momento. Como si me hubiera leído la mente, Elisa le dijo:
—¿Por qué no nos vas a esperar a la sala? Nola y yo tenemos que cambiarnos.
—Tómense su tiempo —nos autorizó mientras salía del cuarto.
Media hora después nos reuníamos en el salón. Yo me había puesto una solera de falda larga y calzaba sandalias de tacos altos, indumentaria que me diferenciaba del estilo práctico con que me habían conocido. Elisa me miró con aprobación y su sobrino –detalle que no se nos escapa a ninguna mujer- cautivado.
Nos cargó en su auto particular y nos llevó a cenar a una parrilla entre Rioseco y el pueblo siguiente. Esa noche y ante su tía, que cultivaba el arte de la discreción hasta parecer invisible, empezamos a conocernos.

IV
El lugar se prestaba a las confidencias. Un ambiente suavemente iluminado, música cadenciosa, murmullo de conversaciones que no se interferían, personal de servicio que se deslizaba silenciosamente entre las mesas. Mientras aguardábamos los platos, transitamos por una charla comunitaria y trivial. Después de la cena Elisa, que se había estado saludando con tres amigas, nos anunció que compartiría un café con el trío y se trasladó a su mesa. Su sobrino y yo elegimos un postre y nos estudiamos mutuamente. Tuve que reconocer que me atraía su aire de varón recio, totalmente opuesto al de mis pretendientes. El último, un delgado y aristocrático violinista de semblante melancólico que despertaba mi tendencia a la sobreprotección, era el prototipo.
En una familia machista donde ser mujer te relegaba a un obediente mutismo, intenté diferenciarme de mi madre que para todo necesitaba de la anuencia de mi padre o mis hermanos. Yo buscaba hombres de aspecto y modales gentiles que no me sofocaran con la exhibición de su superioridad. Y ahora César me contemplaba sin reservas. Sus ojos recorrieron mi rostro, mi pelo y la parte visible de mi cuerpo como una larga caricia, lo que me provocó una inquietud ajena a cualquier otra exposición a la mirada masculina. No me sentí menoscabada ante su franco escrutinio, sino agudamente sensibilizada. Levanté la copa para ocultar mi turbación y humedecer mis labios repentinamente sedientos, maniobra que César captó con una leve sonrisa.
—Me gustó tu argumento para aceptar la invitación —me dijo con humor—. Es original.
—¿Qué dije? —me sobresalté, olvidada de mi respuesta.
—Que sumaría a tus ahorros —se rió.
—¡Ah…! —recordé—. Es que debo estirar mi capital hasta terminar el profesorado de Filosofía. Y hasta el ahorro en una comida, cuenta —declaré con formalidad.
—¿Cuánto te falta? —se interesó.
—Todavía no empecé —dije un poco incómoda.
—¿Y cuál es tu patrimonio? —siguió él con el interrogatorio.
—Falta que me encierres en un cuarto y me expongas a una luz permanente —le contesté fastidiada.
El individuo me miró entre asombrado y divertido antes de reír abiertamente. Cuando se repuso, me aclaró:
—Sólo estaba tratando de ayudarte a administrar tus recursos en una carrera que insume seis años.
—¿Y vos que sabés cuánto dura? —le dije segura de que en la escuela de policía no daban nociones de filosofía.
—Bueno —explicó sin resentimiento—. Es que mi madre es profesora de Filosofía.
—¿Y ejerce? —lo encaré.
—Sí —me respondió calmoso.
—¿En Rioseco? —lo hostigué.
—En la Universidad de Buenos Aires —declaró con aire divertido—. ¿Y ahora quién está debajo del reflector?
Me mordí el labio inferior con impotencia. ¡Yo había propiciado el sarcasmo con mi intolerancia! ¿Pero cómo sobrellevaba una madre universitaria el tener un hijo policía?, me dije no obstante. Él se apiadó de mi desconcierto y señaló, para cambiar de tema:
—Se te derritió el helado. Te pido otro.
—No. Ya no tengo ganas —murmuré.
Supongo que Elisa nos estaba observando porque poco después interrumpió el incómodo silencio que se había instalado entre nosotros. Me declaré cansada y César, sin contradecirme, pagó la cuenta y nos llevó a casa respetando mi obstinada mudez. Tampoco su tía intentó arrancarme de mi mutismo, pero me abrazó con una sonrisa y me dio un beso al desearme buenas noches. Me acosté con la sensación de ser una persona aborrecible y discriminadora, incapaz de agradecer las muestras de afecto que se me habían brindado.

V
Elisa golpeó mi puerta a las nueve y me preguntó si deseaba acompañarla a desayunar. Acepté y le pedí media hora para estar lista. Desde la ventana avizoré un cielo gris y tormentoso que precipitaba una espesa llovizna sobre los cristales. Me bañé y me vestí con un conjunto deportivo que completé con zapatillas de suela gruesa. A las nueve y media me encontré con mi anfitriona cuyo plan era desayunar afuera.
—¿Me darás el gusto? —preguntó después de saludarme—. Si por mí fuera, no comería nunca en casa. Así que debo aprovechar tu visita.
—Está bien. Pero esta vez pago yo —le respondí.
—No, no, mi querida Nola. Sos mi invitada y además tenés que cuidar tus ahorros —precisó en tono que no admitía réplica.
Esta consideración me proyectó a mi oprobiosa conducta nocturna. Con el ánimo tan sombrío como el día, abrí el paraguas y caminé tras la mujer hasta la confitería. Delia nos saludó desde el mostrador y enseguida nos ubicó en la mesa del comisario. Mientras esperábamos nuestro desayuno, Elisa averiguó sin rodeos:
—¿Te molestó alguna actitud de mi sobrino?
Negué con un gesto. Faltaba que el pobre cargara con mi culpa.
—No. En realidad, la que lo molestó fui yo —confesé cabizbaja.
—No lo creo —aseguró ella—. No podrías hacer nada para contrariarlo.
—¿Es un hombre tan ecuánime? —pregunté suavemente.
—Para su trabajo lo es, pero especialmente con jóvenes bonitas y susceptibles —me contestó con una sonrisa cómplice.
Suspiré sin pedirle explicaciones. Busqué a Delia con la mirada porque tenía hambre y se demoraba. Desde la barra se desprendió alguien con la bandeja. César la traía con la pericia de un mozo entrenado. Sus ojos risueños se enredaron con los míos mientras se acercaba:
—¡Buen día a las dos! —dijo mientras la depositaba sobre la mesa y a continuación se sentaba enfrente de mí.
—Te usurpamos el lugar —fue lo único que se me ocurrió decirle.
Él seguía observándome con ese gesto recóndito que me poblaba de inexploradas sensaciones cuyo significado temía comprender. Como siempre, la perceptiva Elisa acudió en mi auxilio:
—¿No vas a acompañarnos? —le dijo.
—Con un café —señaló él levantando un pocillo chico. Después me preguntó solícito—: ¿Descansaste anoche?
—Yo sí. ¿Y vos? —no sé si devolvía su preocupación o lo desafiaba.
—Después de algunas consideraciones, también —coincidió mientras bebía su infusión.
¿Será posible que todo me suene intencionado?, pensé. Debía sosegar mi mente desbocada y llamarme a la mesura. Me dediqué a terminar con el desayuno y después le pregunté:
—¿Cuándo creés que terminarán con mi casa?
—¡Ah…! Todavía no se decidieron con los presupuestos —dijo con parsimonia.
—Pero no quiero seguir abusando de tu tía. ¿Por unos vidrios miserables tienen que deliberar tanto? —lo enrostré—. Los pago yo y listo, y cuando quieran que me reintegren el gasto.
—¡De ninguna manera! —me refutó—. Es su obligación. Pero si tanto te incomoda estar con mi tía veré de apurarlos.
Me quedé con la boca abierta. ¿Cómo se atrevía a indisponerme con tan buena mujer?
—¡Esas palabras corren por tu cuenta! —dije indignada—. Lo que no quiero es molestarla a Elisa.
—¡Pero, Nola! ¡Si yo estoy más que complacida de tenerte en mi casa! —dijo la tía con efusión—. Y vos —le sugirió a César—, debieras tratar de no ofender a esta niña.
Él levantó los antebrazos con las palmas hacia delante con gesto contrito. Me causó gracia ver a semejante hombrón apabullado por la frágil mujer, así que largué una carcajada que puso una sonrisa en los rostros de mis acompañantes. Miré hacia la calle y comprobé que ya no llovía.
—Me gustaría ver a Sombra —dije.
—A él también. Ayer preguntó por vos —me dijo César con tono burlón.
Le hice una mueca que no borró su expresión divertida y después propuso:
—Si ya desayunaron, las invito a acompañarme a la comisaría.
—Vayan ustedes —dijo Elisa—. Yo me comprometí a colaborar con Aída, la bibliotecaria —me aclaró a mí—. Recibió una partida de libros y hay que catalogarlos.
Nos despedimos a la salida de la confitería. Cruzamos en silencio hasta el edificio policial y Sombra, que estaba tendido a la entrada, se levantó a recibirnos moviendo la cola con énfasis. Lo acaricié y le prodigué algunas palabras cariñosas ante la mirada del comisario hasta que fui interrumpida por el saludo de Alonso:
—¡Buen día, señorita García!
—¡Jorge! —exclamé con alegría y besé en la mejilla a mi ex guardián—. Acuérdese que me llamo Nola.
—Si gusta tomar un café… —asintió con una sonrisa.
—Gracias, pero acabo de desayunar. Ya pasaré una mañana para acompañarlo. —Me volví hacia César—. Te agradezco por la nueva colaboración para cuidar mis ahorros —él se había hecho cargo de la cuenta en el bar—. Ahora voy a controlar el estadio en que está mi vivienda.
—Te llevo, porque esa es mi tarea —dijo abriendo la puerta del móvil para que subiera. Le dio algunas órdenes a su ayudante y ante la insistencia de Sombra le permitió acceder al asiento trasero del auto.
—Te enojaste, anoche —señaló ladeando apenas la cabeza para mirarme.
—Ya que sacás el tema, no fue con vos. Acostumbro a enojarme conmigo misma cuando no puedo controlar mi tendencia a la discriminación —me sinceré.
—¿Y cuándo sucedió eso? —preguntó con interés genuino.
—Cuando quisiste ayudarme a armar mi presupuesto —le recordé.
—Tal vez lo consideraste una intrusión. Tu reacción fue comprensible —minimizó.
Sentí la necesidad de hacerle comprender que no hubiera ocurrido si él no fuera un simple vigilante. No sé si quise desengañarlo o construir una distancia entre ambos que me resguardara de cualquier intento de acercamiento, porque le dije:
—Para que me conozcas, me pregunté qué podía saber un policía de una carrera universitaria.
—¿Eso es todo? —comentó con su proverbial calma.
—Me asombré de que tu madre fuera catedrática —insistí esperando que reaccionara.
—También tengo dos hermanos profesionales —me aclaró afablemente.
—¿Y vos por qué te quedaste? —dije malhumorada.
No me contestó de inmediato. Ya estábamos llegando y buscó un lugar para estacionar el auto a resguardo de un sol que había disipado las últimas nubes. Su silueta quedó recortada a contraluz cuando se volvió hacia mí:
—¿Tanto te molesta mi actividad, Nola? —su voz grave sonó compasiva.
Ésa era la pregunta que yo me hacía desde que lo conocí. La consabida corrupción policial y su contubernio con las esferas delictivas de la sociedad contaminaban cualquier trato que pudiera entablar con ese hombre. Me apoyé contra el respaldo del asiento con una sensación de desamparo que debió reflejarse en mi cara, porque él acarició suavemente mi mejilla y murmuró:
—Pobre niña prejuiciosa…
Estar en la reducida cabina tan cerca de su cuerpo se me hizo asfixiante. Manoteé la manija del auto para abrir la puerta y me impulsé hacia fuera olvidada de la traba del cinturón de seguridad. Mi exclamación lo sacó de su abstracción e intentó auxiliarme, pero yo logré liberarme sin su ayuda. Él dejó salir a Sombra y caminamos en silencio hasta la casa.
—¡Buen día, comisario! —saludó uno de los jóvenes asignados a la custodia de mi vivienda.
—¿Alguna novedad? —preguntó él.
—Negativo —contestó el interpelado.
En el interior nos encontramos con su compañero. La casa estaba limpia y ordenada y sólo faltaban los vidrios para que volviera a ser habitable.
—Voy a apurar a Renzi para que defina los contratos. Te prometo que a lo sumo este fin de semana volverás a instalarte —se comprometió César.
Me encogí de hombros con indiferencia y salí al exterior. Alguna cualidad había cambiado en el entorno. El encanto que me producía pasear la mirada por mi ansiada posesión ya no me desbordaba. La impresión de seguridad era tan frágil como los cristales quebrados e intuí que nunca iba a recobrar la euforia de los primeros días. Sombra me acompañaba en mi abstraída caminata y de vez en cuando hociqueaba mi mano. Me agaché para recoger una rama y la arrojé para incitarlo a jugar. Me cansó y busqué un lugar donde sentarme hasta el cual se llegó César. Él se ocupó otro rato del perro quien después, fatigado, se echó a sus pies. Recién entonces me dirigió la palabra:
—¿Adónde está la jovencita belicosa que vivía en esta casa? —preguntó con dulzura.
—Un poco arrepentida de su soñada aventura. Cuando te imaginás el paraíso, el aterrizaje forzoso es un poco invalidante —suspiré.
—Fue un episodio que no se volverá a repetir —aseguró—. Cuidaré de eso.
—¿Poniéndome vigilancia permanente? ¿O llegando a una componenda con tus contactos? —espeté.
Su mirada transitó entre la sorpresa y la gravedad.
—¿Qué fantasía has pergeñado con respecto a mí? —preguntó con sequedad.
—Todos los policías tienen relaciones non sanctas y compran y venden favores —señalé acusadora.
—¿De modo que es ésa la suposición que te atormenta? Te has excedido, niña —masculló fastidiado.
Salté del tronco adonde reposábamos para alejarme de su presencia pero él lo impidió atenazando mi brazo e impulsándome de nuevo hacia el asiento. Por resistirme aterricé sobre sus rodillas, circunstancia que le arrancó una sonrisa mientras rodeaba mi cintura con el otro brazo.
—¡Soltame! —chillé plantando mis palmas contra su torso para desasirme.
—No antes de que te saque de tu desvarío —afirmó completando con su otro brazo un cerco de hierro imposible de forzar.
Arrebolada por la impotencia miré su semblante decidido y me rendí a la fuerza bruta. Crucé los brazos sobre mi pecho para evitar cualquier roce y le dije con gesto circunspecto:
—Te escucho, pero estaríamos más cómodos sin estar apilados.
Mi declaración le arrancó una carcajada y me liberó. Me acomodé a su lado y esperé a que disipara mi oscurantismo.

