lunes, 27 de enero de 2014

VIAJE INESPERADO - Registrada en S.A.D.E. (Sociedad Argentina de Escritores) © 2014



I
Como cada domingo a la noche en que Leonora regresaba de la casa paterna, evitaba hablar con Camila la siguiente hora. Su amiga conocía la catarsis que su compañera hacía en silencio y la respetaba a rajatabla. Se limitó a servirle una taza de café cuando apareció en el comedor después de dejar el bolso en el dormitorio, y volvió a arrellanarse en el sillón para continuar leyendo.
—Si papá sigue tan agresivo como siempre, mamá en su eterno escapismo y Toni perfeccionando su malicia, me pregunto por qué insisto en visitarlos los fines de semana —se planteó, al cabo, Leonora—. Como la molicie no le permite a mi hermanito obtener recursos propios para mantenerse, ahora que no estoy debe hacerse cargo de las demandas de los viejos. Antes de venirme me dijo a modo de despedida: —“Mis amigos se preguntan por qué te fuiste a vivir con una mujer y no con un hombre…”
Camila largó una carcajada antes de preguntar: —Y vos, ¿qué le contestaste?
—“Porque todos los hombres que conozco son como vos y tus amigos”.
—¡Qué cruel! —exclamó Cami—. Pero se lo merece por malintencionado—. La miró con afecto—: ¿Queda algo por decir o te cuento las novedades del viaje?
Leonora meneó la cabeza con una sonrisa: —te prometo que no vas a escuchar más quejas. ¿Pudiste arreglar lo del avión?
—Sí, hasta Rawson. A partir de allí, nos subimos al ómnibus con el resto de los excursionistas. ¡Te imaginás, Leo, contemplar en vivo y en directo el Perito Moreno, la Cueva de las manos, el Faro del fin del mundo…! —dijo Camila soñadora.
—¡Y las ballenas, y el Bosque petrificado…! —aportó Leonora.
—¿Sabés que en el charter viaja un grupo de profesores yanquis que vinieron a participar de unas jornadas en la universidad de Rosario? —mencionó Cami, sugerente.
—¿Y eso qué te dice? —rió su amiga.
—Que a lo mejor, el viaje de placer nos tiene reservado el encuentro que se nos niega hasta ahora.
—¡Oh, sí! —declamó Leo—. ¡Con un extranjero! ¿Y por qué no con algún compatriota que forme parte del contingente?
—Porque a las dos nos vendría bien abandonar esta tierra que hasta ahora no nos ofrece más que desalientos.
Ninguna rompió el silencio introspectivo que siguió a la declaración de Camila. Leonora, a los veintiséis años, luchaba por abrirse camino en su profesión de abogada, esperando ser ascendida en el estudio adonde trabajaba. Había recibido poco aliciente de su entorno familiar, ya que su padre esperaba que cursara la carrera de contadora y se hiciera cargo del estudio. Pretensión que, por otro lado, no tenía con su hermano Antonio, quien hasta el momento no se definía por ninguna especialidad. Ella tuvo que pagarse los estudios trabajando y, al año de haber ingresado al bufete, había intimado con Camila que se desempeñaba como recepcionista en el mismo lugar. Las jóvenes simpatizaron de inmediato, lo que derivó en la propuesta de Cami de alquilar un departamento a medias adonde Leo pudiera independizarse y ella abandonar la pensión. Camila era oriunda de un pueblo rural, Vado Seco, y fue criada por sus parientes al morir sus progenitores. Al cumplir dieciocho años se instaló en Rosario esperando proseguir una carrera universitaria. Rechazó la ayuda económica de su tío abuelo Nicanor, con el que tenía una relación imprecisa, sin haber discernido aún si el parco hombre guardaba algo de afecto hacia ella. Buscó alojamiento acorde a sus escasas finanzas y una semana después era seleccionada como telefonista en el estudio jurídico. Había progresado hasta recepcionista y renunciado a estudiar medicina, cuando Leonora ingresó como auxiliar letrada. La empatía fue instantánea y su resultado, un año después, la instalación conjunta en el departamento. Salvo las visitas de fines de semana que Leo porfiaba en hacer a su familia y que le nublaban el buen humor, la convivencia entre las amigas era de una armonía total. Su proyecto más reciente era el viaje por la Patagonia que comenzaría ese fin de semana. Trabajarían hasta el miércoles y tendrían dos días para alistarse.
Leonora estiró los brazos y bostezó con exuberancia. Se levantó del sillón y le anunció a su compañera: —Me voy a dormir. Estas visitas me desgastan y mañana quiero madrugar. ¡Qué descanses!
—¡Chau, Leo! Hasta mañana.
Camila leyó un rato más y después imitó a su amiga. Su mente inquieta atrapaba pensamientos caóticos impidiéndole conciliar el sueño. Leonora había bromeado  con su expectativa, mas ella no la veía del todo imposible. Las dos eran jóvenes, atractivas y tenaces. Creía que la vida las compensaría por todos los conflictos que se obstinaba en cruzar en sus caminos. ¿Y por qué no con un compañero de ruta que las amara y ampliara el significado de la existencia?
∞ ∞
Leonora se levantó no bien sonó el despertador. Se dio una ducha y ya estaba vestida cuando Cami hizo su aparición. Desayunaron juntas y bajaron a la cochera para buscar el auto de Leo y trasladarse al trabajo. Aprovecharon las tardes para hacer compras y completar el equipo que llevarían en el viaje. El miércoles por la mañana, Camila recibió un llamado de su tía Teresa para comunicarle el fallecimiento de Nicanor y requerir su asistencia al funeral.
—¡En siete años no me llamaron más que por obligación, y ahora me comprometen para asistir al sepelio! —se quejó la joven.
—Te acompaño —ofreció Leo.
—No. Lo entierran mañana al mediodía y yo iré y regresaré en el día. Vos ocupate de retirar el voucher en la empresa de turismo para asegurarnos de que todo esté en orden.
—Como prefieras, pero también lo podría hacer el viernes a la mañana si necesitás compañía.
—No, Leo. Para mí Nicanor no significa una pérdida sensible, así que estar presente en el entierro es una cuestión de urbanidad.
Por la tarde se despidieron de los integrantes del estudio jurídico al que regresarían después de las tres semanas de vacaciones. Esa noche cenaron con dos amigas en una parrilla y en la mañana del jueves Leonora llevó a su compañera hasta la terminal de ómnibus.
—Llamame cuando estés por llegar a Rosario para que venga a buscarte —le recomendó.
—De acuerdo. Y ya que estamos por los alrededores, podríamos comer en el restaurante nuevo de la estación —sugirió Cami.
—¡Apoyo tu moción! —dijo Leo riendo—. Ya sabés que la cocina no es mi debilidad.