VI
—Supongo que en tu animosidad por los uniformes no me confundirás con algún miembro de la represión—ironizó.
Lo fulminé con la mirada. ¿Cómo se atrevía a pensar que ignoraba la cruel etapa de enfrentamientos de los años setenta? Sin acusar el impacto, prosiguió:
—Yo nací en el ochenta y cuatro, inicios de la democracia. Cuando terminé el secundario deambulé por varias ciudades y distintas facultades y llegué a la conclusión de que la vida en las grandes metrópolis no era lo mío. Bajo el rótulo de democracia se estaba formando una casta de funcionarios que poco honor hacían a su cargo salvo honrosas excepciones. A los veintidós años, tras haber vivido la distorsionada imitación de un régimen que fomenta la miseria y la ignorancia, decidí radicarme en forma definitiva en Rioseco.
Sacó el primer cigarrillo que le vi fumar y lo encendió con aire pensativo. Bajo su relato asomaba un hombre sensible y pensante que no condecía con su función. Y bajo mi prisma afloraba la descalificación previa al conocimiento. Con inusual paciencia esperé a que continuara su exposición.
—No quería dedicarme a las tareas agrícolas ni aprobaba los métodos de enseñanza universitaria, de modo que me apliqué a indagar las necesidades del pueblo. En ese entonces la comisaría estaba a cargo de don Rogelio, un hombre con sobrada edad para jubilarse pero siempre reelecto por su blandura. Para no cansarte: una noche intervine en un enfrentamiento entre adolescentes alcoholizados que destruyeron a pedradas las vidrieras del local bailable y los llevé hasta el cuartel adonde ni siquiera había una guardia. Mientras los mantenía vigilados, mandé a uno de los dueños a que buscara al comisario. Lo levantó de la cama y le pedí que pusiera a los revoltosos entre rejas y citara a sus padres a la mañana. El viejo, exigido por los damnificados, lo hizo a regañadientes y llamó a su ayudante -que ahora es el mío- para que cubriera la vigilancia nocturna. El episodio trascendió y los vecinos, cansados de las trapisondas de los jóvenes que no tenían freno, me pidieron que me postulara para las próximas elecciones —dio la última pitada al cigarrillo y deshizo el filtro contra el suelo.
—Y así nació la leyenda… —entoné cerrando su síntesis.
—Sos una impertinente, ¿sabés? —su voz calma y la chispa risueña que retozaba en sus ojos desmentían la reconvención.
Reí abiertamente porque muchas de mis prevenciones habían desaparecido, aunque todavía tenía preguntas para hacerle. Él me observaba con expresión complacida, como disfrutando de mi risa. Para encubrir mi turbación, lo interpelé:
—¿Y en tus dominios no corre la droga, no hay robos, crímenes, violaciones? —enumeré las lacras más comunes de las grandes ciudades.
—Menos que en otros lugares, jovencita —me contestó con seriedad—. Pero no es de mi incumbencia resolverlos. Si tuviera que definir mi cometido, te diría que soy un custodio del orden y, en resguardo de los habitantes de Rioseco, atiendo a que se altere lo menos posible.
Incliné la cabeza y lo miré como si recién lo conociera. Vi al hombre detrás de la función y me dejé llevar por la atracción que me inspiraba. Él se acercó peligrosamente y me dijo con voz sofocada:
—No me mires así que me inspira besarte.
Me aparté. No porque me disgustara su vehemencia, sino porque me asusté de mi propio deseo. Yo no había venido a este pueblo en busca de un romance sino a comenzar una vida independiente y lo estaba incitando a César a una aventura. Como siempre, las consideraciones corrieron por mi cuenta:
—Lamento haberte causado una impresión equivocada —le aclaré—. Pero no vengo de la ciudad a buscar un affaire con un lugareño. Intento radicarme y mantenerme por mis propios medios.
Mi declaración le provocó un ataque de risa. Lo miré con fiereza hasta que se controló. Puso los brazos en jarra y volvió a mortificarme con mi nombre prohibido:
—Manola… —dijo borrándome de un plumazo el arrebato de seducción que había padecido a poco—. ¿Qué te inspira esa idea peregrina? —la insoportable sonrisa no se borraba de su rostro.
—¡Lo hacés a propósito! —lloriqueé anclada al sonido renegado de mi patronímico.
Ahí lo descoloqué. Se acercó con la intención de consolarme y yo retrocedí para increparlo:
—¡Sabés que odio mi nombre y lo usás para afrentarme!
—Pero si a mí me gusta… —se defendió—. Me parece gracioso, tan gracioso como su propietaria y sus conclusiones insólitas.
—Quiero volver a casa —declaré dando por terminada la conversación.
—Le faltan los vidrios —dijo con suficiencia.
Yo estaba herida: por mi debilidad, su ofensa y su aire de superioridad. Como no podía insultarlo con palabras soeces, me alivié llorando. Estaba tan desconsolada que no pude rechazarlo cuando me abrazó compungido por mi descarga.
—Nola, Nola… —murmuró acariciando mi cabeza—. En ningún momento quise agraviarte. Me tentó besarte porque te veías encantadora, pero no te estaba proponiendo ninguna relación ilícita —intentó separarme pero yo me aferré a su camisa y seguí empapándolo con mis lágrimas.
—¡Ay, querida…! —suspiró mientras me cargaba entre sus brazos y me llevaba hasta el coche oficial.
Le hizo señas con la cabeza a uno de los pasmados agentes para que abriera la puerta del auto y me depositó en el asiento del acompañante al tiempo que se inclinaba sobre mí y me tendía un pañuelo:
—¿Vas a estar bien? —me preguntó con gesto preocupado.
—Sí… —dije con voz gangosa.
—Ya vuelvo —aseguró y se acercó al muchacho que había oficiado de ayudante e intentaba disimular su sorpresa. Cambió unas palabras con él y volvió a mi lado.
Antes de poner el vehículo en marcha me contempló con ojos tiernos. Yo me apoyé contra el respaldo y sólo exhibí mi perfil. Me sentía horrible con el rostro inflamado por el llanto. Él condujo en silencio y se desvió hacia un establecimiento paralelo a la ruta.
—Vamos a tomar un café y podrás refrescarte, ¿vale?
Asentí y César bajó y abrió mi puerta para que yo hiciera otro tanto. Percibiendo mi debilidad, me sostuvo del brazo hasta ingresar al parador. Cuando salí del baño, los rastros de mi desahogo habían desaparecido. El guardián del orden estaba sentado a una mesa frente a dos tazas de café y una panera con medialunas. Me sorprendí del apetito que me había despertado mi ordalía llorona. César se levantó para apartar mi silla y le agradecí con una sonrisa.
—Por este festín puedo olvidar cualquier rencor —dije levantando una medialuna dulce.
—Lo tendré en cuenta para el futuro —declaró él riendo.
Había cuatro facturas. Consumí dos y otra a instancia suya, declinando la cuarta porque me pareció demasiado egoísmo de mi parte privarlo de comer una. Como Elisa aún estaba en la biblioteca le pedí que me dejara ahí y ayudé a clasificar el nuevo material hasta el mediodía. A las doce, estábamos sentadas en la confitería. La tía de César no me permitió pagar el almuerzo, de modo que declaré que esa noche yo me ocuparía de la cena bajo amenaza de iniciar una huelga de hambre.
—¡Dios no lo permita! —dijo con humor—. Hacé de cuenta que la cocina te pertenece —y llamó a Delia para cancelar la cuenta.
—¿Vas a participar de la fiesta de beneficencia para la ampliación de la escuela? —me preguntó la chica mientras le daba el vuelto a Elisa.
—No estaba enterada… —dije mirándola con perplejidad.
—Cuéntele, señora Elisa —pidió Delia con una sonrisa—. A lo mejor nos ayuda a juntar más plata.
La mujer asintió y nos levantamos para irnos. La frugal comida nos había insumido poco tiempo, por lo que le avisé a Elisa que iría hasta el almacén para comprar los ingredientes para cocinar. Fuimos juntas y nos cruzamos con César. Pensé que le debía algunas atenciones:
—Si te animás, estás invitado a cenar. Esta noche cocino yo —declaré con presunción.
—No me lo perdería por nada del mundo —aseguró con vivacidad—. Una mujer bonita que sabe cocinar… Sos completa —atestiguó.
—Sí —confirmé echando una rápida mirada sobre mi cuerpo—. No me falta ningún pedazo. ¿A las nueve y media te parece bien? —consulté.
Movió la cabeza para asentir, acometido por la risa. Le hice un gesto de saludo y me apresuré hacia el comercio antes de que cerrara.

VII
A las dos y media terminamos de guardar los víveres y, antes de dormir la siesta, me comuniqué con mi familia. Los tranquilicé con respecto a mi estadía y les aseguré que apenas la casa estuviera en condiciones lo celebraría con ellos. Nos levantamos a las cuatro y media y mientras tomábamos mate, Elisa me puso al tanto de la velada benéfica del día siguiente.
—Para que entiendas —expresó—, debo relatarte algunas características de este poblado. Se fundó a partir de las necesidades de las quince familias que se instalaron en estas tierras para dedicarse a la explotación agrícola que luego se amplió con la anexión de ganado. Los negocios y proveedurías más cercanos estaban a ciento cincuenta kilómetros, lo que requería tiempo y planificación para abastecerse. Algunos de los agricultores pensaron en conformar un centro de suministros para lo cual crearon un perímetro común adonde se asentaron los primeros comerciantes atraídos por la clientela segura. Doña Lucía es la actual heredera del negocio de sus tatarabuelos —me aclaró.
—¿También los actuales agricultores son descendientes de los originales? —pregunté interesada.
—Así es. Y cada generación aportó nuevos avances para el mantenimiento y el orden de la aldea que se iba formando. Los impuestos provinciales y nacionales se pagan vía Internet, y los servicios en la oficina de la comuna. Tenemos nuestra propia cooperativa de electricidad y de acopio de granos, una de horticultores y un centro de control de locaciones cuyo importe se destina a mejorar la infraestructura del pueblo.
—¿Te referís al arrendamiento de los campos? —no se me ocurría qué otra cosa podrían alquilar.
—No. Al de todas las construcciones levantadas en las tierras comunes. Como son un aporte igualitario de todas las familias, se decidió que las rentas se iban a invertir en el mantenimiento del pueblo. Así se edificaron la biblioteca, el club social y cultural, la escuela primaria, la estación de bomberos y defensa civil, el hospital, la comisaría y todos los centros que iba requiriendo su expansión.
—Entonces —reflexioné— ¿ésta no es tu casa?
—Sí y no —admitió—. Yo la hice construir pero pago por el uso del terreno.
—¿Y si la quisieras vender…? —dije consternada.
—Lo haría, y su nuevo propietario la compraría con la obligación de cumplir con la renta. En definitiva, es como pagar un impuesto inmobiliario —precisó— sólo que a beneficio del pueblo.
—¿Y la provincia no tiene nada que objetar? —dudé conociendo la voracidad fiscal.
—No. Porque el impuesto a las tierras se paga por todas las hectáreas ocupadas siendo este complejo parte de las mismas. Y como la Provincia no ha puesto un peso para el desarrollo de esta comunidad ni subsidia al personal que atiende las distintas instituciones, hemos logrado exenciones en cada sector a nuestro cargo.
—¡Es fantástico! —opiné—. Y habla de que tienen administradores honrados que usan la recaudación pensando en el bien común.
—La comisión fiscalizadora controla mensualmente los ingresos y egresos. Creeme que nada se escapa a su inspección —aseveró—. Después de atender el abastecimiento de cada unidad, se intenta mantener los sueldos de todo el personal en un nivel que les asegure la subsistencia y el ahorro.
—¡No puedo creer que haya dado con la Isla de la Fantasía! —exclamé encantada.
Elisa se largó a reír y terminó de revelarme el sentido de la colecta de fondos:
—Te preguntarás entonces por qué un sistema tan eficiente requiere de una fuente extra de recursos…
—Cuando me reponga de la impresión, seguro que sí —afirmé, tomando plena conciencia de la criminalidad de la corrupción en oposición a este orden transparente.
—Bien —consintió mi anfitriona—, esta variante vino a resolver el criterio antagónico entre hombres y mujeres acerca del destino de los fondos. La población femenina pretendía que sus hijos no tuvieran que trasladarse a la ciudad más cercana para estudiar ni realizar actividades recreativas. Los hombres, más pragmáticos, se inclinaban por resolver cuestiones comerciales y de seguridad. Hasta que un grupo de mujeres, cansadas de los pretextos de sus maridos respecto a cuándo habría un remanente para iniciar la construcción de la escuela, se pusieron en campaña para constituir una reserva sólo para este fin.
—¿Siempre manejaron los hombres el patrimonio familiar? —me asombré—. Aquí La Legítima nos asegura la misma herencia a hermanos y hermanas…
—Estás en lo cierto —ratificó Elisa—. Pero el Comité Financiero ordena la asignación de recursos y…
—No me aclares —hice una mueca—. Está conformado por hombres.
—En esa época —sonrió—. En la actualidad es más democrático. Cincuenta por ciento de representatividad para cada sexo.
—Pero aún siguen haciendo colectas. No me digas que las mujeres no defienden sus prioridades… —dije reprobadora.
—Pues sí —afirmó—. Aunque no caprichosamente, y a veces algunas necesidades son más perentorias que otras. Pero… —hizo un paréntesis mientras me observaba con aire travieso— me has hecho tantas consideraciones pertinentes y nunca te interesaste por el mecanismo de la colecta…
—Supongo que será lo habitual —dije en tono competente—: una reunión con cena, baile y rifas.
—Reunión hay. Cena también. Rifa no. Subasta —corrigió.
—¡Ah…! Entiendo —manifesté—. Pero yo no tengo cosas muy valiosas para aportar al remate…
—Estás equivocada. Sos nuestra pieza más inestimable —declaró cruzando los brazos sobre el pecho y reclamando comprensión con su mirada.
Confieso que me costó entender. Si yo era una pieza, formaba parte de la subasta. ¿Pretendían rematarme? Por un momento mi imaginación calenturienta me proyectó a un escenario de oscuras intrigas en las entrañas de un ingenuo pueblecito rural. La ofuscación debía ser tan legible en mi rostro, que Elisa se apresuró a explicar:
—¡Querida! Soy una torpe y no te aclaré el artificio que pergeñaron las mujeres para contar con el aporte masculino. Creeme que no hay nada censurable —me aseguró tratando de disipar mi recelo.
Tenía un aire tan mortificado que me hizo reaccionar. ¿Cómo había podido confundir a la buena de Elisa con los personajes nefastos que pululan por las series de terror? La abracé impulsivamente. Al separarnos me disculpé:
—¡Perdoname! Es que a veces me dejo llevar por mis delirios. Basta que no entienda algo para que empiece a funcionar mi calamitosa percepción —dije compungida.
—¡Me asustaste, Nola! Me mirabas como si fuera una extraña… Pero la culpa es mía, porque no hacía falta tanta información para ponerte al corriente del sistema de subasta. Te lo resumo —abrevió—: Los hombres pujan por una cena en lugar público con la joven de su preferencia. Gana quien más ofrece, como en cualquier remate.
—¿Nada más que por cenar? —pregunté extrañada.
—¡Por supuesto! —dijo con vehemencia—. El mayor riesgo que corren las mujeres es soportar la charla de algún pelmazo.
—¿Y cómo se les ocurrió? —quise saber.
—Porque las tertulias con venta de rifas no despertaban el entusiasmo de nadie. Ese año las hijas de la familia Méndez recibieron la visita de un grupo de amigas y a las muchachas se les ocurrió que, aunque fuera por curiosidad, ningún hombre se resistiría a participar de la compra de unas horas con una joven que de otro modo no disfrutarían. Se establecieron las reglas y la primera subasta tuvo tanto éxito que se comenzó a construir la escuela.
—¿Y cuáles son las reglas? —seguí preguntando.
Ella se rió. Una atmósfera de distensión rodeaba nuestra charla. Me las enumeró:
—Primero, quien ofrezca más, gana el derecho de invitar a la mujer a una cena en algunos de los restaurantes seleccionados. Segundo: no le da opción a ningún tipo de acercamiento que no sea una conversación civilizada. Tercero: la participante no puede negarse a aceptar al ganador aunque le sea antipático, y cuarto: siempre está presente en el lugar una comisión de control que interviene si se incumple alguna regla.
—¿Y las casadas toleran que sus maridos oferten por otra mujer? —indagué curiosa.
—No te olvides que tienen un objetivo común. De cualquier manera coincidirás en que si una velada inocente pone en peligro una relación, esa pareja tiene mucho que considerar —estimó con solvencia.
—Creo lo mismo —opiné—. Pero para mi ilustración, ¿alguna vez se dio el caso?
—Nunca en matrimonios. Alguna vez sí se rompió un noviazgo —precisó. Puso los brazos en jarra—: ¿Qué opinás sobre participar?
—Aunque me desilusione, no me perdería por nada del mundo saber cuánto valgo —reí.
Habíamos dialogado por más de media hora, así que me concentré en mi oficio de chef. Lavé y corté frutas y verduras, aderecé la carne y la acomodé en una fuente, y preparé un postre borracho que era mi especialidad. A las siete tenía alistadas las guarniciones habiendo denegado amablemente la ayuda de Elisa. Le anuncié que me iba a bañar y poner presentable antes de acomodar la comida en el horno. Ella se ocupó de preparar la mesa a la cual nos sentamos esperando la cocción del plato y al invitado que apareció con puntualidad. Traía dos rosas. Una rosada que ofreció a su tía con un beso y una roja que me entregó con una sonrisa:
—Hola, Nola. Tu menú huele deliciosamente.
—Gracias —atiné a decir por la flor y el elogio, reprimiendo la asociación entre el color del pimpollo y su significado—. Sentate —invité recuperada—, que hay una entrada previa al plato caliente. Voy a dejar la flor en agua.
Me acerqué a Elisa que estaba acomodando su rosa en un florero y le estiré la mía. La observó con expresión reflexiva y la puso con la otra.
—Todo un detalle de parte de mi sobrino, ¿verdad? —dijo sugerente.
—Toda una galantería —asentí con tono neutro—. ¿Le hacemos compañía?
Ella me obsequió con una sonrisa y enlazó mi brazo hasta llegar a la mesa. La comida fue un éxito; en verdad me lucí más de lo que esperaba. Alabaron el postre y después nos sentamos a charlar en el saloncito. César me sorprendió por su capacidad de abordar cualquier tema y la congruencia de sus apreciaciones. A medianoche, un poco achispada por haber tomado más vino de lo habitual y por acompañar el café con un licorcito dulce que me ofreció Elisa, decayó mi conversación. Él me miraba con intensidad, como si deseara grabarme en su cerebro. Adormecida como estaba, me dejé observar sin resistencia. Por un momento ambicioné que me levantara en sus brazos y me depositara en la codiciada cama. Ninguna connotación sexual, sólo que dudaba de llegar a la habitación por mis propios medios.
—Nola, ¿estás bien? —la voz de Elisa me llegó de lejos.
—Sssí… —soplé antes de hundirme en el sueño.
Me desperté con un sordo dolor de cabeza y me prometí no mezclar nunca más bebidas alcohólicas. Aparté la manta que me cubría y salvo los zapatos, estaba vestida como en la noche anterior. Seguro que me había tirado en el lecho como había llegado. Me quedé bajo la ducha más de veinte minutos hasta que cedió la resaca y después de vestirme pasé a la cocina. Elisa estaba tomando café y enseguida me sirvió uno:
—¿Descansaste? —me preguntó mientras me alcanzaba el pocillo.
—Como una beoda —dije llanamente—. Gracias por cubrirme con la colcha.
—Ah… Eso fue atención de César cuando te ubicó sobre la cama —puntualizó.
—¿Ni siquiera llegué sobre mis pies? —gemí.
—No te aflijas, que para él fue como cargar una pluma. Doy fe de que quiso despertarte, pero habías caído en un sueño profundo.
—Lo único que me faltaba —mascullé—. Convertirme en el hazmerreír de tu sobrino.
—¡Qué dramatismo, Nola! Él está acostumbrado a tratar con gente pasada de copas —alegó a modo de consuelo.
—Sí. Y los guarda en una la celda —la rebatí.
—A vos no te guardaría en ese lugar, precisamente —observó con intención.
—Mmm… —dije soltando la risa y sin pedir explicaciones—. ¿Qué planes tenés para esta mañana?


VIII
—Abocarnos a conseguirte un vestuario apropiado para el viernes —me contestó—. ¿Trajiste algún vestido de fiesta?
Hice un gesto negativo. Apenas si había cargado con algún vestido formal porque no se me ocurrió que en Rioseco tuviera oportunidad de acudir a una celebración. Nos quedamos abstraídas.
—Habrá algún negocio de indumentaria… —arriesgué.
—No la adecuada —objetó—. Me pensaba lucir con la primicia —sonrió—, pero precisaré colaboración —buscó su bolso y las llaves de la casa—: Tendremos que usar tu auto, querida. Es un poco apartado adonde vamos.
Asentí y por el camino me puso al corriente de sus planes:
—Estamos yendo a la casa de mi hermana Julia que tiene todos los contactos para conseguirte la vestimenta adecuada. Se va a sorprender porque hace días que se exprime el cerebro buscando la novedad que despierte el interés por la subasta, y en esta ocasión se la voy a brindar yo —dijo tan entusiasmada que me reservé el comentario de que ya era suficiente con que me prestara a ser una pieza de remate como para agregarle lo de novedad.
—Julia es mi hermana menor y la mamá de César —agregó—. Van a tener algo en común porque ella es profesora de Filosofía.
—Sí. César me lo dijo la noche en que nos invitó a cenar —rememoré.
—Estabas contrariada entonces —dijo con afecto.
—Porque actualizó todos los principios familiares sobre el momento adecuado para comenzar una carrera y recibirse. Cuando me preguntó cuánto me faltaba, caí en la cuenta de que aún no había empezado. Imaginate, a la edad de tener un título, yo ni siquiera estaba en las preliminares. Me sentí muy abochornada —reconocí.
—Nola… ¡Cómo si él te fuera a juzgar! —me reprendió—. Además, tenés la edad óptima para saber lo que querés y una mente a plena potencia.
—Si vos lo decís… —entoné burlona.
Elisa se largó a reír y después me señaló un desvío a la izquierda de la ruta. Comenzaba una senda mejorada que desembocaba en una sólida tranquera después de la cual, el camino que remataba en un macizo de árboles, estaba flanqueado por grandes álamos. A los costados, y hasta donde se perdía la vista, el terreno estaba cultivado. Un alambrado recorría todo el frente del predio completando la tranquera. Detuve el coche a la entrada y ví avanzar a dos hombres que salían de una cabaña de madera asentada al costado del camino. Uno de ellos saludó a mi compañera y nos franqueó la valla:
—¡Buen día, señora Elisa! —le dijo cuando estábamos adentro.
—¡Hola, Facundo! Venimos a visitar a mi hermana. Ella es Nola —me introdujo.
El hombre asintió y levantó el ala de su sombrero gauchesco a modo de saludo. Sonreí y lancé un ¡HOLA! dirigido a ambos custodios. Eso supuse y Elisa me lo confirmó cuando rodábamos para la estancia. La casa era imponente, rodeada de una variada vegetación. Distinguí el edificio principal de estilo colonial y otras construcciones que después supe eran los galpones donde se guardaban las maquinarias y el forraje, el alojamiento de los peones, el tambo y una caballeriza. Julia nos esperaba en la puerta y nos recibió con calidez. Después de abrazar a su hermana, hizo lo mismo conmigo y se quedó observándome con detenimiento.
—Pícara, ¿así que te tenías reservado semejante tesoro? —le dijo a Elisa, provocándome un inoportuno rubor.
—¡No la avergüences, Julia, que Nola lo va a pensar dos veces y nos privará de su participación! —suplicó su hermana.
El sobresalto de las mujeres me causó gracia. Me largué a reír al tiempo que las tranquilizaba:
—¡No se apuren que no me echaré atrás! Pero confieso que me siento como un objeto y, lo que es peor, no sé si de arte o pura chatarra.
—Creo que te vas a sorprender —sonrió la madre de César. Hizo un gesto hacia la entrada—: Pasen y pónganse cómodas. Enseguida les alcanzo algo para tomar.
Accedimos a un recinto amplio de piso embaldosado y amoblado con sólidas piezas de madera. Al fondo, una arcada marcaba el comienzo de una habitación más pequeña equipada con sillones tapizados de blanco, una mesa ratona, estantes con adornos y libros, cuadros y un gran jarrón de mimbre con ramas secas de arce. Un amplio ventanal abierto al exterior la iluminaba pródigamente. Hacia allí nos dirigimos y nos sentamos esperando a la anfitriona.
—¡Me encanta esta casa, Elisa! Conserva la atmósfera serena de una época en que no corríamos detrás de las cosas materiales —mi voz sonó nostálgica—, y esos pisos tan bien preservados, y la alfombra debajo de la gran mesa de madera…
—No sé que sabrá una jovencita de la gran ciudad de atmósferas serenas —dijo con una sonrisa—, pero por cierto que fue el mejor entorno para crecer. Y cuando Julia se casó y quedó embarazada de su primer hijo, sentí que el mejor regalo que podía hacerle a mi hermana era ofrecerle la posesión de nuestra casa paterna.
—¿Aquí te criaste? —pregunté fascinada.
—Y viví hasta los treinta años —asintió—, época en que nació Juan Manuel. Adolfo, mi cuñado, me propuso que ocupara su finca, pero allí vivían sus parientes. Teníamos una relación excelente pero yo quería una vivienda sólo para mí, por lo cual me hizo construir la casa donde ahora vivo.
—¿Y tus padres? —indagué, suponiendo que a sus treinta años aún vivirían.
—Murieron en un accidente cuando yo tenía apenas dieciocho años y Julia trece. Me ocupé de ella pero no tenía conocimientos para manejar el campo, de modo que el padre de Adolfo, nuestro vecino lindero, nos prohijó y cuidó de nuestro patrimonio como si fuera suyo. Era un gran hombre —elogió—. Con el tiempo, la amistad entre Julia y Adolfo se transformó en amor, y cuando ella cumplió veinticuatro años se casaron y se instalaron en la hacienda de mi cuñado. Al año tuvieron a Juan Manuel y dos años después, ya ocupando esta propiedad, a Gastón. César llegó cuando Julia tenía treinta y cuatro años y ya no aspiraba a otro hijo. Lo mimamos tanto, que todavía no me explico cómo no le arruinamos el carácter —dijo con la mirada perdida en los recuerdos.
—¿Por qué vos no formaste pareja? —investigué con indiscreción.
—Cosas de la vida —respondió melancólica para, después, instarme con energía—: ¡Y no sigas mi ejemplo!
—Espero que no —acepté juiciosa.
La aparición de Julia interrumpió las confidencias. Depositó la bandeja en la mesita de cristal y nos exhortó a compartirla. Probé una masita para no desairarla ya que había desayunado tardíamente y bebí una taza de café.
—En media hora tendremos varias visitas —nos informó— y seguramente resolveremos los detalles del vestuario. ¿Has llegado a conocer a alguna de las residentes, Nola? —me preguntó.
—A Delia, Marité, Silvina, doña Lucía… —enumeré.
—Te orienté mal —dijo—. Me refería a las integrantes de las familias oriundas.
—Pues… a Elisa y a vos —sonreí.
—Hoy, entonces, te presentaré a muchas de ellas que a la vez están ansiosas por conocerte —aseguró. Se dirigió a Elisa—: ¿Sabés que Andrea terminó el doctorado en Economía y obtuvo una beca de perfeccionamiento en Harvard?
Juzgué oportuno hacer mutis para dejar a las hermanas hablar de sus conocidos.
—En tanto llegan las chicas, ¿puedo recorrer tu jardín? —me dirigí a la dueña de casa.
—Andá por donde quieras. Cuando vengan te mando a buscar.
Les hice un gesto de saludo y salí al exterior. Parada en la galería, respiré profundamente el aire perfumado por las enredaderas. Paseé la vista por los distintos macizos de verde reconociendo la huerta, los árboles frutales, los canteros repletos de flores y un tupido grupo de árboles. La caminata despejó mis aprensiones acerca de participar en la subasta. Me pregunté por qué le daba tantas vueltas a esa inocentada y la desterré de mi mente.
—No esperaba encontrar una flor más en mi humilde jardín —dijo una voz bronca a mis espaldas.
Me volví y quedé enfrentada a un sujeto tan recio como su voz. Sonreía con los ojos entornados puesto que el sol lo deslumbraba. Su parecido con César era innegable.
—¿Sos Adolfo? —pregunté también sonriente.
—Y no tengo el placer de conocerte… —se lamentó.
—Soy Nola, la nueva… —vacilé. Iba a decir residente pero recordé que usaban el término para los habitantes originarios—. Vecina —completé tendiéndole la mano que estrechó con firmeza.
—¿Nola, eh…? —me estudió al contraluz—. Lo tuviste preocupado a César.
—Supongo —dije encogiéndome de hombros—. Es su tarea de comisario.
Él rió con franqueza y me ofreció su brazo:
—¿Te acompaño en el recorrido?
Asentí calurosamente. Sus comentarios enriquecieron mis escasos conocimientos de las especies vegetales. Me incliné para recoger unas hermosas hojas de colores cuando un topetazo me planchó sobre la tierra. Mi exclamación fue coronada por varios lengüetazos de reconocimiento prodigados por el perrazo.
—¡Sombra! —grité cuando lo reconocí, y miré hacia arriba buscando a su dueño.
Él me observaba como transportado. Me arrodillé y permanecía abrazada a Sombra al tiempo que César se acuclillaba para ponerse a mi altura.
—¿Cómo amaneciste? —preguntó en tono afable.
—¿Cómo te parece? —dije hosca—: con resaca y abochornada. No sé que pensaste de mí… —me atropellé.
—Que no quería dejarte sola en esa cama —me interrumpió con voz contenida.
Busqué en sus ojos un conato de sarcasmo o una expresión malintencionada que justificara una reacción airada y acabé hurtando los míos porque los suyos demandaban una respuesta que no estaba en condiciones de pronunciar. El comentario de Adolfo suspendió la estática escena:
—Parece que hoy es la mañana de los milagros. Una etérea criatura embelleciendo mi jardín y un hijo perezoso visitando a sus padres…
La mano de César buscó la mía al incorporarse. La rechacé y me levanté por mi cuenta. No quise mirar a ninguno de los hombres: al uno porque su presencia me inquietaba y al otro porque temía su agudeza.
—¿Por qué no vas a saludar a tu madre? —la voz del padre sonó con parsimonia—. Así no me fastidiás el paseo con Nola.
La declaración de Adolfo me causó gracia y me volví hacia él con una sonrisa a tiempo de ver a César torcer el gesto mientras volteaba hacia la casa. El hombre volvió a ofrecerme su brazo y seguimos recorriendo el solar. Sombra nos acompañó espantando a un variado surtido de aves que buscaban alimento en el suelo. Me tranquilicé cuando comprobé que no quería atraparlas sino ahuyentarlas. Un ronquido de motores nos hizo mirar hacia el camino. Dos camionetas enfilaban hacia la entrada.
—¡Ahí llega el batallón! —rió mi acompañante—. ¿Preferís abordarlas afuera o adentro?
Apreté los dientes y aspiré estirando mi labio inferior como si algo me doliera. Él esperó mi decisión con aire divertido.
—Creo que lo voy a sobrellevar mejor si vos me las presentás —dije al cabo.