Cuando perdió de vista el ómnibus, deambuló por la terminal hasta las nueve, y media hora después dejaba el auto en un estacionamiento céntrico. Recogió los cupones de viaje, compró el almuerzo en una rotisería y a las once y media estaba de regreso en el departamento. A la una recibió el mensaje de Camila avisándole que había llegado bien y que estaban por trasladar el féretro a la bóveda familiar. Se acostó después de comer y a las cinco de la tarde comenzó a inquietarse por la falta de noticias de su amiga. Una hora después la llamó al celular sin poder comunicarse. Los intentos posteriores siempre terminaban en la casilla de voz adonde se cansó de dejar mensajes. Revisó las pertenencias de Camila procurando encontrar el teléfono de sus parientes, pero ninguna anotación le proporcionó el dato que buscaba. Intentó llamar a la comuna de Vado Seco sin éxito y, totalmente desmoralizada, se acostó decidida a viajar por la mañana en busca de su amiga.

II
Leonora se levantó a las siete de la mañana después de una noche de insomnio, cada vez más preocupada por el silencio de Camila. Presentía que algo grave le impedía comunicarse con ella estando en la víspera del viaje. Desayunó con rapidez y consultó un mapa de carreteras para ubicar Vado Seco. A las ocho estaba en camino con el único dato que poseía: el nombre y apellido de la tía de Cami.
El pueblo al que arribó era típico de las comunidades rurales. Un centro exiguo rodeado de chacras y estancias dedicadas al cultivo y a la cría de ganado. Se detuvo en la estación de servicios para preguntar por la familia Ávila. No conocían el teléfono pero la instruyeron para llegar a la hacienda de su propiedad. A medida que se acercaba a su destino, la angustia le estrechaba las vías respiratorias. Frenó el auto delante de la tranquera y se apeó.
—¡Buen día! —saludó al sujeto que se acercaba.
—Buen día, señorita. ¿Qué se le ofrece?
—Ver a la señora Teresa Ávila.
—¿Quién la busca le digo?
—Una amiga de Camila.
El hombre se volvió hacia la cabina de entrada y Leo lo vio manipular un aparato. Poco después salió y, sin palabras, le franqueó el portón de ingreso. La joven subió al coche y siguió por el camino mejorado que accedía al casco de la propiedad. Estacionó frente a la entrada adonde esperaba una mujer con uniforme. La hizo pasar a una sala y le pidió que aguardara. Leonora paseó la vista por el recinto decorado con muebles modernos en franco contraste con la tradicional arquitectura. Una mujer se hizo presente en la sala y la sacó de la contemplación. Vestía con elegancia y tenía un porte señorial. Se le acercó con la mano extendida.
—Buenos días —dijo estrechándole la diestra—. Soy Teresa y me han informado que es amiga de Camila.
—Gusto en conocerla. Mi nombre es Leonora y comparto un departamento con su sobrina.
—No tenía conocimiento de ello —expresó Teresa—, porque de saberlo me hubiera comunicado con usted. Sabrá que Camila heredó el mal que padecían su abuela y su madre, que en paz descansen… —hubo un silencio de recogimiento por parte  de la mujer y de estupor por parte de Leonora.
—¿A qué se refiere? —preguntó al recuperar la facultad de hablar.
—A que mi hermana Dora y mi ahijada Alicia sufrían episodios esquizoides. En el caso de Dora fueron bien controlados, no así los de Alicia cuyo delirio persecutorio, -estamos seguros-, fue la causa del accidente que terminó con su vida y la de su esposo.
—Pero… —balbuceó Leo, aturdida—, Camila es una persona normal. Nunca dio muestras de padecer ningún desorden de la personalidad.
—Es posible que hasta ahora no. ¿Cuánto hace que se conocen?
—Tres años. Y casi dos que vivimos juntas. ¿No cree que me hubiera dado cuenta si sufriera algún trastorno?
—Señorita, yo no soy médico pero mi hijo sí. Y él la está tratando desde que se descompensó. Considera que la muerte de Nicanor pueda haber sido el desencadenante de su delirio.
—Señora, con todo el respeto que me merece su pérdida, Camila lo tomó con serenidad.
La mujer la miró sin alterarse. Después dijo: —También Alicia era una experta en disimular sus síntomas, hasta que un suceso traumático puso de manifiesto su desequilibrio mental. No se engañe, joven.
Leonora no pudo evitar un gesto de rechazo. Hasta que no comprobara personalmente el estado de su amiga, toda insinuación sobraba. Declaró con determinación: —He venido para verla, así que le agradeceré me diga dónde está.
—El único que puede autorizarla es Matías, mi hijo.
—¿Qué debo hacer, entonces?
—Déjeme un teléfono para que pueda ubicarla y se lo pasaré esta noche cuando vuelva de la clínica —tomó un anotador y un bolígrafo que estaban sobre una mesita y se los tendió.
Leonora apuntó su celular y se lo regresó: —¿Camila está internada en la clínica? —quiso saber.
—No sé decirle. Ahora, si me disculpa, seguiré ordenando los papeles de mi difunto hermano. Jacinta la acompañará hasta la salida —inclinó levemente la cabeza para despedirla y se marchó del salón.
La muchacha estaba presa de la confusión. La explicación de la tía no le cerraba y le urgía ver a Camila. Vio a la empleada que la esperaba para escoltarla fuera de la sala y caminó hacia la puerta. En su mente las preguntas sin respuesta reemplazaban a la inquietud. Manejó hasta el centro de Vado Seco y dejó el vehículo frente a la estación de servicios. Ingresó al mini bar, pidió un café y se sentó a ordenar sus prioridades. En primer lugar, se dijo, no esperaría a que el médico se comunicara con ella a la noche. Tenía que ubicar la clínica. Terminó de beber la infusión y se acercó a la caja. El dependiente la evaluó apreciativamente.
—¿Podrías indicarme adónde queda la clínica del doctor Ávila? —preguntó con su mejor sonrisa.
El muchacho se quedó un momento en suspenso, como si estuviera tratando de hacer memoria: —¿Ves la calle que está al final de la estación? —señaló finalmente—. Hacé diez cuadras para arriba y te encontrarás con la clínica.
Leo le agradeció calurosamente. Giró buscando la puerta y se dio de bruces contra un sujeto que esperaba ser atendido. Él la sostuvo al trastabillar. Tuvo que levantar la vista para mirarlo y se encontró con un rostro agradable en cuyos ojos brillaba una sonrisa.
—Perdón —murmuró al apartarse y retomar la retirada.
Marcos Silva la observó salir y abordar el auto con premura. No arrancó de inmediato, sino que quedó con la vista perdida a través del parabrisas. Movió la cabeza como desechando algún pensamiento, encendió el motor y partió. Él se volvió hacia el cajero para pagar el combustible.
—Lástima que esté de paso —le comentó al joven.
—No tanto —dijo el muchacho—. Acaba de pedirme la dirección de la clínica. Es linda, ¿eh? —agregó en tono de complicidad.
El hombre asintió con gesto afable. Abonó el ticket y se despidió: —Chau, Mario. Dale mis saludos a Antonio.
—Gracias, señor Silva.
Como siempre el estanciero, a pesar de ser dueño de medio pueblo, se comportaba como un señor. Mario reemplazaba a su padre durante el día y Marcos nunca se olvidaba de mandarle saludos. Pensó en cómo se había quedado absorto en la chica y en la confidencia posterior, lo que no era propio de Silva. En general, se mostraba atento pero reservado. “Bueno, la joven es muy bonita”, concluyó.