IX
De cada auto bajaron cinco muchachas tan bullangueras como los pájaros que perseguía Sombra. Algunas cargaban una especie de baúl rectangular con rueditas y otras, bolsos más pequeños. Se detuvieron a la entrada adonde Adolfo sostenía mi brazo y me infundía coraje con su mano apoyada sobre la mía:
—¡Buenos días, niñas! —dijo con la familiaridad del conocimiento y los años—. Saluden a Nola, nuestra flamante vecina.
Las chicas se presentaron de a una, aunque no logré en ese momento retener todos los nombres. La mayoría transitaba entre los dieciocho y veinte años, salvo la que se plantó frente a mí calibrándome con altanería:
—¿Así que sos Nola? —manifestó—. No sos una teen, precisamente.
—Es un gusto conocerte… —le estiré la mano e hice una pausa esperando que dijera su nombre.
—No creo que mi talla te acomode… —murmuró y siguió a sus amigas que ya  entraban a la casa.
El desaire fue tan extemporáneo que me dejó con la boca abierta. Bajé el brazo y le pregunté a Adolfo:
—¿Se ofendió porque le di la mano? No estoy al tanto de las costumbres de Rioseco —añadí meneando la cabeza.
—Muchachita, si acaso algo la ofendió, fue tu belleza. Madi no está acostumbrada a la competencia —precisó de buen humor.
—¡Ja! —expectoré—. ¡No pretendo competir por nada con Madi! A no ser… —lo miré interrogante— ¿…en la subasta?
—¡Con que ésa teníamos! —largó una risotada—. ¡Te convencieron para que participaras! Ahora me explico las evasivas de Julia…
—¡Ay, no…! ¡Metí la pata! —dije poco consustanciada con mi rol de objeto fino y valioso—. Tu mujer me va a matar.
—¡Tranquila, Nola! —me calmó Adolfo—. Que sé guardar un secreto. Seré tan discreto como un confesor. Y no estabas errada al pensar en el festival. Es que en los dos últimos años Madi obtuvo mejores ofertas que las visitantes, circunstancia que podría no repetirse… —insinuó.
—¡Entonces no me presentaré! No quiero malquistarme con nadie —afirmé.
Él no trató de convencerme, sólo me miró con esa sonrisa bonachona que lo hacía tan confiable.
—¡Nola! —Elisa me hacía señas desde la puerta—. ¿Podés venir, querida?
—Chau, Adolfo —me despedí con voz lúgubre y arranqué hacia la casa escoltada por el sonido de su risa.
En la entrada me crucé con César que abandonaba la vivienda familiar. Le hice un vago gesto de saludo porque iba rumiando cómo les comunicaría a las mujeres mi deserción.
—¡Esperá! —me detuvo—. ¿Se van a quedar a comer acá?
Le eché una mirada dubitativa. Después de la bomba que iba a arrojar, dudaba que Julia quisiera compartir la mesa conmigo. Sin embargo, le respondí con una evasiva:
—No sé… depende de tu tía.
—En ese caso, decile a la tía que las espero para almorzar —me encomendó recalcando el plural.
—Dalo por hecho —contesté entrando a la estancia.
No hice más que cerrar la puerta cuando me percaté de que alguien me esperaba. Era Madi, alejada del corrillo instalado en la sala del fondo. Debo decir que tenía un aire guerrero que no me amilanó sino que despertó mi curiosidad. Esta vez nos medimos las dos de igual a igual. Esperé a que hablara:
—No sé que te habrán contado las hermanas —dijo desdeñosa— pero deberían haberte aclarado que desde hace dos años ninguna forastera es el premio mayor de la subasta. Te lo anticipo para evitarte la misma decepción que se llevaron las anteriores —aconsejó con suficiencia.
Eligió el camino equivocado. Yo no presumo de peleadora, pero bravuconadas como la de Madi despiertan una veta obstinada de mi carácter que me empuja a la contienda. Además -me dije- no es más que un juego y a mí me atraen los desafíos, y si sumaba a la arrogante muchacha haciéndome un desplante inmerecido, justificaba la determinación de no apartarme del acuerdo. Le sonreí con dulzura antes de responderle:
—Gracias, Madi. No esperaba menos que esta actitud caritativa de tu parte. Pero mi papá me enseñó que en la cancha se ven los pingos —me reí como una tonta—. Conocerás el dicho campero, ¿no? —y me dirigí hacia donde estaba el grupo, cancelando la decisión de renunciar.
A las doce había elegido mi atuendo y sus accesorios incluidas unas bellas y altísimas sandalias de fino taco sobre las que dudaba mantener el equilibrio. Declinamos la invitación al almuerzo porque me acordé de transmitirle a Elisa el expreso pedido de su sobrino. Adolfo me despidió con un beso en la mejilla y un guiño cómplice como si me hubiera inspirado el cambio de rumbo. Mi acompañante estaba eufórica por la buena disposición de las residentes para resolver mi escasez de vestimenta:
—¿No son un tesoro? Capaces de sacrificar el estreno de su mejor ropa para beneficio de la colectividad. Y tratándose de mujeres, es una conducta superlativa —ponderó.
—Sí —dije escuetamente, porque no quería polemizar acerca del comportamiento de mi declarada rival que satirizó cada una de mis elecciones.
—Bueno —dijo después de una pausa—. Supongo que te debo disculpas en nombre de todas por la impropia conducta de Madi…
—No me deben nada —la interrumpí para que no se afligiera—. Si algo me hubiera molestado no se me ocurriría hacerles cargo a ustedes. Es una adulta —rubriqué. En tono más distendido, le pregunté—: ¿Y a vos qué te pareció mi selección?
—¡Estupenda! Vas a dejar a varios machos con los ojos estrábicos —se regocijó.
Bromeando, entramos a la confitería y, después de saludar a Delia, nos ubicamos en la mesa de César. No lo esperamos demasiado. Sentado enfrente de nosotras, se dedicó a contemplarnos con placidez.
—¿Se puede saber a qué se debe esta invitación? —indagó Elisa.
—A que no puedo vivir sin las dos —declaró con esa sonrisa que lo hacía tan atractivo—, y a retribuirles el festín nocturno.
—Sin las dos… —ironizó la tía. Él rió y le guiñó un ojo. Ella concluyó—: En cuanto a la cena, es exclusivo mérito de Nola. Ni siquiera permitió que la ayudara.
—Y como recompensa me matás de hambre —protesté para suspender el intercambio intimista de mis acompañantes.
César se levantó riendo y se dirigió al exhibidor de platos calientes.
—No sé cómo lo lograste, pero este hombre derrocha alegría cuando están juntos —señaló Elisa.
—Ah… Es que debe divertirse con mis arranques inesperados —aventuré—. Y es algo que no puedo evitar… — admití contrita.
—Me refiero a que estimulaste un comportamiento más distendido a una personalidad arraigada en el análisis del entorno y las conductas —insistió mi amiga.
—Entonces ha desperdiciado su talento en disparates —dije testaruda.
Ella rió con tanto desparpajo que terminó arrancándome una sonrisa.
—A mí también me alegraste la vida —atestiguó presionando mi mano con cariño.
Nos quedamos mirándonos con el afecto que la convivencia había originado entre ambas; significativo pese a la brevedad del trato. César, secundando a Delia, trajo los platos y nos sustrajo del reconocimiento recíproco. Terminamos de almorzar sin que nos hubiera hecho confesar, ni aún bajo amenaza de arresto, nuestra actividad en la estancia materna. Nos acompañó hasta la casa de Elisa y, cuando cerramos la puerta tras él, puse en duda su ignorancia del proyecto:
—No puedo creer que César desconozca el evento de mañana. Se ha estado burlando de nosotras —dije acusadora.
—Por supuesto que está al tanto —admitió—. Sólo se estaba divirtiendo. Jamás asistió a ninguna subasta porque no acuerda con el método. Lo que no sabe, es que vas a participar.
—¿Y eso marcaría alguna diferencia? —inquirí.
—No lo sé, Nola. César es un individuo de convicciones firmes. Me inclino a pensar que trataría de disuadirte —aventuró.
—No veo por qué —declaré. Sin ganas de continuar con la charla, le dije a Elisa—: estoy cansada. Me gustaría acostarme un rato.
—¡Pero sí, criatura! El medirte tanta ropa debió ser agotador —reconoció—. No te preocupés por la hora que yo pongo el despertador.
La di un beso y me fui para el dormitorio. Me sentía decepcionada por la ausencia de César. En mi fuero íntimo deseaba deslumbrarlo con mi nueva apariencia. Tuve que reconocer lo mucho que me atraía y que su ocupación no desmerecía al hombre que estaba descubriendo.

X
Elisa me llamó a las seis. Se estaba alistando para concurrir a una charla sobre meditación trascendental que dictaban en la sala de actos de la escuela. Rehusé su invitación porque no era un tema que me atrajera y decidí llegarme hasta la comisaría para aceptar el postergado café con Alonso. Claro que también esperaba encontrar al comisario. Nos despedimos en la puerta y yo caminé hasta el edificio policial. Allí sólo encontré al subcomisario que celebró la visita:
—¡Nola! Creí que se había olvidado de este pobre servidor —bromeó.
—¿De mi protector? ¡Nunca! —dije besándolo en la mejilla—. Vine a compartir su café.
Lo tomamos en la pequeña cocina de la repartición. Al pasar detrás del mostrador de recepción, no dejé de observar el orden y la limpieza que imperaban en la oficina. Escritorios libres de papeles, estanterías con carpetas sistematizadas, talonarios prolijamente acomodados.
—¿Se ocupan ustedes del mantenimiento de la oficina? —pregunté.
—No. Una mujer viene tres veces por semana para limpiar y tenemos una secretaria que goza de licencia hasta el lunes —me informó.
Supe que la empleada se llamaba Rosa, que tenía cincuenta años y que solía reñirlos cuando dejaban las cosas fuera de lugar.
—Por lo demás, es incondicional del comisario. Lo quiere como si fuera un hijo y lo persigue para que formalice de una buena vez.
—¡Ah…! Tiene una relación —repetí interiormente desilusionada.
—Pues no. Es una expresión de deseo de Rosa, que piensa que ya debiera tener una relación seria.
—Bueno —dije aliviada—, será que aún no se enamoró.
Alonso sonrió y me miró a los ojos:
—Creo que ya está en ello —garantizó.
—¿Y Sombra? —averigüé para ocultar mi incomprensible turbación.
—Con el comisario. Está supervisando los últimos detalles de su casa.
—¿Quién, Sombra? —me reí, absurdamente feliz.
El hombre me acompañó con una risotada amistosa después de lo cual me despedí. Volví a mi alojamiento sin haber visto a César pero con la primicia de que no tenía una pareja formal. Elisa me encontró montada sobre las extravagantes sandalias cuya altura estaba a punto de dominar. Anduve con garbo a su alrededor sin dar traspié y después me senté, con un suspiro de alivio, para quitármelas.
—Tenía que asegurarme de no hacer un papelón —dije estirando los dedos de mis pies.
—Te veías muy airosa, y ese calzado es lo que realza al vestido. Vas a dar que hablar, querida —dijo satisfecha—. ¿Qué estuviste haciendo?
—Tomando café y charlando con Alonso —contesté.
—¿Lo viste a César?
—No. Estaba controlando los últimos toques de mi casa. Pronto dejaré de ser un incordio para vos —le aseguré.
—¡No digas eso, Nola! Que esta casa parecerá vacía sin tu presencia. Si por mi fuera te daría alojamiento permanente —dijo conmovida.
No pude menos que abrazarla. Habíamos consolidado un vínculo de amistad independiente del tiempo y también a mí se me hacía costoso dejarla. La consolé:
—Nos visitaremos mutuamente. Yo vendré a tu casa y vos a la mía. ¡Estamos en el mismo planeta, amiga! —la sacudí por los hombros riendo.
La hice sonreír. Colgó el bolso y me comentó detalles sobre la conferencia a la que había asistido hasta que el teléfono nos interrumpió. Era César que pedía hablar conmigo.
—Hola, Nola. Vengo de tu casa y te comunico que mañana mismo podés mudarte —su voz sonaba complacida.
—¡Gracias, César! Has sido muy diligente… —resalté burlona.
—Chica impertinente —masculló con indulgencia—. También tenés tu computadora y todos los muebles reparados. ¿Querés que lo hagamos mañana a la mañana?
Mañana era el gran día. Había pasado suficiente tiempo para que postergarlo hasta el sábado no hiciera diferencia.
—Mejor el sábado, César —decidí.
—Creí que estabas ansiosa por volver a tu casa —dijo extrañado.
—Sí. Pero mañana voy a concurrir a un evento con tu tía y será más cómodo estar en el pueblo —le expliqué.
—¡Ah…! La famosa kermés —manifestó con un atisbo de ironía.
—¿Vas a ir? —pregunté a sabiendas.
—No es de mi interés. Dejamos entonces el traslado para el sábado —confirmó.
—Quedamos así. Chau, César.
Cuando colgué, Elisa no estaba a la vista. La busqué en la cocina adonde se esmeraba preparando una cena fría para las dos. Mientras terminaba, me comuniqué con mi familia y acordamos que vendrían a Rioseco la semana siguiente a mi mudanza.
—De modo que te vas este fin de semana —me dijo cuando nos sentamos a comer.
—Es que lo perseguí tanto a César que ya quería reubicarme mañana mismo. Me instalaré el sábado y el domingo serás mi primera invitada. Te vendré a buscar con el auto y como vamos a festejar hasta tarde, te quedás a dormir. ¿Qué te parece? —propuse entusiasmada.
—Que sos un tesoro —rió—. Así será más fácil no echarte de menos.
Nos acostamos a las diez y tardé en dormirme enredada en la maraña de sensaciones que me provocaba el día venidero. En mi universo interno padres y hermanos censuraban mi indecorosa decisión, César reprobaba mi ligereza y Madi disfrutaba de un aparatoso triunfo. Me repetí hasta el hartazgo que no era más que un entretenimiento y me convencí a medias entrada la medianoche. Me desperté a las siete y aventé los fantasmas nocturnos producto de mi superyó. Después de vestirme pasé a la cocina y preparé café y tostadas para consentir a Elisa. Estaba disfrutando de un pocillo de mi infusión preferida cuando se presentó en la estancia:
—¡Qué sorpresa, madrugadora! —exclamó dándome un beso—. No esperaba este agasajo.
—Te lo debía —dije riendo—. Tantas atenciones me están convirtiendo en una holgazana—. Pero ahora dame detalles de la subasta —pedí con ansiedad.
—La reunión se hace en la sala de actos del club. Hay un maestro de ceremonias que se encarga de presentar a las participantes. Es probable que te pida decir unas palabras…
—¡No…! —exclamé, interrumpiendo su exposición—. Me moriré de vergüenza. ¿Qué voy a decir?
—Oh… Cualquier cosa. Que estás satisfecha de contribuir a una causa noble o algo por el estilo. Nadie espera un discurso sesudo de una chica bonita —acotó risueña—. Bueno, a continuación comienza la puja. Después de la adjudicación al mejor postor, la joven es recibida al pie del proscenio por el ganador y se ubican en un sector exclusivo a la espera del final de la subasta. A continuación se labra un acta notarial para dejar constancia del monto y empleo de los fondos y se pasa al salón de fiestas para cenar y terminar la noche. En cuanto a las parejas producto del concurso, cada comprador elige el restaurante para compartir la velada con su adquisición —resumió.
—¿Cuántas vamos a ser? —dije inquieta.
—Diez —me contestó muy tranquila.
—¿Y no puedo ser la última? Así me voy fogueando… —rogué.
—¡Vamos, Nola! Que no se diga que un puñado de pueblerinos intimida a una hija de la ciudad —argumentó jocosa.
La pícara Elisa sabía como manipularme. Como dije, yo no era pendenciera, pero tampoco rehuía los desafíos. Me puse de pie y le pregunté:
—¿Qué hacemos de aquí a la noche?
—Podríamos visitar a Julia para responder a su invitación y sosegarla. Aunque no lo demuestre, mi hermanita es tan ansiosa que tu presencia pondrá paños fríos a su impaciencia —propuso.
Me pareció bien. Aún era temprano para presentarnos en su casa, de modo que me dediqué a revisar mi correo y responder la correspondencia atrasada. Partimos a las nueve y media con un postre helado que insistí en llevar como obsequio. Manejé sin apremio, disfrutando del paisaje y del cálido día soleado. Elisa miró el horizonte y comentó:
—Espero que no llueva esta noche, nos fastidiaría la fiesta.
—El cielo está despejado —acoté oteando el espacio—. No veo ninguna amenaza de tormenta. ¿Por qué lo decís? —quise saber.
—Son sensaciones, Nola. Un destello inapreciable, un vago aroma, muchas veces me anticipan la proximidad de un temporal. Pero no siempre el mismo día. Es posible que ocurra mañana —me tranquilizó.
A mí no me importaba demasiado que lloviera. Tenía el auto, paraguas y el club estaba a pocas cuadras de la casa de Elisa. Después estaríamos bajo techo. Esta reflexión me disparó la imagen de mi casa adonde no había tenido la oportunidad de disfrutar de ninguna tormenta. Esta manifestación de la Naturaleza me cautivaba, despertando en mi mente ecos ancestrales donde el ser humano reverenciaba los fenómenos fuera de su comprensión. Me detuve frente a la tranquera hasta ser reconocidas y franqueada la entrada. Julia, como en la visita anterior, nos esperaba en la puerta.
—¡Bienvenidas! —exclamó antes de abrazarnos y besarnos—. Nola —dijo apoyando las manos sobre mis hombros—, ¿aún no te arrepentiste?
Yo largué una carcajada y le mostré mis palmas vacías:
—No traigo nada para devolverte, así que el compromiso sigue en pie.
La confianza iluminó su rostro y nos instó a pasar. Nos ubicamos en el saloncito adonde nos ofreció café y algunos dulces caseros.
—Me dijo César de que vas a empezar el profesorado de Filosofía. Desde ya te garantizo toda mi colaboración amén de la bibliografía que te haga falta —manifestó con generosidad.
—¡Gracias, Julia! No desaprovecharé semejante oferta —agradecí con calor.
Al mediodía nos trasladamos al salón grande adonde ya estaba preparada la mesa y aguardamos la llegada de Adolfo y sus hijos. Los dos mayores estaban casados, pero hoy compartían el almuerzo paterno por razones de trabajo. Juan Manuel, el mayor, era veterinario y se ocupaba del control de la hacienda; y Gastón, ingeniero agrónomo, del cuidado de los cultivos. El marido de Julia me abrazó y besó como si nos conociéramos de toda la vida y me presentó a sus primogénitos. Ambos combinaban las características genéticas de ambos padres a diferencia de César que tenía un rotundo parecido con su progenitor.
—¡Ah…! La encantadora Nola —dijo Juan Manuel como si le hubieran hablado de mí—. Si te presentaras en la subasta pujaría por vos.
—Alguna vez lo haré —aseguré sin perder la calma y retribuyendo su beso—, y espero que recuerdes tus palabras.
Se apartó riendo para que Gastón me saludara y después nos sentamos a comer. El almuerzo transcurrió armoniosamente, salpicado por las anécdotas de los hombres que buscaban satisfacer mi curiosidad acerca de sus labores en la granja. A las tres y media se despidieron los más jóvenes prometiendo a su madre asistir a la reunión.
—Tomemos el café afuera —propuso Julia.
Adolfo y yo esperamos a las hermanas en el jardín. Me recosté en el cómodo sillón relajada por la ingesta y el pacífico ambiente. El padre de César me observaba en silencio y yo no sentía la obligación de llenar ese vacío con palabras tal era el bienestar que me embargaba. Antes de que volvieran las mujeres, me dijo:
—Ya he sido impuesto por mi mujercita de tu participación en la subasta.
—¡Ah…! —exclamé como sorprendida—. ¿Y a qué se debe ese privilegio?
—A que seré tu chofer —sonrió—. ¿Cómo lo estás sobrellevando?
—Después de la amonestación de Elisa, con espíritu ganador —declamé.
—¡Jajá! —barbotó divertido—. Espero que su ímpetu no te haya ofendido. Es una buena mujer.
—Ya lo sé —hice un gesto de consenso—. Entendí que su alegato pretendía alentarme. ¡Y por cierto que lo hizo…! —reí—, así que esta noche presenciarás cómo se planta una mujer de la ciudad.
—¡No me lo perdería por nada del mundo, muchacha! —certificó con una risotada.
Interrumpimos la diversión para beber el café y, poco después, Elisa y yo nos despedimos hasta la noche. Ella insistió en que tomáramos una siesta para que yo luciera descansada, de la cual nos levantamos a las seis. A partir de ese momento se convirtió en mi asistente. No me permitió ninguna distracción, ni siquiera pasar a la cocina para beber una infusión. Me la trajo al dormitorio precisando que no debía perder la concentración, lo que me arrancó un comentario:
—Elisa, ¿interpreté que era un remate en lugar de una corrida de toros? —consulté con cara de despistada.
Mi exabrupto la hizo reaccionar. Se sentó al borde de la cama y nos reímos juntas. Deslicé el vestido por mi cabeza y recurrí a su ayuda para cerrarlo en la espalda. Descalza, el ruedo descansaba sobre el piso. Me puse las sandalias y adelanté una pierna por vez para que asomaran por los tajos laterales. Después me observé de cuerpo entero y admití que podía identificarme con esa imagen de mujer atractiva y sensual que me devolvía el espejo. Completé el equipo con algunos accesorios, cepillé mi pelo, me perfumé y me maquillé ligeramente. Me volví hacia Elisa que había observado todo el ritual en silencio y le pregunté:
—¿Cómo me ves?
—Nadie te podrá igualar esta noche —dijo embelesada.
—Ahora que has puesto mi autoestima por las nubes, preparate vos que en un rato nos pasan a buscar —la movilicé.
A las ocho y media se anunciaron Adolfo y Julia. Me eché un último vistazo y añoré la mirada masculina que le daría significado a mi manifiesta femineidad.

XI

Los padres de César estaban dialogando con Elisa cuando hice mi entrada. Adolfo se adelantó y me tomó de las manos con gesto de aprobación.
—Lo declaro delante de testigos —dijo enfático—: Esta noche me quedo con el premio mayor.
—Te quiero ver, tacaño. El pueblo entero te ovacionará —dijo Julia riendo mientras venía a saludarme. Me midió de pies a cabeza—: Estás preciosa, Nola. Confío en que la recaudación será un éxito.
—No lo dudo —aventuré—. Porque aquí hay un caballero que ya se comprometió.
No tardamos en salir. Recién cuando subí al auto me enfrenté a la inminente concreción del desafío que había aceptado. Un mes atrás mi única preocupación consistía en terminar mi casita y encontrar alguna actividad rentable. Había hecho nuevos amigos, me había insertado con naturalidad en un nuevo ambiente y ahora me sentía responsable de que la escuela secundaria se levantara. Mi estómago empezó a cerrarse con la amenaza de propagarse a la garganta. Respiré hondo y sentí la mano de Elisa apretar la mía como si supiera lo necesitada que estaba de una transfusión de confianza. Pensé lo bien que se sentiría un abrazo consolador de su sobrino y me reí del intento de engañarme a mí misma porque yo anhelaba otro tipo de abrazo. Accedimos al club por una entrada lateral que conducía a los vestuarios detrás del escenario adonde esperaban varias de las participantes. Tuve un recibimiento tan efusivo que me olvidé pronto de mis aprensiones. A las nueve de la noche sólo faltaba Madi que hizo su entrada triunfal rebasada la hora de presentación. Debo reconocer que estaba espléndida y que yo sólo la aventajaba por ser novedad. Opuse una sonrisa a su gesto esquivo y la desconcerté con alabanzas. Después de todo, pensé, estamos con un objetivo común. El jefe de ceremonial nos reunió a todas y nos explicó lo que ya me había anticipado Elisa. Nos arengó para que exhibiéramos una actitud positiva como si fuera entrenador de un equipo deportivo, lo que liberó una risita nerviosa de mi parte. Me disculpé con el pobre hombre que me miró molesto pensando, con seguridad, que yo no era digna de ocupar el primer puesto. Después de la última revisión, se abrió paso hacia el escenario y comenzó la ceremonia:
—Honorables residentes de Rioseco, está por dar comienzo la decimonona subasta en beneficio de la ampliación de la escuela primaria de la localidad. La reglamentación de la misma les ha sido entregada y firmada por ustedes en prueba de conformidad. Este año, entre las jóvenes de reconocida belleza que residen en esta jurisdicción, contamos con la presencia de una flamante vecina que generosamente nos brinda su colaboración: ¡la señorita Nola García! ¡Recíbanla como se merece y demuéstrenlo en la puja!
El estruendo de aplausos y silbidos me paralizó.
—¡Te toca salir! —dijo una de las chicas empujándome hacia el frente.
Absorbí aire como para bucear horas y caminé hacia los dos ayudantes que abrirían el cortinado para mi aparición. Las muestras de entusiasmo se renovaron cuando me acerqué al presentador. Por suerte la sala estaba apenas iluminada y los focos del borde del tablado desdibujaban las facciones de los concurrentes.
—Nola, tal vez quieras dirigir unas palabras a quienes participarán de la propuesta —dijo el animador tendiéndome el micrófono.
Lo tomé un poco temblorosa, mordisqueé el extremo de mi labio inferior como cuando estoy insegura y expuse:
—Hola a todos. Sé que están acá porque todos guardan la ilusión de tener su escuela secundaria propia. Aunque no comprenda bien por qué no constituyen un fondo comunitario con el dinero que hoy apostarán, los invito a que honren con sus ofertas a quienes participamos en la subasta. ¡Gracias! —cerré con una sonrisa y devolví el micrófono al versátil maestro de ceremonias, entrenador y ahora martillero.
—¡Es hora de pujar! —gritó al púbico.
—¡Dos mil pesos! —era la voz de un jovenzuelo.
—¡Tres mil!
—¡Cinco mil! —reconocí la voz de Adolfo y reí francamente.
—¡Siete mil! —¿será Juan Manuel?, me pregunté.
El rematador azuzaba al público con entusiasmo. Cuando Adolfo ofreció diez mil yo estaba satisfecha con mi precio. ¡Dos computadoras!, aquilaté.
—¡Quince mil! —puse cara de asombro y me esforcé por ver al postulante.
—¡Veinte mil! —Adolfo de nuevo.
Yo estaba en las nubes. No cualquiera puede comprobar lo que vale. Seguro que mi mamá diría “nena, te conformás con tan poco… acordate de la película en la que ofrecían un millón de dólares”. Pero estábamos en el mundo real y mi única obligación era corresponder con una cena. La siguiente oferta me aceleró el pulso:
—¡Cincuenta mil!
Reconocería esa voz en medio de cualquier cataclismo. Mi sonrisa divertida se fue desvaneciendo como las voces del salón. El silencio fue un largo paréntesis que cerró el martillero al grito de “¿quién da más?”. Contó hasta tres y me adjudicó a César. Yo no salía de mi asombro porque nunca imaginé -aunque lo deseara- su presencia.
—Nola —dijo el hombre— ¿se acercaría a la escalera para ser recibida por su comprador?
Todavía con el corazón alborotado me deslicé hasta el borde del escenario. Al bajar el primer escalón pude distinguirlo fuera del resplandor de los spots que bordeaban el proscenio. Tomé la mano que me extendía y dije en voz baja:
—Estás loco…
—Sí. Por vos —asintió en el mismo tono.
No sé si fue su declaración la que me hizo perder el equilibrio o una hendidura en el escalón adonde se enganchó un taco. Mi pie derecho quedó frenado y me precipité hacia delante con un grito manoteando el único asidero cercano: el cuello de César. Él se inclinó levemente y soltó mi extremidad para pasar sus brazos tras mi espalda y mis rodillas. Resguardada sobre su pecho, apoyé mi frente contra su camisa:
—¡Dios mío, César! Nunca me voy a reponer de esta humillación —gemí—. Bajame, por favor…
—No vas a caminar calzada en un solo pie —me dijo—. Te llevo al sector de espera.
Yo imité al avestruz, escondiendo la cara como si nadie pudiera verme. El rió suavemente y me estrechó un poco más. Cuando se detuvo, me aflojé para que me depositara en una de las butacas de la primera fila.
—El zapato, César —susurré.
Se volvió hacia la escalerilla y volvió, para mi alivio, con la sandalia en una sola pieza. Se arrodilló para calzármela y lo escuché decir:
—¿No es ésta la postura adecuada para pedir tu mano? —levantó la cabeza y buscó mis ojos.
Exhalé una risa de sorpresa que se silenció al escrutar su mirada anhelante. ¿Acaso no había soñado con estar en sus brazos? Pero era un sueño personal que prescindía del deseo ajeno que ahora, al manifestarse, me arrojaba a una realidad inexplorada. Mis agarrotadas cuerdas vocales impedían cualquier respuesta que pudiera darle, de modo que aparté la vista esperando algún suceso que me librara de contestarle. La presencia de Madi sobre el escenario me rescató de la parálisis:
—¡Sentate! —demandé—. Continúa el espectáculo.
Él se incorporó riendo, se sentó a mi lado y me deslizó al oído:
—Tramposa…
Me concentré en el remate. Madi pasó a valer cuarenta mil pesos y las otras participantes entre treinta y treinta y cinco mil. Cuando terminó, se firmó el acta por los trescientos cuarenta mil recaudados y su asignación. El aplauso de los presentes fue prolongado, dando cuenta del éxito de la subasta. Nos levantamos y César me ofreció su brazo para dirigirnos a la salida. La ceremonia contemplaba que las parejas abandonaran el salón antes que los concurrentes quienes nos aplaudían calurosamente a medida que desfilábamos. En la segunda fila se habían ubicado todos los parientes de César, lo que me produjo un sofocón imaginando que podrían haber escuchado su desvarío. Esperamos en la recepción a que se desocupara la sala y los conocidos se unieran a nosotros. Las primeras en llegar fueron las mujeres. Elisa y Julia me abrazaron al mismo tiempo:
—¡Nola! ¡Has superado todas nuestras expectativas! —exclamó la madre de César premiándome con un beso.
—¡Pero si yo no puse la plata! —reí.
—Pero propiciaste la apertura de bolsa de todos estos agarrados —declaró convencida mientras tomaba del brazo a su hijo menor—: ¿y tus principios adónde fueron a parar? —le preguntó con mordacidad.
Él la abrazó y le dio un beso en la sien. También le dijo algo al oído que le granjeó un abrazo de Julia. En tanto, Adolfo intentaba justificarse por no haber perseverado en la puja:
—Querida niña, mi intención era llegar hasta el final si el alcornoque de mi hijo no se hubiera interpuesto. ¿Podrás perdonarme? —dijo pesaroso.
—Puedo colocarme en su lugar, caballero —le aseguré graciosamente.
—Sólo tu encanto podría poner de cabeza a ese muchacho… —murmuró con un gesto de aprobación—. Vamos, Nola —me instó haciéndose cargo de mi turbación—. Te presentaré al resto de la familia.
Caminé detrás de él rogando que en mis mejillas se apagara el fuego que había encendido su apreciación. Tanto la mujer de Juan Manuel como la de Gastón me recibieron con cordialidad y bromearon acerca de la fragilidad de algunos dogmas masculinos ante una mujer bonita. Nos reímos con cierta complicidad porque eran mis pares y hablaban sin malicia. César soportó sus pullas con estoicismo cuando vino a buscarme para seleccionar el restaurante de la cena.
—Quiero que comamos juntos, Nola. Pero no quiero alejarme de la comisaría. ¿Qué te parece si cenamos acá y nos sacudimos cuatro pares de ojos que vigilarán cada uno de nuestros movimientos? —me propuso antes de dejar asentada nuestra elección.
—Me gusta este lugar —admití—. Además ya me repuse del bochorno de la caída.
—¡Estupendo! —se alegró—. Mientras comunico nuestra decisión, avisale a papá que nos quedamos en el club.
Fue una velada inolvidable. Después de cenar agruparon las mesas para conformar una pista de baile al costado de la cual se instaló una banda juvenil. Gina, la mujer de Juan Manuel y Melina, la de Gastón, intentaron arrastrar sin éxito a sus hombres y se conformaron conmigo. Yo ni siquiera hice el ensayo de invitar a César porque la música estridente –a mi entender- no requiere pareja. Media hora después de sacudirnos con distintos ritmos, mi comprador se unió al grupo. Reconozco que se movía con cierta gracia entre la turbulencia del ruido que no permitía más que intercambio de miradas. Una pieza después, los músicos se despidieron para tomar un refrigerio. Yo me dispuse a volver a la mesa pero César me cortó la retirada rodeándome la cintura con sus brazos. El mudo interrogante de mis ojos se fusionó con las primeras notas de un tema de Chico Novarro. Me reí mientras me dejaba guiar por mi acompañante. La banda había sido reemplazada por un equipo de sonido que difundía temas lentos y románticos. Varias parejas fueron llenando la pista mientras adecuaban las luces al nuevo ritmo. Nos movíamos lentamente, concientes de la cercanía de nuestros cuerpos. La incipiente barba de César raspaba mi mejilla y su aliento entibiaba mi pelo. Mi brazo izquierdo descansó sobre su hombro  y su mano sostuvo mi diestra contra su pecho. Sentí el calor de su palma apoyada sobre mi cintura descubierta y una ola de sensualidad me invadió al imaginar su tacto sobre mi piel. Me aflojé contra él, desfallecida por la intuición de una ardiente intimidad. Mi abandono lo sacudió. Su brazo me ciñó con más fuerza y separó su rostro para encadenar su mirada a la mía. Ante la inminencia del beso, recliné la frente sobre su torso.
—Nola… —murmuró con voz estrangulada posando sus labios sobre mi cabeza.
—Volvamos a la mesa —balbuceé contra su corazón.
Él respiró hondo y produjo una risa apagada.
—Apenas me vea decoroso —dijo apartándose.
Yo no necesitaba aclaraciones porque había percibido la metamorfosis de su cuerpo pegado al mío. La distancia me posibilitó compartir su trance con una sonrisa traviesa.
—No me mires así que voy a perder la poca cordura que me queda —me advirtió entre dientes.
Me atajó después de varios giros extravagantes y me escoltó hasta la mesa adonde sólo quedaba Elisa.
—¿Se cansaron de bailar? —la pregunta iba dirigida a César.
El timbre del celular le ahorró la respuesta.
—Sí Alonso. Estoy yendo —se volvió hacia nosotras—: El deber me llama —me miró con ansiedad contenida—: ¿Te paso a buscar, Nola?
—Sí. Mañana como quedamos —le dije sin atender al reclamo de sus ojos.
Por un momento se quedó inmóvil y en silencio. Después asintió con un gesto.
—¿A las diez? —dijo.
—Estaré lista —contesté.
Dio la vuelta y se fue. Elisa y yo nos quedamos observando a los bailarines y disfrutando de la música. La pausa terminó con la llegada de los miembros de la familia.
—¿César se fue? —preguntó Julia.
—Lo llamaron de la comisaría —contestó su hermana—. Nola y yo nos vamos porque mañana le toca la mudanza y debe madrugar —informó.
La decisión inconsulta no me molestó porque la tensión acumulada durante el día me estaba cobrando tributo. Suspiraba por una cama para dormir como antes la había codiciado con César. Adolfo y Julia nos llevaron a casa de Elisa y se brindaron para colaborar con el traslado. Les agradecí y les aclaré que sólo debía transportar una valija. A las dos de la mañana me di una ducha relajante y media hora después estaba profundamente dormida.