III
Leonora recorrió las diez cuadras tratando de adaptarse a la nueva realidad. El soñado viaje de placer se había transformado en una pesadilla. El viaje… Sospecho que está perdido, pensó.
Avistó el edificio de la clínica que ocupaba más de media manzana. Estaba enclavado en medio de un abigarrado jardín cuyo verde destacaba el blanco de la estructura. Subió la escalinata central hasta la puerta automática que se deslizó a su paso. Un guardia de seguridad la atajó a la entrada.
—¿Señorita…?
—Busco al doctor Ávila.
—En este momento está recorriendo los pabellones. Si me da su nombre la anunciaré.
—Dígale que soy Leonora Castro, amiga de Camila.
—Tome asiento, por favor —indicó de modo amable y se alejó por los brillosos pasillos.
Regresó, para el sentir de la joven, después de una eternidad.
—El doctor la atenderá en media hora —la previno.
—Está bien. Gracias —le respondió ocultando su ansiedad.
El hombre no se movió. Esbozó una sonrisa como invitando a un diálogo. Ella le respondió por reflejo antes de que él dijera: —Usted es nueva por aquí. ¿Hace mucho que se mudó?
—No. No vivo aquí —arriesgó una aclaración con la esperanza de obtener alguna pista—: estoy buscando a una amiga, Camila Ávila. Me informaron que está internada aquí.
—No sé decirle, señorita —vaciló el guardia—. Yo solo custodio la puerta.
Un timbre agudo suspendió la charla. El hombre atendió el celular y se retiró con una disculpa. Una hora después el médico se presentó ante una Leonora casi desquiciada por la espera. Lo vio desde lejos y le impresionó casi tan joven como ella. Vestía el tradicional guardapolvo blanco y caminaba con elegancia. Al acortar la distancia calibró que tenía varios años más, lo que no le restaba atractivo. Como la sonrisa, que hizo ostensible al tenderle la mano.
—¿Leonora, verdad? —articuló en medio del firme apretón.
—Doctor Ávila… —deslizó la muchacha.
—Matías, para vos. Me dijo Luis que sos amiga de Camila.
—Sí. Y como no tuve noticias de ella, vine a buscarla. Nos íbamos de viaje mañana —aclaró como una disculpa.
Él la miró casi piadosamente. Se tomó tiempo para decirle: —Lamento darte esta noticia. Camila entró en crisis apenas la recogí en la estación.
—¡Me escribió desde el velatorio diciéndome que había llegado bien y que estaban por trasladar el féretro a la bóveda familiar…! —exclamó Leo, alterada.
—Ese era el plan —precisó el médico—, pero tuve que traerla hasta aquí para tranquilizarla.
—¡Quiero verla! —exigió la joven.
—Hoy no, Leonora —negó Matías con firmeza—. Está sedada y pretendo que nada altere su descanso. Supongo que querrás que Camila se recupere cuanto antes. Te aconsejaría que vuelvas a Rosario y esperes a que me comunique con vos. Es muy probable que puedas visitarla antes del próximo fin de semana.
—¿Qué? —casi gritó Leo—. ¡Quiero verla cuanto antes, aunque sea dormida!
—Entiendo tu preocupación, pero yo soy su pariente más cercano y mi especialidad me avala para atenderla —puntualizó con frialdad—. Tengo tu teléfono y serás notificada del momento apropiado para verla.
—¡Por favor…! —rogó la muchacha al borde del llanto—, ¡un segundo nomás! ¡Lo suficiente para comprobar que alienta!
El médico la miró consternado. ¿Suponía que estaba muerta? Quiso ahorrarse problemas: —Está bien —accedió—. Con una condición: una mirada sin perturbar su reposo.
—¡Te lo prometo! —prorrumpió Leo dispuesta a jurar cualquier cosa.
Lo siguió hasta el ascensor al que ingresaron en compañía del guardia. Al llegar al tercer piso, el médico abrió la gruesa reja con una llave. Hizo lo mismo frente a una habitación identificada con el número treinta y tres. Antes de franquearla le recordó, con la mirada, su compromiso de no interferir. Ella hizo un gesto de aquiescencia y lo secundó. Matías se apartó para que pudiese ver la cama adonde yacía su amiga. Ahogó una exclamación de pena ante la pálida durmiente, tan lejana su imagen de la vivaz amiga que había despedido el jueves a la mañana. Una botella de suero estaba conectada a uno de sus brazos amarrados y, para su alivio, porque desde la distancia no podía asegurar que respiraba, el monitor de control de los signos vitales mostraba actividad. El facultativo presionó su brazo con suavidad para indicarle que salieran. Caminó detrás de él como sonámbula. Recién al llegar a la planta baja, preguntó temerosa: —¿se repondrá?
—Es lo que espero —dijo él, consolador—. Pondré todo mi empeño en ello.
—¿Por qué la tienen atada?
—Para evitar que se haga daño a sí misma si despierta presa del delirio —hizo una pausa—. Ahora que la viste, podrás esperar noticias en tu casa.
Leonora no respondió. Se dijo que no valía la pena iniciar ninguna discusión. Se sentía como si le hubiera pasado una aplanadora por encima. Antes de tomar alguna decisión, debía ordenar sus pensamientos.
—Gracias Matías —manifestó sin comprometerse—. Estaré pendiente.
Pisó la vereda del sanatorio y aspiró una bocanada de aire como si el ambiente que acababa de abandonar estuviera contaminado. El reloj indicaba la una de la tarde. Bajo un impulso irracional, se lanzó a la ruta camino a Rosario. En su departamento, cargó un bolso con ropa, artículos de higiene personal y la tablet, y a las siete de la tarde estaba de regreso en Vado Seco. Se detuvo en la estación de servicio, lugar confiable por instinto. Antes de ocupar una mesa, solicitó información al joven encargado: —¿Conocés algún hotel para alojarme unos días?
—Aquí no hay hoteles, pero podría hablar con doña Irma —le dijo—. Estoy seguro de que te recibirá. Si esperás a que venga mi papá a reemplazarme, te acompaño.
—Está bien. Ahora quiero un café y un tostado —le pidió.
—Sentate que cuando esté listo te lo alcanzo.
—Gracias —se estaba yendo y se volvió—. Yo soy Leo. ¿Cuál es tu nombre?
—Mario —sonrió el muchacho.
—Gracias, Mario. Has sido muy amable conmigo —retribuyó la sonrisa y se alejó hacia la mesa.
El chico, eufórico, se abocó a preparar el pedido. La escasa afluencia de clientes le permitió observar a la joven que mordisqueó sin ganas el sándwich para dejarlo en el plato. Mientras bebía el café, se pasó el dorso de la mano por la mejilla.
¿Está llorando? De buena gana la consolaría. Pero me va a sacar corriendo. ¿Quién soy yo para meterme? Seguro que Silva se animaría. ¿Y si lo llamo? Para informarle, nomás.