XII
Me desperté a las nueve con la alarma del celular. Junté mis cosas, las acomodé en la maleta y busqué a Elisa con la intención de invitarla a desayunar. Ella me esperaba en la cocina con el café preparado.
—¡Buen día! —saludé con una sonrisa y un beso.
—¡Buen día, querida! ¿Descansaste? —preguntó mientras me estiraba un pocillo.
—Sin sobresaltos —aseguré—. Ya tengo el equipaje listo.
—No hemos tenido tiempo de comentar la fiesta de anoche —consideró, ignorando mi comentario.
—Entendí que fue una excelente recaudación —dije.
Elisa sonrió y me observó con tolerancia. Su mirada anticipaba el tenor de la conversación. Me preparé una tostada en silencio concediéndole la competencia del asunto a tratar.
—Fue un éxito —asintió al cabo—, aunque no esperaba que el detonante fuera el más acérrimo detractor de la competencia —hizo una pausa—. ¿Te sorprendió?
—Tanto como a vos —asentí.
—Elaboré las más disparatadas teorías para explicar su conducta —continuó—, y me quedé con la más elemental: está enamorado de vos —lo explicitó por si yo no lo entendía.
—Te estás anticipando a definir lo que siente. Podrías decir que le gusto, que me desea, pero no que me ama —alegué cautelosa.
—Me voy a reservar mi opinión porque la tozudez es sinónimo de fundamentalismo —dijo con placidez—, pero vos ¿qué sentís por él?
¿Cómo confesarle a la tía de un hombre, con la cual compartía un nexo amistoso, que había delirado por sus caricias? Tenía muchas cosas que replantearme con respecto a César antes de dejarme arrastrar por mis impulsos. Fui tan veraz como me lo pude permitir:
—Me atrae tanto que no puedo discernir lo que siento. Y no quiero equivocarme Elisa, por mí y por él… —mi voz sonó desvalida.
—¡Oh, Nola! —dijo conmovida—. ¿Por qué no te permitís ser más espontánea? Cuando un hombre y una mujer se gustan los razonamientos sobran. ¿Acaso nunca concretaste una relación?
La miré molesta. No iría a pensar que aún era virgen…
—¡Por supuesto que sí! —exclamé ceñuda.
—¿Y qué te detiene con César? —dijo inflexible.
—¡Que me perturba, que es tu sobrino, que no quiero dañarlo ni salir dañada, que me gusta este lugar para vivir, que simpatizo con tu familia y que no deseo malograrlo! —terminé sin aliento.
Elisa se levantó de un salto y me abrazó. Suspiré sobre su cálido pecho mientras escuchaba sus palabras confortantes:
—¡Te entiendo, te entiendo, querida…! Perdoná a esta vieja metida pero bienintencionada. ¿Cómo puedo ayudarte? —dijo ansiosa.
—¡Venite conmigo este fin de semana! —supliqué—. A solas con César podría olvidar todos mis escrúpulos, pero tu presencia contribuirá a que recupere la sensatez.
—Y a que pierda un sobrino —acotó de buen humor.
—No digas eso… —me quejé suavemente.
El timbre de la calle nos sobresaltó. El reloj colgado en la pared marcaba las diez, hora fijada por César para venir a buscarme. Elisa salió a recibirlo y regresó rodeada por el brazo de su sobrino. Él sonreía con afecto escuchando las palabras de su tía y detuvo la mirada en mí antes de saludarme:
—Buen día, Nola. ¿Preparada?
—Yo sí. Pero deberemos esperar a que Elisa arme su bolso —dije—. Es mi invitada del fin de semana.
César no perdió la sonrisa aunque expresó su desconcierto con una pregunta:
—¿Y cuándo lo decidieron?
—Anoche —mentí sin recato.
Elisa agachó la cabeza y anunció que se iba a preparar. Abrí la cartera y saqué una libreta y un bolígrafo. Me concentré en la lista de compras que pensaba acercar al almacén antes de irnos aparentando ignorar la sólida presencia de César, quien mantuvo silencio frente a mi descortés actitud. Cuando terminé, levanté la vista y me topé con su arrogante figura cruzada de brazos y el rictus divertido que curvaba sus labios.
—¿Hay algo en mí que te cause gracia? —dije sin poder contener mi carácter.
Se acodó sobre la mesa y me desafió con la mirada:
—Que seguís siendo una tramposa —puntualizó sin abandonar la sonrisa.
Me tragué la airada respuesta porque su tía estaba entrando en la estancia y, muy a mi pesar, debía reconocer que tenía razón. Arranqué la hoja de la libreta y les anuncié:
—Antes de irnos le voy a dejar el pedido a doña Lucía —hice ademán de levantar la valija pero César se adelantó.
—Yo la cargo —dijo—. Vos llevá la lista al almacén.
Cuando volví ya estaban Elisa y Sombra acomodados en el asiento trasero de modo que subí al lado del conductor. El perrazo apoyó la cabeza sobre mi hombro y me dedicó varios lengüetazos de cariño para huir de los cuales tuve que reclinarme sobre César. Él rió bajito y dijo quedamente:
—Buen perro…
Elisa lo apartó y yo me enderecé no antes de dirigirle una mirada de reconvención a su sobrino. Desde su posición aventajada, me devolvió un guiño burlón y arrancó el auto. Un aire tibio entraba por la ventanilla a medio cerrar y el firmamento estaba libre de nubes, por lo que me sorprendió el comentario de mi amiga:
—Hoy tendremos tormenta —aseveró.
—Pero el cielo está despejado… —alegué, repitiendo la misma expresión del día anterior.
—Si la tía anuncia lluvia salí con paraguas aunque brille el sol —rió César—. Nunca se equivoca.
—Ayer era una sensación imprecisa —agregó ella—, pero seguro que de hoy no pasa.
Yo escudriñé la bóveda azul sin poder descubrir los indicios que distinguía Elisa. De cualquier manera, me dije, la casa nos daría cobijo y sería la oportunidad de experimentar en mi hábitat el primer contacto con un temporal. Lo primero que me impactó fue la reja perimetral que encerraba la propiedad. César estacionó el coche y abrió el portón manipulando un control remoto. Hasta que bajamos, no pude exteriorizar mi asombro:
—¡Cesar! ¿Hiciste colocar una reja? —lo miré extasiada.
Él me contempló con tanto deleite que me congratulé de la presencia de su tía, porque de estar solos hubiera acabado en sus brazos. Una leve sonrisa curvó sus labios acompañando el imperceptible gesto de aquiescencia ante mi latente abdicación.
—Es una compensación extra para que nadie desconozca los límites de tu casa —dijo al fin—. Y ahora recorré el resto para ver si falta algo —me tendió la llave.
—¡Qué lindo chalet, Nola! —alabó Elisa que había asistido en silencio al intercambio entre César y yo—. No parece haber sufrido ningún daño.
—Debo reconocer que es mérito de tu sobrino que no descuidó ningún detalle — concedí lealmente.
Entré al amplio recinto de la planta baja y subí la escalera hasta dar con la puerta del dormitorio que ya no tenía vestigios de la violencia a que había sido sometida. Todo estaba reparado y en su lugar. Bajé los últimos escalones de un salto y le dediqué mi mejor sonrisa al comisario:
—¡Todo en orden! —exclamé satisfecha.
—Muy bien —celebró—. Hasta que te traigan las provisiones, en la alacena hay café, mate y galletitas y en la heladera algunas bebidas. Este es el control remoto del portón —me lo entregó—. Si no me necesitás, vuelvo a la comisaría.
—Creo que no abusaré más de tu tiempo. Elisa y yo estaremos muy bien —afirmé.
Salimos juntos al patio delantero adonde estaba su tía inspeccionando mis plantas. Sombra estaba tendido al lado del auto y se incorporó al vernos llegar. César, antes de subir, le hizo un ademán y el perro volvió a echarse.
—¿No te lo llevás? —interrogué.
—Te lo dejo en préstamo —sonrió—. Anotá el número de mi celular por si surge una emergencia —me lo dictó y yo lo agendé.
Elisa se acercó a saludarlo y él, cuando puso en marcha el vehículo, nos recomendó:
—Cuídense.
Lo observamos en silencio hasta que tomó la curva que desembocaba en la ruta. Su ausencia me provocó una sensación de melancolía como si el espacio vacío que quedaba tras él fuera una brecha para que ingresara la tristeza. La mirada perspicaz de Elisa me hizo reaccionar. La tomé del brazo y la arrastré hacia la casa:
—¿Mate o café? —le dije entre risas.