Sacó la agenda de su padre del cajón del mostrador y buscó el celular del hombre.
—¿Qué pasa, Antonio? —indagó Marcos reconociendo el teléfono del dueño del local.
—Soy Mario, señor Silva. Quería decirle que la chica volvió —susurró como si ella pudiera oírlo.
—¡Ah…! ¿Y qué te parece que puedo hacer?
—No sé. Pero me parece que recibió una mala noticia. Se la ve muy triste… —explicó, arrepentido de su audacia.
—Está bien, Mario. Dejalo por mi cuenta —lo tranquilizó, al notar el tono contrito del joven.
Se levantó y anunció al grupo de amigos con los que estaba reunido: —me voy muchachos —sacó un billete y lo dejó sobre la mesa del bar.
—¡Eh…! ¡Que me dejás rengo para el torneo de billar! —protestó Jorge—. ¿Qué catástrofe te reclama?
—Lo lamento, viejo. Me necesitan. Dejemos el torneo para la próxima —replicó mientras salía.
IV
¿Qué hago respondiendo a un estímulo como los perros de Pavlov? No me reconozco. Creí que había olvidado el incidente del mini súper, pero el aviso de Mario me llenó de excitación. Veamos que puedo hacer por la niña triste.
Marcos dejó el auto a un costado de la playa de estacionamiento y entró al negocio. Mario lo recibió con una sonrisa aliviada. Le preguntó: —¿Le sirvo algo, señor Silva?
—Un café.
La contempló mientras esperaba. Un aura de melancolía impregnaba sus facciones. Tenía una expresión tan vulnerable que entendió el llamado del muchacho. Daban ganas de abrazarla para transmitirle la seguridad que pedía a gritos.
—Aquí tiene, señor.
Se volvió hacia Mario y le agradeció. Sin hesitar, caminó hasta la mesa que ocupaba Leonora.
—¿Puedo sentarme?
Ella lo miró extrañada y dejó errar la vista sobre las mesas vacías.
—Es que no me gusta beber solo —aclaró el hombre esperando la autorización.
Leonora se encogió de hombros y consintió con un gesto.
—Mi nombre es Marcos Silva —se presentó.
—Leonora Castro… —murmuró.
—Esta mañana nos chocamos —recordó él mientras se acomodaba.
—Me disculpé, ¿verdad? —preguntó dudosa.
Él dejó escapar una risa baja antes de responder: —Con holgura —la observó con atención, sin incomodarla—. ¿Estás visitando a alguien del pueblo?
—¿Vos vivís aquí? —respondió con una pregunta.
Marcos se reclinó sobre el respaldo del asiento y contestó: —Así es.
—¿Desde cuándo?
—Siempre.
—¿Conocés al doctor Ávila? —la ansiedad iluminaba sus pupilas.
Una conquista más del matasanos. No debería sorprenderme.
—En efecto —reconoció, sin que se advirtiera su lapso de disquisición.
—¿Es un buen profesional?
—Hasta donde sé, lo es —manifestó intrigado.
—¿Conociste a Camila?
Silva percibió que no era un interés romántico lo que perseguía la chica con la interpelación. El bienestar que sintió ante esta comprensión lo asombró.
—La veía cuando frecuentaba la casa de Matías. Se fue hace años.
—Sí. A Rosario. Y nos hicimos amigas y compartimos la vivienda y mañana nos íbamos de vacaciones al sur —enumeró sin solución de continuidad.
—Dijiste “nos íbamos”… —observó Marcos.
—Camila sufrió una crisis por la muerte de su tío Nicanor y está internada en la clínica —dijo Leo cabizbaja.
—Ahora entiendo tus preguntas —señaló Silva—. Me arriesgo a decir que está en buenas manos. Matías es un siquiatra reconocido y, por lo demás, es parte de su familia —inclinó la cabeza y aventuró, reflexivo—: Es tarde para volver a Rosario. ¿Cuáles son tus planes?
—Ya fui a Rosario a buscar algo de ropa para quedarme unos días.
—A ver… ¿Viajaste esta mañana y a la tarde fuiste y volviste? Debés estar cansada —alegó.
—Mario me dijo que la señora Irma podía darme alojamiento.
—¡La buena de Irma…! —sonrió Marcos—. Sí. De seguro no tendrá inconveniente. ¿Querés que te acompañe ahora?
—No es necesario. Mario dijo que él me llevaría.
Él sonrió para sus adentros. Ninguna otra mujer lo hubiera relegado por el muchacho. Aunque de esta jovencita nada lo sorprendía.
—Te voy a llevar yo. Irma está emparentada conmigo —explicó—. ¿Vas a comer ese sándwich?
—No. Se enfrió.
—Vayamos, entonces.
Se acercaron a la caja adonde Leo pagó su consumición y Marcos le notificó a Mario que él se ocuparía de la chica. Caminó detrás de ella admirado de la fortaleza que demostraba en contraste con su frágil continente.
—Allí tengo el auto —le indicó al llegar a la calle.
—Te llevo en el mío, Leonora, y mañana te paso a buscar para que lo retires y busques una cochera en el vecindario de Irma. No conviene dejarlo en la calle.
Leo retiró sus pertenencias y subió al coche de Marcos. Él se percató, al acomodarse al volante, de cuán menuda se veía al lado de su cuerpo, y un espontáneo anhelo de protegerla lo desbordó. Tomó el celular, se aseguró de que Irma estuviese en su casa y arrancó. Viajaron en silencio, la joven luchando contra la creciente fatiga y el hombre elaborando las consecuencias de su intervención. El recorrido fue corto. Silva cargó el bolso de Leonora y la escoltó hasta la casa adonde se alojaría. Una mujer entrada en años abrió la puerta y le tendió los brazos a Marcos.
—¡Quito! ¡Qué alegría verte, querido! —exclamó con alegría.
Él, riendo, la apretó con fuerza y le plantó un sonoro beso en la mejilla. Al separarse, le presentó a la muchacha: —Irma, ella es Leonora y espero que la albergues en tu casa.
—¡Cómo si fueras vos! —dijo la mujer con devoción. Se hizo a un lado e invitó—: ¡Pasen, pasen…!
Ingresaron a una salita amueblada con sillones de aspecto confortable, en uno de los cuales Marcos depositó el bolso. Se dirigió a Leo: —Te dejo en buenas manos. Espero que descanses y mañana te paso a buscar.
—No sé cómo agradecer todas tus atenciones —declaró ella conmovida.
—Ya pensaré en algo —le advirtió con una sonrisa. Después le solicitó a la dueña de casa—: ¿Me acompañás?
En cuanto llegaron a la puerta, Irma le demandó: —Ahora me vas a decir que relación tenés con esta niña bonita que tan escondida tenías.
—No delires, nana, que recién hoy la conocí —replicó—. Tratá de que coma algo antes de que se vaya a acostar. Por lo que deduzco, debe estar en ayunas.
—Presumo que no es una conquista cualquiera, porque en tal caso terminaría en tu departamento —discurrió la mujer.
—No te apures, que yo mismo desconozco lo que me atrae de ella. Tal vez, de mujer a mujer, averigües algo de su vida… —insinuó.
—Mmm… bandido. Tanta cautela me dice que no querés meter la pata con esta chica. Te gusta, ¿eh?
—Desde que la vi, nana. ¿Me creés?
—Como si te conociera —bromeó Irma, que lo había cuidado durante la larga enfermedad de su madre—. Espero que sientes cabeza, muchacho. Me moriré más tranquila si te dejo en compañía de una mujer y varios críos.
Marcos la abrazó y aún se reía cuando subió al auto. Irma entró a la casa y encontró a Leonora parada en medio de la habitación.
—¡Qué descortés de mi parte, querida! ¡Yo demorada y vos de pie! Vení a la cocina, por favor. Querrás comer algo.
—En realidad, lo único que quiero es dormir —adujo Leo.
—Una sopa caliente impedirá que se interrumpa tu descanso —arguyó la mujer con autoridad—. En media hora estarás en la cama.
Leonora, resignada, la siguió hasta la cocina. La hizo sentar a una mesa pequeña cubierta con un mantel rayado en colores, y poco después colocó delante de ella un tazón humeante. El aroma que desprendía era tan gustoso como el sabor. El consomé le recuperó el ánimo y aceptó otra porción que le ofreció la mujer.
—Gracias, Irma —le dijo después de acabar el segundo plato—. Estaba deliciosa. Me siento como si me hubieran inyectado un estimulante.
—Lo mismo decía Quito cuando volvía de los entrenamientos —afirmó con una sonrisa.
—¿Quito?
—¡Ah, sí, querida! De Marquito. Me hacía renegar tanto cuando era chico, que le abrevié el nombre para no cansarme.
—Me dijo que eran parientes —comentó Leo.
—Para mí, es como un hijo. Tuvo la desgracia de que su mamá enfermara apenas lo destetó, y yo fui contratada para cuidarlo. Amanda nunca se recuperó y falleció cuando él tenía doce años. Después que creció, me quedé en la casa para las tareas domésticas, y cuando se hizo cargo de la hacienda me regaló esta casa y me obligó a jubilarme. Me visita cada semana y cuida de que no me falte nada. Es un hombre cariñoso y agradecido, muchacha. Además de buen mozo, ¿verdad? —la afirmación requería una respuesta.
Leonora declaró cordialmente: —en otro momento me lo hubieras vendido, Irma. Pero hoy toda mi energía afectiva está con mi amiga enferma.
A instancia de la mujer, revivió los sucesos de los últimos días. Cuando terminó, su rostro se había ensombrecido. Irma se acercó para abrazarla: —¡Ay, niña! Yo conocí a la madre y a la abuela de Camila. Si las dos hicieron una vida bastante normal, es seguro que ella saldrá de la crisis —la confortó—. Ahora te mostraré tu habitación para que te acomodes.
Leonora asintió y buscó el bolso. Se duchó en el baño que estaba entre los dos dormitorios y poco después, ganada por el cansancio, se durmió.

V
Marcos se comunicó con Irma a las diez de la mañana. Ambos acordaron en no perturbar el sueño de Leonora y en reunirse al mediodía para almorzar. La joven apareció en la cocina a las once y media.
—¡Me quedé dormida! Quería visitar a Cami por la mañana —se lamentó.
—Te hacía falta un buen descanso —dijo Irma ofreciéndole una taza de café con leche.
—Tengo que informar la cancelación del viaje a la agencia de turismo —recordó Leonora; manipuló el celular y envió el mensaje. Después le confió a la mujer—: Ahora que vuelve a funcionar mi cabeza planeo pedir una consulta con otros médicos. ¿Creés que su familia se opondrá?
—Me temo que sí. Supondría una ofensa para el doctor Ávila.
—¡Es que no puedo aceptar que la haya afectado la muerte de su tío! Algo más debió ocurrir. Ella misma me dijo que venía por una cuestión de urbanidad y yo le creo —insistió.
—¿Por qué no lo hablás con Marcos? Él conoce a Matías y podrá orientarte mejor que yo.
—A propósito de Marcos… —observó con un mohín de decepción— se olvidó de que me alcanzaría hasta mi auto.
—Llamó a las diez y pensamos que era mejor dejarte reposar. Es hombre de palabra, Leonora —acentuó la mujer.
La joven murmuró una disculpa: —Perdoname… y me podés decir Leo si te gustan los nombres cortos —ofreció a modo de desagravio.
Irma lamentó su exabrupto: —Perdoname vos, Leo. Es que soy una quisquillosa cuando se trata de mi muchacho.
—Ya me dí cuenta —rió Leonora—. ¿Hay manera de ubicarlo?
—En una hora viene a comer con nosotras. Voy a terminar de preparar el almuerzo. Si querés entretenerte, en la sala hay un televisor.
—¡De ninguna manera! Te ayudo —manifestó.
—Bueno. Podrías preparar una ensalada —sugirió Irma—. En la heladera hay verduras limpias y la combinación la dejo a tu criterio.
—¡A mi juego me llamaron! —exclamó Leo animada—. Lo que quiera, ¿eh?
—¡Sí! —ratificó la mujer, risueña.
La muchacha acomodó sobre una tabla verduras, frutas, queso, nueces y aceitunas. Cortó, combinó sobre una fuente y eligió los ingredientes para aderezarla antes de servir. Miró su creación satisfecha.
—Me dejé llevar por la inspiración —le dijo a Irma que se acercó a curiosear—. Espero que les guste el entrevero.
—Se ve tentador, aunque mi conocimiento de las ensaladas sea más tradicional —opinó la mujer.
Leonora asintió con una inclinación de cabeza. Después encaró el asunto de su alojamiento: —Todavía no conversamos el costo de mi estadía —señaló.
—¡Ni se te ocurra! Sería como si le quisiera cobrar a Marquito.
—Tu Marquito tiene todo el derecho, pero yo hasta ayer ni siquiera lo conocía —protestó la muchacha.
—A quienquiera que traiga, es como si fuera él —dijo Irma concluyente.
—¿Y te suele traer muchas invitadas? —inquirió la joven burlona.
—Para que sepas… —el timbre abortó la respuesta de la mujer—. ¿Atenderías la puerta? —mudó con gesto travieso.
Leonora se alejó riendo. Le duraba la sonrisa cuando se encaró con Silva. Él la evaluó con una expresión de tanto deleite que la hizo sonrojar. Recuperada de la impresión sufrida por los sucesos del día anterior, tomó conciencia de la presencia masculina y se dejó llevar por las emociones que le provocaba. La intensidad del momento los arrojó a una dimensión habitada sólo por ellos. Leo no se resistió a la primitiva atracción que el hombre le despertaba, extrañamente asociada a una sensación de seguridad. Marcos se dejó impregnar por la renovada imagen de la joven. Si ayer le había estimulado el instinto protector, hoy lo abatió una ola de profunda sensualidad. La imaginó en sus brazos y deseó besar esos labios curvados en una sonrisa inefable. Ella se inquietó como si hubiera captado su anhelo y emergió de su inmovilidad.