XIII
Fue mate en el patio. Saqué la mesa de hierro y dos sillones del cuarto de cachivaches –como lo llamaba Grego- y nos pusimos a matear al aire libre. Sombra se acercó para hacernos compañía y lo convidamos con unas galletitas.
—¡Ay, Elisa! —dije contrariada—. No sé si queda alimento para Sombra… —Caí en la cuenta de que me había confiado tanto a los cuidados de César que ni siquiera volví a pensar en mi vehículo estacionado frente a la casa de su tía—. Y no tengo el auto… —me lamenté.
—Llamalo a César —me aconsejó la criteriosa Elisa.
—No lo voy a molestar por eso. Adonde voy a llamar es al almacén para que agreguen al pedido una bolsa de alimento balanceado—dije con más criterio.
Hacia el mediodía algunas nubes atenuaban el resplandor solar. Cuando llegó el repartidor el firmamento se había agrisado. Acomodé los víveres y le puse una buena ración de comida a Sombra que no tardó en devorar. Para Elisa y para mí, preparé unas presas de pollo al horno con papas y una ensalada verde. A las dos de la tarde estábamos almorzando. Afuera, el viento se revolcaba entre las plantas como un pequeño felino.
—Voy a tener que dar crédito a tu talento meteorológico —le dije a Elisa—. Esta mañana hubiese apostado a que tendríamos un día límpido.
—Por las características, puede ser una tormenta con mucha lluvia y viento. Pero tu casita es muy sólida —afirmó con tranquilidad—. De no ser así, César nos habría impedido quedarnos.
—Mmm… —dije—. ¿Siempre es tan drástico?
Mi tonito sobrador la hizo reír. Se reclinó sobre el respaldo de la silla, levantó la copa de vino y la contempló al trasluz. Me contestó después de ingerir un trago:
—Es un hombre que cuida lo que quiere, Nola. Como lo hizo su abuelo… —alguna evocación suavizó sus facciones.
—¿Te referís al padre de Adolfo? —pregunté.
—Al mismo —asintió—. Sin él otro hubiera sido nuestro destino. Fue un gran amigo de mi padre y luchó por nosotras como si fuéramos de su sangre. Sabiendo que nuestros parientes sólo se acercaban por interés, los distrajo hasta que cumplí dieciocho años y estuve en condiciones de disponer de la herencia. Yo le firmé un poder para que se hiciera cargo de la hacienda y manejó las cosas con tanta habilidad que acrecentó nuestros bienes. Enfermó poco después de que naciera César y murió cuando su nieto tenía tres años —se levantó y fue a buscar su bolso. Sacó la billetera y me mostró una foto—: ¿Quién dirías que es? —me interrogó.
El rostro que me observaba desde su inmovilidad monocromática tanto se parecía a Adolfo como a César. Adiviné por la antigüedad del retrato:
—El abuelo de César. ¿Cómo se llamaba? —quise saber.
Elisa acarició la imagen con la mirada antes de volverla a su lugar. Su voz tembló al responderme:
—Juan Manuel…
—¿Estabas enamorada de él? —arriesgué atendiendo a una disparatada intuición.
Ella me miró como si regresara de lejos y yo esperé con calma la respuesta que preveía.
—Tu imaginación no tiene límites, ¿eh? —dijo sonriendo—. A nadie se le habría ocurrido semejante extravío. Él tenía cincuenta y tres años y yo diecisiete, me había visto crecer y estaba casado felizmente —hizo una pausa esperando, tal vez, que me desdijera. Pero yo estaba cada vez más segura de mi corazonada. La miré sin perturbarme.
—Me enamoré, sí —reconoció con un suspiro—, y es la primera vez que lo digo en voz alta. Podría haberme fijado en Adolfo, que tan parecido era a su padre, pero el amor no entiende de impedimentos. Lo quise a él, por su hombría y su bondad.
—¿Nunca…? —aventuré, dejando inconclusa la pregunta que ella comprendió.
—Cuando cumplí veinticuatro años la pasión me agobiaba. Hasta me atreví a soñar que enviudaba y me convertía en su mujer. Aunque no parezca, yo era muy atractiva y varios jóvenes me pretendían. Una noche, después de una reunión en su casa adonde me excedí con la bebida, me llevó hasta la mía. Julia se quedó porque tenía programada una cabalgata con Adolfo al otro día. Juan Manuel me preguntó por qué había rehusado bailar con un pretendiente siendo que se lo consideraba el mejor partido de la localidad. Y no pude más, Nola. Le confesé mis sentimientos como quien revela que padece una enfermedad mortal. El dolor y la vergüenza estallaron en un mar de lágrimas que derramé entre sus brazos consoladores. Cuando me calmé, me acompañó hasta dentro de la casa. Me hizo sentar y preparó café para ambos. Después se acomodó enfrente de mí y bebió su café despaciosamente…
Un fogonazo detuvo su exposición. Enfrascada en su relato, yo no había advertido el avance de la oscuridad. La tarde se había convertido en noche embozada en negros nubarrones que perfilaban los relámpagos. Un formidable trueno nos sobresaltó. Me levanté para encender las luces y le abrí la puerta a Sombra para que entrara. Volví al lado de Elisa esperando que terminara su historia.
—Nunca voy a olvidar la ternura de su mirada ni sus palabras: “Eli”, me dijo -así me llamaba de niña-, “si tuviera treinta años menos y fuera libre, estaría enamorado de vos. Pero cuando los tenía y, ni siquiera habías nacido, encontré una compañera para caminar por la vida y formar una familia. No quiero que padezcas por lo que no puede ser. Otro destino te aguarda, pequeña, y si alguna actitud mía te llevó a pensar que podría ser algo más que un padre sustituto, te pido perdón”.
—Fue muy considerado de su parte —dije ante la pausa de ella—. No te rechazó pero trató de que reflexionaras acerca de hechos consumados. ¿Te aliviaron sus palabras?
—No. Pero lo oculté para tranquilizarlo, porque supe que aunque me amara nunca lastimaría a su mujer ni a sus hijos. Yo, simplemente, había aparecido tarde en su vida. Nunca más nos referimos a esa conversación. Pasaron los años; Julia y Adolfo se casaron y tuvieron sus hijos. Cuando Juan Manuel enfermó, visitaba su casa con frecuencia. Poco antes de morir me pidió que confiara en Adolfo para que siguiera administrando mi porción de la herencia. Él era así, Nola. Estaba por partir y se preocupaba por los que quedábamos. La última vez que lo vi, estaba tan débil que apenas hablaba. Presentí que era nuestro último contacto. La angustia me impedía expresar cualquier palabra, de modo que sostuve su mano para que sintiera que no estaba solo. De pronto me la apretó e intentó decir algo. Acerqué mi oído a su boca tratando de captar sus palabras y escuché con claridad lo que aún me atormenta: “Yo también te amo, Elisa. Ahora puedo decirlo”. Después cerró los ojos y se durmió. Lo llamé llorando y a los gritos hasta que su mujer entró a la habitación. Se acercó a la cama y le apoyó la cabeza sobre el pecho. Cuando se levantó me abrazó y me dijo que me calmara, que estaba durmiendo. ¿Te das cuenta, Nola? —dijo con voz quebrada—. Se reservó lo que sentía hasta que fue demasiado tarde. Se llevó a la tumba mi posibilidad de ser feliz.
-¡No! —le rebatí—. Te quiso a vos y a su familia con generosidad. Podría haberte atado a su vida que estaba declinando y abandonar a su mujer y sus hijos por una pasión extemporánea. ¿Pero qué consecuencias hubiese provocado su satisfacción personal? La discordia entre vos y Julia, el fracaso de su relación con Adolfo, privarte de un vínculo sin obstáculos, renegar de los principios que lo distinguían como hombre de bien. ¿No era esa característica un motivo para que lo amaras? Pensá Elisa… Resignó su placer individual por el bien común.
Ella me miró demudada y por un momento pensé que se desplomaría. Antes de que me acercara, dijo conmovida:
—¡Ay, Nola! Si hubiera escuchado tu sabia reflexión veinticinco años atrás me hubiese ahorrado el desconsuelo de considerarlo un egoísta.
Creí oportuno aligerar el momento con un comentario frívolo:
—Imposible, Eli. Todavía no había nacido —dije abrazándola.
Nos apartamos cuando sonó el teléfono. Camino a atenderlo, escuché sus palabras:
—Gracias, Nola. Me devolviste la ilusión.
El que llamaba era César para saber cómo afrontábamos la tormenta. Lo tranquilicé y lo pasé con su tía. Colgó con una sonrisa.
—¿No es un tesoro? —afirmó más que preguntó—. Ahora comprendo la madurez de Juan Manuel. Su decisión evitó la disolución de la familia que culminó con la gestación de mi adorado sobrino. Por él se justifican todas mis penurias —testificó radiante.
—Me alegro de que hayas reivindicado la imagen interna del hombre que amaste —dije con alegría—, porque todavía es tiempo de encontrar un compañero.
—Voy a cumplir sesenta y siete años, Nola. Salvo que lo busque en un geriátrico… —bromeó.
—Nunca se sabe —porfié—. Vos estate preparada.
Ella sonrió con languidez y se acercó a los ventanales. Iluminé el patio donde apenas se vislumbraban las plantas a través de la cortina de agua. El relampagueo había menguado pero la lluvia nos obligaba a quedarnos dentro de la casa.
—¿Qué querés hacer? —le pregunté a Elisa.
—Dormir la siestita —admitió.
Miré el reloj y comprobé que eran las cuatro de la tarde. Teníamos un largo tirón hasta la noche y ella estaba acostumbrada al pequeño descanso diurno.
—Aprobado —sonreí—, después de que tomemos un café. Vos dormís y yo me pongo al día con la lectura.
Preparé la infusión y formulé las últimas preguntas mientras la bebíamos:
—¿Alguna vez te relacionaste con un hombre?
—¿Querés decir si tuve sexo? —dijo sin eufemismos.
—Vos lo dijiste —reí.
—Después de la aclaración de Juan Manuel intenté olvidarlo con otra compañía. No me arrojé a una vida licenciosa pero tuve varios amoríos. Como buscaba su homólogo, no lo encontré. Mi último intento me llevó a convivir con un sujeto fuera de Rioseco donde supuse que sería posible olvidarlo, pero no funcionó. A los seis meses volví a casa resignada a mi soledad. Experimenté el sexo sin emoción, como supongo que se debe vivir con la persona que ames —me miró con curiosidad—. ¿Y cuál es tu experiencia en este terreno?
Me tomó de sorpresa. Tuve que convenir que mis vivencias fueron poco gratificantes.
—Casi como las tuyas. No me motivaron para convertirme en una ninfómana —dije con una mueca.
Elisa largó una carcajada ante mi salida. Se levantó y llevó los pocillos a la cocina. Volvió después de lavarlos y me auguró:
—Estoy segura de que vas a encontrar a quien te haga estremecer de pasión. Vos estate preparada —me remedó.
Subimos al dormitorio de buen ánimo y mientras ella dormía su siesta, yo terminé de leer una novela que había empezado antes de venir al pueblo. La llamé a las cinco y media y como seguía lloviendo jugamos a las cartas, escuchamos música, preparamos la cena y a las once nos fuimos a acostar. A su pedido, le dejé mi lado junto a la ventana y, antes de dormirme, evoqué la figura de César. En él había pensado al compás de los temas románticos que había seleccionado Elisa y que me proyectaron a la noche de la subasta. Sitiada por su recuerdo, me fui abandonando al sueño. Lo primero que me despertó fue la oscilación de la cama. Estiré la mano hacia la lámpara adosada al respaldo y presioné varias veces el interruptor en un vano intento de encenderla. Después, el estruendo, el grito de Elisa, los objetos que me golpearon y la lluvia.

XIV
Con un alarido, intenté librarme del peso que me aprisionaba y despejar mi cuerpo de escombros. Sólo al tacto reconocí que eran trozos de mampostería, y ramas y hojas mojadas por la lluvia. Escuché gemir a Elisa débilmente y mientras la llamaba tanteé sobre la mesa de luz hasta encontrar el celular. Enfoqué a mi compañera con la linterna del teléfono y comprobé, aterrorizada, que tenía la cabeza en un charco de sangre.
—¡Elisa! —me desesperé—. ¡Hablame, por favor!
—¿Cayó un rayo? —preguntó laxamente.
—Lo que cayó fue el árbol sobre la casa y rompió parte del tejado —le expliqué—. Voy a tratar de removerte hacia este lado —dije tomándola por los brazos.
Tiré con cuidado hacia mí pero me detuvo su exclamación de dolor.
—Debo tener algo roto, Nola… y este peso me quita la respiración. Llamalo a César… —rogó.
Me comuniqué con él al tercer intento tan torpes estaban mis dedos por la desesperación.
—¡Nola! —retumbó su voz alarmada—. ¿Qué pasa?
—¡César…! —clamé—. ¡Te necesitamos! ¡El árbol se desplomó contra el dormitorio y rompió el techo! ¡Elisa está herida y no la puedo sacar…! —sollocé.
—Calma, querida. Estaremos ahí cuanto antes —aseguró con firmeza—. Y vos, ¿cómo estás?
—Bien. Apurate… —murmuré cuando ya había cortado la comunicación.
Me concentré en Elisa y la mantuve hablando hasta que escuché la sirena de la ambulancia. El estrépito de vidrios rotos me indicó que los rescatistas habían ingresado a la casa.
—¡Nola! —voceó mi protector.
—¡Aquí! —grité alborozada—. ¡Ya llegaron, Elisa!
La luz de las potentes linternas nos encegueció. César se inclinó sobre su tía y dio órdenes precisas a los hombres que lo acompañaban.
—Después me voy a ocupar de vos —me dijo mientras me confiaba al cuidado de Alonso quien insistió en que abandonáramos la habitación para facilitar la tarea de salvamento.
—¡Está herida! —manifestó al observar mi camisón manchado de sangre.
—¡Yo no, Jorge! Es de Elisa… ¡No sabía cómo frenarle la hemorragia! —dije acongojada.
Alonso me pasó un brazo por los hombros y, en silencio, escuchamos las voces masculinas que pugnaban por liberar a la mujer de su confinamiento. Sombra se había acurrucado a nuestros pies y cada tanto me prodigaba un lengüetazo consolador. Vi bajar a dos hombres que se apresuraron hacia la salida y entraron poco después con una camilla.
—¿Ya la sacaron? —pregunté esperanzada.
Los sujetos ni me contestaron en su presurosa carrera hacia la planta alta. Hice ademán de seguirlos pero el subcomisario me frenó.
—Es mejor esperar aquí, Nola. Ellos saben qué hacer y además está el comisario —me recordó.
No me podía borrar de la mente la imagen de Elisa desangrándose. Lo que pretendía ser un fin de semana despreocupado se había transformado en una tragedia. Si ella muriera o quedara invalidada nunca podría conocer el designio que me ligaba a César. Deseché este pensamiento por mezquino, al centrarse más en mi persona que en la de la víctima del siniestro. Las voces acercándose me indicaron que los hombres bajaban. Entre cuatro la mantuvieron en posición horizontal hasta el término de la escalera. Me acerqué con el corazón desbocado por la angustia. Estaba pálida y le habían practicado un vendaje en la cabeza.
—Elisa… —la llamé con la voz quebrantada por el miedo.
Entreabrió los ojos y me dedicó una sonrisa fatigada. Una mano vigorosa se apoyó en mi hombro y ella alcanzó a decir antes de que llevaran la camilla hacia la puerta:
—Cuidala, César.
Los enfermeros la cubrieron con una manta para protegerla de la lluvia hasta llegar a la ambulancia que esperaba en la entrada. Me incorporé ayudada por César y me lancé hacia el exterior.
—¿Adónde vas? —dijo conteniendo mi corrida.
—Quiero acompañarla —declaré con firmeza.
—No en camisón y descalza. Hay vidrios rotos por todos lados y te vas a empapar —señaló con autoridad.
Volví la cabeza hacia la puerta y en una fracción de segundo comprobé que delante de la abertura no había esquirlas y que habían terminado de subir la camilla a la ambulancia. Me desasí de un tirón y troté hacia la salida perseguida por el grito de sorpresa de César. Me alcanzó cuando intentaba trepar a la parte trasera del vehículo. Lo desafié con la vista y el gesto hasta que me tomó por la cintura y me izó para ser recibida por las manos del enfermero. Se despojó de la campera y me la tendió.
—Abrigate —dijo—. Faltaría que te enfermaras.
Me la puse antes de sentarme al costado de su tía. Lo miré mientras cerraba la puerta y le sonreí agradecida. El furgón arrancó y se dirigió a velocidad moderada hasta la clínica central del pueblo según me explicó el paramédico. Era joven y agradable y trató de tranquilizarme con respecto a Elisa. Yo la veía tan exangüe que de poco sirvieron sus palabras. Cuando estacionamos en la rampa de acceso al sanatorio, César ya estaba para asistirme. Nos apartamos para que sacaran la camilla y él no hizo ningún intento de sujetarme cuando corrí a la par de los médicos. Sabía que me detendrían a la entrada del quirófano. Allí quedé, afligida y asimilando el estado deplorable en que me encontraba. Me crucé la campera sobre el pecho y me acomodé en un sillón recogiendo las piernas sobre el asiento. Tenía los pies salpicados de barro y helados, y la fatiga me sacudió hasta hacerme tiritar. Esto no hubiera pasado si yo no le hubiese pedido que me acompañara, pensé. ¿Y todo por qué? Porque no me animaba a lidiar con mis sentimientos. Busqué protección y vaya si la encontré. Me salvó de morir en soledad aplastada por un árbol. Y ahora la que estaba en peligro era la tía del hombre a quien podría amar y al cual no me permitiría ocultarle mi cobardía si a ella le pasaba algo grave. El sentimiento de fatalidad me embargó como si hubiera ocurrido lo inevitable. Apreté los ojos intentando contener las lágrimas lo que me impidió registrar la llegada de César hasta que se sentó a mi lado. Lo miré tan abatida que me envolvió entre sus brazos con rudeza. Contra su pecho lloré mi aflicción y me culpé del accidente que había lesionado a su tía.
—¿Cómo se te ocurre, criatura? —dijo arrebatado—. Fue un hecho fortuito que nadie podía anticipar.
—¡Sí…! —sollocé—. ¡Pero yo insistí en que me acompañara…!
—Bueno, bueno… —me acarició la cabeza y murmuró junto a mi sien—: ya vas a ver que no tiene nada serio y que se va a reponer.
Levanté la cara que tenía sepultada sobre su torso y dije con voz temblorosa:
—¿Me lo jurás?
Despejó con delicadeza los mechones pegados a mi rostro y dijo quedamente:
—Casi, bonita. La tía es un hueso duro de roer —y refrendó su cuasi promesa con un tierno beso.
Más calmada, me volví a reclinar contra su cuerpo. Escuché el impetuoso latido de su corazón reteniendo en mis labios el sabor de los suyos. La puerta del quirófano se abrió y un médico avanzó hacia nosotros. César se levantó y acortó la distancia. Yo quedé inmovilizada, extraviada entre la esperanza y el pesimismo. Me obligué a salir de la parálisis para acercarme a los hombres y mi cara debió mostrar mi confusión con tanta nitidez, que el profesional se sintió impulsado a serenarme. César me ciñó a su costado mientras el médico repetía el diagnóstico:
—La señora Elisa está compensada. El daño más importante es la fractura del brazo y la sexta y séptima costillas del lado izquierdo. Llevará al menos cinco semanas reponerse de estas lesiones. En cuanto a la herida del cráneo, no pasó del cuero cabelludo que al estar tan irrigado impresionó como más grave. Las radiografías y sus respuestas descartan una conmoción cerebral —nos miró complacido y anunció—: ahora será trasladada a una habitación para tenerla en observación hasta mañana. Amenazó irse si la dejamos en terapia —casi cuchicheó—. Pueden esperarla en el cuarto número nueve al final del pasillo —le palmeó el brazo a mi compañero, me hizo una reverencia y volvió al quirófano.
—¿Este médico es de confiar? —le pregunté a César con una mueca de recelo.
—Josema es un ex alumno de mi tía y calculo que ella todavía lo debe considerar como el chiquillo que tuvo en la primaria —comentó riendo—, pero es un excelente clínico. —Miró mis pies y meneó la cabeza—: no podés seguir descalza. Voy a pedirte al menos unas botas de cirugía. Esperame en el sillón, Cenicienta —me guió hasta allí y volteó hacia la puerta que rezaba “Prohibido pasar”. Josema mismo le alcanzó el precario calzado y, como en la kermés, se inclinó para atármelos.
—¿Los ajusté bien? —inquirió cuando me levanté.
—Perfecto. Les falta la suela pero protegen los pies —dije agradecida—. ¿Vamos a recibir a Elisa?
La habitación número nueve tenía un recibidor amoblado con dos sillones simples y otro doble que se transformaba en cama para el acompañante. Detrás de la mampara translúcida estaba la habitación propiamente dicha equipada con un plasma, aire acondicionado y un amplio ventanal con vista a un jardín interno. Nos acomodamos en los sillones sintiéndome tan lejos de la mujer que lo había seducido en la subasta que evité mirarlo para no verme reflejada en sus ojos.
—¿Qué pasa Nola? —dijo, intuitivo, inclinándose hacia mí.
—Que me siento fatal —murmuré.
—Contame —pidió con suavidad.
¿Qué le iba a contar? ¿Que deploraba verme sucia y desaliñada, que me desconsoló pensar que las consecuencias del accidente podían separarnos? Me escabullí con una necedad:
—Siento que mi casa quiere expulsarme —dije.
—No lo dirás en serio… —observó él con una mueca entre divertida y atónita.
—Bueno —me defendí—. ¿No es llamativa la acumulación de sucesos infortunados?
No alcanzó a refutarme porque un rumor de pasos y de voces desvió nuestra atención hacia la puerta abierta. Dos enfermeras se acercaban impulsando la camilla que trasladaba a su tía. Me levanté de un salto y la tranquilidad me inundó al ver su rostro sonriente y con los colores recuperados.
—Elisa…  Qué desastre de invitación, ¿no? —dije cabizbaja.
—Está todo bien, querida. Ha sido una desgracia con suerte. Pero vos tendrías que estar descansando si César tuviera dos dedos de frente —lo miró regañona.
—Veo que estás recuperada, tía —dijo él haciéndole un arrumaco— pero esta porfiada no se hubiera ido sin antes verte.
—¡Y ahora tampoco! —protesté—. Yo me quedo con Elisa.
—¡De ninguna manera, Nola! Aquí hay gente idónea que atenderá cualquier cosa que necesite —aseguró ella —. Aunque con tantos calmantes, presumo que dormiré toda la noche —bostezó.
Las enfermeras nos pidieron que nos retiráramos para reubicarla en la cama. La descarga de adrenalina que me mantenía en pie había decrecido ante la mejoría de Elisa y el transcurso del tiempo. Me acurruqué en uno de los sillones y apenas si escuché la llegada de Julia y Adolfo. Creo recordar que me abrazaron y el lejano murmullo de sus voces mezcladas con la de César. Sin resistir, me sumergí en una confortable tiniebla.