—Hola —saludó con un hilo de voz.
—Hola —repitió él en tono grave—. Se te ve recuperada —agregó más distendido.
—Así me siento. Gracias —se hizo a un lado para que pasara y cerró la puerta.
Lo siguió hasta la cocina adonde él saludó a Irma y metió en el freezer el paquete que llevaba.
—Helado —aclaró con una sonrisa.
Lo degustaron en la salita después del almuerzo, en cuyo transcurso la ensalada de Leo fue elogiada y consumida. Irma se complacía observando la interacción entre los jóvenes, que evidenciaba el innegable interés de Marcos y la cauta aceptación de Leonora. En medio de la charla amena, la realidad irrumpió ante la mención de la muerte de Nicanor. El semblante de la muchacha se opacó al evocar a Camila y se reprochó haber olvidado, por una personal atracción, la crítica situación de su amiga.
—Marcos —su voz denotaba urgencia—, tengo que ver a Cami y proponerle a Matías una interconsulta.
Silva demoró en responder. Irma se intranquilizó, pensando que el pedido de Leo lo había contrariado.
—Leonora —dijo él al cabo—, no me queda claro la razón de otras consultas.
—Porque su primo da por sentado que el estado de Camila se debe a la muerte del tío y la trata bajo ese diagnóstico. Yo digo que la crisis se desató por otra causa.
—Sabés que ese pedido podría molestarlo…
—Sí —asintió la chica con gravedad—. Por eso necesito tu intermediación.
Él escrutó los ojos femeninos que sostuvieron su mirada en franco reclamo de auxilio. La ansiedad le entreabría los labios, particularidad que desarticuló cualquier intento de negativa por parte del hombre que alucinaba con besarla. Moderó su excitación y transigió: —Vayamos a la clínica.
El rostro de Leonora se iluminó. Aferró el brazo de Marcos y le expresó su reconocimiento: —¡Gracias! ¡No sabés cómo me alivia tu ayuda!
—Lo que vos debés saber —dijo él con voz contenida— es que si me seguís tocando te voy a cobrar la ayuda con un beso.
Leo emitió una risita sorprendida. Sin soltarle el brazo levantó la cabeza y rozó con sus labios la mejilla masculina fingiendo ignorar la vibración que lo sacudió.
—¡Te lo merecés! —afirmó al varón apabullado—. ¿Vamos? —se volvió para saludar a Irma y salió a la calle.
—¿Vas a quedarte toda la tarde con la boca abierta? —lo regañó la mujer.
—Si esta noche no la traigo, no te alarmes —le advirtió amagando la retirada.
—¡Quito…! —moduló escandalizada.
—¡Era una broma, nana…! —la abrazó—. Seré todo un caballero. Aunque ganas no me faltan de llevármela conmigo… —le susurró antes de cerrar la puerta tras él.
Irma se cruzó de brazos. Conociendo el temperamento del hombre no estaba muy segura de su moderación. “Bueno, la chica es una adulta. El desenlace depende de ella”, se dijo.


VI
Marcos se acomodó frente al volante y, antes de partir, le dirigió una sonrisa a Leonora. Ella suspiró y se apoyó contra el respaldo, ganada por la ansiedad de ver a su amiga. Silva no perturbó con palabras los pensamientos de la joven. Se apearon enfrente del sanatorio y, juntos, ascendieron la escalinata que conducía a la entrada. Al abrirse las puertas, el guardia hizo un gesto de desconcierto al reconocer a la muchacha.
—Hola, Luis —saludó Marcos con familiaridad—. Anunciame al doctor Ávila.
—Sí, señor Silva —el tono denotaba respeto.
—De haber venido sola, me hubiera puesto de patitas en la calle —observó Leo mientras el uniformado se alejaba.
—Estás muy susceptible —arriesgó Marcos.
Ella hizo un gesto de porfía: —Viste como vaciló al verme. No me paró porque estaba con vos.
Matías avanzaba por el corredor escoltado por el guardia. Lo esperaron en silencio.
—¡Marcos! ¿A qué se debe tu inédita visita? —exclamó tendiéndole la mano—. Veo que ya conocés a Leonora —añadió al saludarla.
—Hola, Matías —dijo la chica—. Me gustaría ver a Camila.
—Creí que habíamos llegado a un acuerdo…
—No haré nada que altere su descanso. Solo quiero verla.
El médico contuvo su contrariedad. Se preguntaba cómo la joven se había puesto en contacto con Silva. Él era demasiado poderoso como para desairar a la muchacha que acompañaba. No obstante, previno: —Su condición no ha variado.
—Solo quiero verla —repitió Leonora empecinada.
—Síganme —se sometió a la demanda.
Luis también formó parte de la comitiva. Matías reprodujo con las llaves el ritual del día anterior. Abonada por la presencia de Marcos, Leo se arrimó a la cama de su amiga. Tenía los párpados entornados y le pareció que procuraba abrirlos cuando ella se inclinó a mirarla. También percibió un suave quejido que atribuyó a un intento de comunicación. Una mano ruda atenazó su brazo y la arrastró hacia la salida.
—¡Te pedí que no te acercaras! —barbotó el médico, alterado, mientras cerraba la puerta.
—¡Un momento, Matías! No es necesario ser tan descortés —intervino Marcos disgustado por el trato desconsiderado hacia la muchacha.
—Hablemos abajo —lo interrumpió.
Silva apretó los labios y tomó a Leonora del brazo con suavidad para ingresar al ascensor. Matías rompió el tenso silencio en la planta baja: —Vayamos a mi despacho —dispuso, despidiendo al guardia con un gesto.
Los precedió hasta un consultorio ubicado después de la primera puerta que accedía al pasillo. Se ubicó detrás del escritorio y los invitó a sentarse en los sillones opuestos.
—Lamento mi reacción —se dirigió a Leo—, pero creí que quedaba clara la consigna de no interferir.
—¡Ella trató de comunicarse conmigo! Intentaba decirme algo cuando me apartaste —exclamó acusadora.
—Son figuraciones. Camila no está en condiciones de coordinar y tu intervención podría retardar su recuperación.
—Sin ánimo de molestarte —dijo la chica con decisión—, quiero que Cami sea evaluada por otro médico.
Las facciones de Matías se demudaron: —No sé que pretendés, pero debo recordarte que Camila es mi paciente y vos no tenés autoridad para exigir cambios en su tratamiento.
Marcos, que asistía al diálogo sin intervenir, se inmiscuyó al ver el gesto desalentado de la joven: —Matías, pienso que la propuesta de Leonora no tiene nada de agraviante. Como experto en salud mental debieras aportarle la tranquilidad que requiere. Entiendo que es una práctica común solicitar otras opiniones.
—Te lo voy a explicar, Marcos —pronunció el médico molesto—. Las consultas se hacen a pedido de los familiares cuando dudan del diagnóstico profesional, que no es éste el caso. No sé la relación que has entablado con esta mujer, pero no permitiré que tu calentura estorbe el proceso terapéutico.