XV
Abrí los ojos a un paisaje desconocido. La lámpara colgaba de un techo sin declive y desde la ventana sólo veía caer la lluvia sobre el vacío. Estaba tan descansada que no tardé en despabilarme. No estaba en la clínica porque dudaba de que tuvieran camas de dos plazas. Me senté en el amplio lecho y comprobé que aún llevaba puesto el manchado camisón y las botas del hospital. Mi pelo seguía apelmazado por el polvillo parte del cual se había depositado sobre la delicada ropa de cama. Anhelaba darme una ducha pero primero tenía que averiguar adonde me hallaba. Mis ojos tropezaron con una hoja escrita sobre la mesa de luz: “Hola, Bella Durmiente. No consideré oportuno despertarte dado tu plácido descanso. Son las dos de la tarde y me vuelvo a la comisaría. Elisa está bien y espero que me llames cuando te recobres. César”. No me asombré. A mi casa no podía volver y su gesto de brindarme refugio me produjo un agradable cosquilleo. Tomé mi celular que había dejado al lado de la nota y lo llamé:
—No me diste la oportunidad de revivirte con un beso —fue su saludo.
—Más te valdría resucitar al espantapájaros de la quinta —reí—. Debe estar más presentable que yo. A propósito, deseo darme el baño más largo de mi vida. ¿Tendrás alguna prenda limpia que pueda usar?
—En el placar hay dos bolsos con tus pertenencias. Espero haber hecho una selección a tu gusto. Después de que estés lista, dejé algunos víveres en la cocina por si tenés hambre. Y si querés ver a mi tía, llamame para que te pase a buscar. ¿Estás bien? —preguntó con voz tierna.
—Voy a estar estupenda cuando remueva los residuos que me cubren —dije optimista.
—No me caben dudas… —murmuró—. Llamame, Nola —demandó antes de cortar la comunicación.
—Sí. Chau, César —me despedí.
Abrí los bolsos y me sorprendió la acertada elección de ropa, calzado y cosméticos que había hecho. Por lo visto, pensaba alojarme varios días. Su pretensión, lejos de disgustarme, me excitó. Después de librar a mi pelo y mi piel de impurezas, me sequé delante del espejo del antebaño adonde observé los múltiples rasguños producto de la colisión con el árbol. Me unté con crema humectante, me perfumé y me vestí sintiéndome renacer. Pasé por la cocina y comí algunos bocadillos acompañados por una taza de café. Consulté el reloj que marcaba las seis y llamé al comisario.
—Nola… —dijo como una caricia.
—Quiero visitar a Elisa. ¿Me venís a buscar? —le pedí sin apremio.
—En quince minutos termino un trámite y paso por vos —declaró—. ¿Comiste algo?
—Sí. Gracias por atender todos los detalles. Te espero —dije, y di por terminada la llamada.
Entretanto recorrí el departamento y constaté que ya conocía todos los ambientes salvo la sala de ingreso. No tiene más que un dormitorio, pensé. ¿Dormiría en la sala? Me acordé de las sábanas sucias y las saqué de la cama. Me acerqué a la ventana que exhibía el mismo horizonte lluvioso de las dos horas anteriores y un cielo tempranamente oscurecido por la tormenta. Mi casa estará inundada me dije con extraña resignación. Intenté recordar cuánto hacía que me había instalado en Rioseco y las múltiples peripecias que atravesé transformaron los dos meses en doce. Sí, un año parecía razonable para tener la casa destruida, haber sido la figura principal de una subasta, conectarme con personas encantadoras, descubrir mi vocación, ser la confidente de una historia de amor imposible y -¿no estaba eludiendo lo principal?- encontrar al hombre que, al decir de Elisa, me hiciera estremecer de pasión. También me había depurado de muchos convencionalismos que, a mi juicio, me favorecían humanamente. Así que ¿por qué ser tan timorata? Como dice la canción: “Será lo que deba ser”.
Veinte minutos después de la llamada, César asomó por el departamento. Me miró enajenado. Yo me dejé contemplar sin vanidad y juzgué oportuno hacer un comentario vulgar para suspender su éxtasis:
—Soy yo, comisario, despojada de mi capullo de mugre. Ahora estoy en condiciones de visitar a una enferma sin provocarle una infección extra hospitalaria.
—Vos sabés que me gustás de cualquier manera —dijo recobrando la compostura—. ¿Lista para salir?
Afuera la calle estaba desierta. Era un barrio de casas y edificios bajos, de no más de dos pisos, con veredas anchas y arboladas y franjas de césped con macizos floridos. Recién ahí descubrí que no recordaba cómo había llegado al departamento. En el auto, se lo pregunté:
—¿Vos me trajiste hasta tu casa?
—Ajá — confirmó.
—¿Solo? —insistí.
—¿Te parece que para cargarte necesitaba ayuda? —dijo socarrón.
—Bueno, —me ofendí— dada mi falta de colaboración, supongo que no me habrás arrojado al suelo cuando tuviste que abrir las puertas.
No me contestó enseguida. Detuvo el vehículo y después dijo sin mirarme:
—¿Sabés que cuando te enojás y te ponés impertinente me dan ganas de comerte a besos?
Su tono contenido sonó más como una declaración de amor que como una amenaza. Sentí que se me erizaba la piel y desfallecí ante la certeza de su avidez. Se inclinó hacia mí para enfocarme con los ojos colmados de pasión y concretar el beso largamente postergado. Cerré los ojos y me abandoné a los brazos que me buscaban y al contacto de sus labios. Atrapó suavemente mi labio superior para avanzar hacia el interior de mi boca que se abrió para recibir la caricia de su lengua. Nos enredamos en un mudo y ardiente diálogo que nos dejó temblando y sin aliento. Recuperé la respiración apretujada contra su resonante corazón que no era más que el eco del mío. La certeza del deseo compartido me hizo perder el discernimiento y me abracé a él consumida por las ansias de pertenecerle. Por un momento lo arrastré en mi desenfreno entregada como estaba a sus caricias hasta que contuve el avance de su mano bajo la cintura de mi jean. Se interrumpió con un gemido y me sostuvo contra sí hasta serenarse.
—Te dije que estaba loco por vos, Nola… —musitó sobre mi boca—. Pero sueño con seducirte sin prisa, prolongando el portento de tenerte —me besó con dulzura—. No quiero que te arrepientas de amarme.
Le sonreí y lo besé en la mejilla antes de enderezarme en el asiento. Me acomodé la ropa bajo su mirada atenta y cuando ninguna huella quedaba del arrebato, lo insté:
—Vamos a visitar a Elisa.
Acarició mi rostro, puso un beso sobre mi palma y arrancó. Llegamos a la clínica pasadas las siete. Ella estaba recostada sobre varias almohadas y charlando con su hermana. Saludamos a Julia y después nos acercamos a la cama:
—¡Estás hermosa, querida! —exclamó. Y en voz más baja—: Veo que mi sobrino ha hecho un buen trabajo…
—Todavía no empecé, presumida —le dijo él en el mismo tono mientras me ofrendaba una sonrisa.
Yo me puse tontamente colorada y me interesé por el estado de la convaleciente:
—¿Pudiste descansar?
—Hasta entrada la mañana. Julia no les permitió que me despertaran para el desayuno. Si no hay complicaciones, mañana o pasado me darán el alta —dijo esperanzada.
El celular de César interrumpió mi respuesta. Lo cerró y anunció que tenía que llegarse a la comisaría.
—Paso a buscarte, Nola —afirmó entre decidido y expectante.
—Aquí estaré —ratifiqué, cancelando sus dudas.
Una sonrisa ilusionada le iluminó el rostro. Me envolvió en una mirada elocuente, besó a su tía, a su madre y se fue silbando. Las mujeres intercambiaron una mirada y se echaron a reír.
—Nunca lo ví tan expresivo a César —dijo su mamá.
Yo puse cara de jugadora de póker y las lúcidas hermanas abandonaron el intento de una confidencia. Adolfo nos sorprendió en medio de una charla.
(para envío gratuito del final, correo a cardel.ret@gmail.com)

FIN


23 comentarios:

  1. hola me gusto el final de tu novela y quisiera que me envies los finales de las demas novelas te lo agradeceria un monton

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  2. Gracias, Gail. Te los enviaré a medida que vayas leyendo y me lo solicites. Un abrazo.

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  3. hola ya lei este pero quiero el final pleaseeeeeeee se que debes estar ocupada pero lo estare esperando pronto

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  4. Hola Gail me gusto mucho esta novela pero, puedes enviarme el final.

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    1. Hola, anónimo. Con mucho gusto si me dices desde donde me escribes al correo cardel.ret@gmail.com
      Saludos

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  5. me encanto mucho esta novela excelente

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    1. Querida Fatima, me hace feliz que te haya gustado y agradezco enormemente tu comentario. Un gran abrazo a la distancia.

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  6. por favor mandame el final please...

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    1. Hola, Chico. Con todo gusto si me dejas tu mail o escribes al mío. Saludos.

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  7. QUIERO EL FINAL PLISSS!! cintu_tachis@hotmail.com

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  8. MANDAME EL FINAL CHABELS@HOTMAIL.COM MUCHAS GRACIAS

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  9. hola carmen pidiendo el final margaritaespejo@outlook.com muchas gracias

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  10. Esperando que me puedas mandar el final gracias sueliga@yahoo.com.mx

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  11. Hola, Francis, gracias por la visita y el comentario. Debes enviarme la dirección de tu correo para que pueda mandarte el final.

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  12. hola carmen ,excelente novela como todas me pudedes mandar el final por favor
    reynulix@hotmail.com
    gracias

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  13. holaa! carmen, me encanto esta novela, me puedes mandar el final por favor willenyskrodriguez455@gmail.com

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    1. ¡Hola! Gracias por el comentario. Ya te lo mando. Abrazo.

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