Leonora quedó muda por la indignación y Marcos saltó del asiento con una expresión de amenaza.
—¡No te voy a permitir esa grosería! —garantizó, inclinándose sobre el rostro sobresaltado del siquiatra.
Como si hubiera sido invocado, el guardia entró al consultorio. Silva se enderezó al escuchar que se abría la puerta. Luis, confundido, deambulaba los ojos entre la cara de su jefe y la del estanciero. Marcos le dijo con calma: —Podés irte. El doctor Ávila no sufrirá ningún menoscabo.
El empleado desapareció. Silva le notificó a Matías: —La próxima vez que la ofendas, te quedás sin dientes.
El medico se levantó y pronunció con voz temblorosa: —Es mejor que no vuelvan por acá. No serán bien recibidos.
Leo detuvo el avance de Marcos sobre Matías: —¡Vamos! ¡Por favor, Marcos…! —rogó.
Él salió con brusquedad. Ella lo siguió hasta la calle adonde lo tomó del brazo. Marcos se plantó y le dijo relajado: —Quería mandarle un paciente a Horacio.
—Supongo que será el dentista —arriesgó Leonora.
—Linda y avispada —reconoció el hombre con una sonrisa. Recuperó la seriedad e indicó—: Me parece que tenemos mucho que charlar.
—Sí. ¿Adónde vamos?
—A la estación.
Saludaron a Mario y ocuparon una mesa arrinconada contra una esquina. El muchacho les alcanzó café y se alejó.
—Me apena que te hayas enfrentado con Matías por mi culpa —principió Leo.
—No debió zafarse —declaró Marcos—. Quiero que me cuentes qué te conmovió al acercarte a tu amiga.
—¡Me reconoció, Marcos! Y trató de hablarme. Estoy segura de que si me dejaran cuidarla volvería a la realidad.
—No vamos a poder entrar sin una orden judicial —adelantó él—. Voy a llamar a mi abogado para que vea qué puede hacer.
—No hace falta. Soy abogada y me pondré en contacto con el estudio adonde trabajo. Como conviviente, puedo solicitar un habeas corpus para verla. No sé si puedo pasar sobre los parientes para requerir una junta médica. ¿Por qué esa hostilidad por parte de su familia? —dijo dolorida.
Marcos se moría por consolarla. Quería concentrarse en el problema de Leonora y solo imaginaba tenerla en sus brazos para borrarle a fuerza de besos y caricias su pesadumbre. A fin de cuentas Matías resumió bien mi participación. La calentura me nubla el raciocinio. No puedo pensar más que en tenerla. Y ella necesita una mano que no sea para acariciarla. Despacio, Marcos, o saldrá de estampida.
—Allá hay una cabina telefónica. Voy a comunicarme con el estudio —avisó la chica interrumpiendo su controversia interna.
Regresó quince minutos después y le resumió la conversación: —Mis colegas me aconsejan usar los servicios de un mediador, creen que será más efectivo que un enfrentamiento judicial. El lunes estaría viajando el doctor Sánchez, muy reconocido en el ambiente por sus intervenciones exitosas.
—Voy a tener que contenerte la ansiedad —consideró el hombre con una sonrisa.
—Tarea ímproba —expresó Leo melancólica.
Chiquita, si me dejaras, te olvidarías del mundo.
—Contame que hacés —solicitó Leonora—. Por tu tiempo libre, diría que sos un desocupado.
Él soltó una carcajada. Después contestó: —Exploto algunos terrenos y los controlamos entre mi padre y yo. Esta semana le toca al viejo. Pero más me interesa saber de tu vida en la ciudad. Aquí todo es muy rutinario.
Cuando se levantaron para volver a casa de Irma, aún persistía la magia del momento en que se recrearon el uno para el otro. Leonora aquietó su mente angustiada y Marcos la atesoró, definitivamente, en el profundo abismo de su deseo.

VII
—¿Ya de vuelta? —fue la acogida de Irma—. ¡Ni siquiera comencé a preparar la cena!
—Calma, nana, que llegó el hada madrina —sonrió Marcos, indicando a Leo con la cabeza por tener los brazos cargados de paquetes.
—¡Trajimos hasta el postre! —dijo la muchacha con entusiasmo.
—Ella insistió, Irma —aclaró el hombre dejando la carga sobre la mesa de la cocina—. No está dispuesta a que la mantenga.
—Leo… —pronunció la mujer con afecto—. Sabés que no era necesario. Aprecio mucho tu compañía.
—Y yo la tuya. Más si puedo colaborar.
El gesto de Leonora terminó de completar la imagen que Irma se había hecho de la joven. La gente agradecida no abundaba, y este rasgo poco común la distinguía de otras mujeres que le había conocido a Marcos. Tal vez por eso se alegró de que él hubiera subordinado su deseo de seducirla a conocerla. La relación parecía haberse profundizado entre las horas del mediodía y la noche.
—Sentate, nana, que Leo y yo te vamos a agasajar —ordenó Marcos indicándole una silla.
Los contempló accionar desde su ubicación. La chica daba instrucciones que su compañero cumplía en medio de bromas. Ella terminó de distribuir las viandas en las fuentes bajo la cálida mirada masculina luego de lo cual, y antes de convocar a Irma para ubicarse en la mesa, se ofrendaron una sonrisa de mutua complacencia.
No he sido la nana de Quito si estos dos no terminan en pareja, se dijo la mujer con beneplácito.
—Irma, la mesa está servida —anunció Leonora con un gesto ampuloso.
Fue una cena henchida de sentimientos no expresados en palabras pero sugeridos a través de gestos y miradas. La dueña de casa asistía a la génesis de un vínculo que colmaba sus expectativas más ambiciosas en correlación a la felicidad de Marcos. Se levantaron de la mesa antes de la medianoche y los jóvenes completaron la tarea que se habían asignado: Leonora lavó la vajilla y Marcos la secó; solo consintieron que Irma la guardara para no alterar el orden de su cocina.
—Mañana las paso a buscar a las nueve —advirtió Silva antes de irse. Besó a su aya y señaló su corazón, su boca y su frente para despedirse de Leo.
Cuando Irma regresó después de cerrar la puerta, aún aleteaba la sonrisa en los labios de Leonora.
—¿Querés que tomemos un café antes de acostarnos? —consultó la dueña de casa.
Leo asintió y esperó en la salita. Disfrutaba la compañía de Irma y se preguntó por qué un acto tan simple como beber una infusión en compañía no lo había podido compartir con su mamá. Las confidencias propias de mujeres estaban descartadas en una existencia abocada a la exclusiva atención de las demandas varoniles.
—No hicieron ninguna referencia a la entrevista con el doctor Ávila… —arriesgó su anfitriona.
La joven emergió de su abstracción: —Cuando me acerqué a la cama Camila pareció reconocerme, y Matías me sacó a los tirones como si quisiera ocultar la reacción de ella.
—¿Delante de Quito? —se asombró.
—Que lo puso a un tris de perder su impecable dentadura —rió la chica—. Tu Quito es pendenciero, ¿eh?
—Cuando tiene razón —afirmó.
—Matías nos echó, Irma. Lamento haberlos enfrentado…
—No te apenes porque no son más que conocidos. Marcos es un señor al lado de ese doctorcito con aires de suficiencia.
Leo suspiró y terminó su relato: —Para resumir, el lunes viaja un abogado desde Rosario para intentar que Ávila me permita ver a Camila sin llegar a un litigio.
—Hacete acompañar por Quito —recomendó la mujer.
—Irma… No puedo tenerlo a mi disposición.
—Él lo está… Lo está… —repitió convencida.
La joven, pasando a otra cosa, preguntó: —¿Adónde nos llevará mañana?  
—A la estancia familiar, seguramente. Vas a conocer a don Silva, gran padre y eterno enamorado.
Leonora la miró interrogante.
—Después de Amanda, no volvió a interesarse por otra mujer. Nunca llevó a nadie a la casa —explicó Irma—. Y todavía es un hombre joven. Creo que vivió por su hijo y su trabajo.
—No es común tanta devoción —dijo Leo.
—Te va a gustar. Es un hombre parco pero amable. —Observó que había terminado de tomar el café—: Son más de las doce. ¿Te parece que nos acostemos?
—Sí, Irma. Creo que después de esta jornada vas a tener que salpicarme con agua para despertarme —declaró Leonora estirándose.
—Mejor te mando un príncipe para que te despierte con un beso… —insinuó la mujer con una sonrisa.
Leo respondió a la indirecta con una carcajada mientras se dirigía a su dormitorio. Se despertó a las ocho de la mañana, antes de que Irma la llamara. Se dio un baño rápido y media hora después desayunaban juntas. Poco antes de la llegada de Marcos, revisó su celular. Vio, con inquietud, que tenía la batería agotada. Había olvidado incluir el cargador al rellenar el bolso. Hizo un gesto de fastidio y lo guardó en el bolsillo del pantalón. “Es irrelevante. Solo sirve para comunicarme con Camila”, pensó. La aparición de Marcos la recobró del amago de tristeza que la acometió al recuerdo de su amiga.
—¿Listas para pasar un día de campo? —preguntó el hombre no bien entrar.
Antes de acomodarse en la camioneta, le consultó: —¿Mi auto seguirá en la estación?
—Está guardado en la cochera de Antonio —la tranquilizó.
—Pero… Yo tengo la llave.
—Lo movieron con la grúa de auxilio.
Ella inclinó la cabeza con una sonrisa y se ubicó en el asiento delantero ya que Irma se había sentado en el de atrás. El cielo límpido presagiaba un día caluroso. El trayecto hasta la hacienda insumió quince minutos hasta llegar a la entrada marcada por una tranquera de madera que unía todo el espacio alambrado. Marcos bajó del coche para abrirla y, cuando se volvía, Leo ya se había adueñado del volante. Él, con un gesto risueño, le hizo señas para que entrara el vehículo. Cerró la valla y detuvo el movimiento de la muchacha que volvía a su lugar.
—Seguí manejando. El sendero te lleva hasta la casa —le dijo acomodándose a su lado.
Leo condujo la camioneta por el acceso bordeado de árboles hasta llegar a una explanada adonde se levantaba la construcción de estilo campestre. Con una diestra maniobra la estacionó paralela a la entrada, en la cual aguardaba un sujeto que –ella no dudó- era el padre de Marcos. Se dirigió hacia el vehículo y abrió la puerta ofreciéndole la mano. La chica la aceptó con una sonrisa y se presentó: —¡Hola! Soy Leo.
—Y yo, Arturo. Encantado de conocerte, Leo —expresó.
Irma se acercó seguida de Marcos y saludó a Silva padre, después de lo cual fueron invitados a ingresar a la casona. El amplio salón de entrada estaba amoblado con confort. Sobre una de las paredes se destacaba un hogar a leña presidido por el cuadro de una bella mujer. Tampoco dudó Leonora de su identidad. Dejó el bolso de mano sobre un sillón y se acercó a la pintura. El agraciado rostro trasuntaba un aire de complacencia acorde al tranquilo abandono del cuerpo sobre el sillón donde se reclinaba. El pintor había captado algo más que confianza en sus ojos; en ellos brillaba un resplandor amoroso. Intuyó una presencia a su lado y se volvió para encontrarse con la mirada conmovida del padre de Marcos.
—Vos la pintaste, ¿verdad?
Él sonrió, desandando su recuerdo: —¿Lo adivinaste por la técnica rudimentaria?
—Lejos está de ese calificativo —dijo con entendimiento—. No. Porque mira al artista con amor.
El hombre la miró con aprecio antes de señalar: —Tuvo una gran paciencia ante mis veleidades artísticas. Posó durante tres meses al comienzo del embarazo, porque solo podía dedicarme a pintarla de noche cuando terminaba mi rutina en el campo.
—Es un trabajo digno de ser expuesto —afirmó Leo.
—¿Estudiaste pintura?
—Lo suficiente para apreciar una obra bien ejecutada —garantizó.
Arturo la tomó del brazo y la encaminó hacia donde estaban Irma y Marcos: —Te voy a devolver a la comunidad antes de ganarme la animosidad de mi hijo.
Leonora no pudo contener la risa ante la salida del hombre. Miró a Marcos y pensó que, decididamente, no lo cambiaría por el padre.
—Irma, necesito tu colaboración para agasajar a nuestra invitada —manifestó el estanciero.
—Estoy siempre a su disposición —dijo la mujer como un soldadito.
—Ustedes están libres hasta el mediodía —indicó Silva padre a los jóvenes—. A las doce estará listo el asado.
—¡Magnífico! —exclamó Marcos—. Vamos, Leo. Haremos una caminata antes de que el sol apriete.
La pareja salió bajo la mirada de Arturo e Irma. El primero observó: —¿Estoy suponiendo, Irma, o esta jovencita ha conmovido el corazón de mi muchacho?
—Supone bien, don Arturo. Y me parece que es mutuo.
—Bien, bien —aprobó el hombre—. Porque me gusta.

VIII
Leonora se detuvo a contemplar la casa. Madera, piedra y tejas le daban un peculiar aire de solidez. Sobre todo le fascinaron las dos ventanas que predominaban en la planta alta, protegidas por un techo a dos aguas. El porche cubierto, estaba bordeado a cada lado de la escalera por macizos de plantas florecidas, y varios árboles añosos, atrás y a los costados de la construcción, la protegían de la canícula veraniega.
—Me encanta tu casa —proclamó—. ¿Cuántos dormitorios tiene?
—Cuatro. Estuvo pensada para varios niños —dijo Marcos—. Lamentablemente, sólo me tuvieron a mí.
Leo le dirigió una mirada compasiva: —¿Te hace daño hablar de tu mamá?
Él jugó con el suave cabello de la joven antes de contestar: —No con vos. Poco pude disfrutarla hasta que murió. Enfermó de leucemia cuando yo tenía dos años y luchó contra su dolencia durante otros diez. Mi recuerdo más nítido es el del sufrimiento de mi padre que no se resignaba a perderla. Él recorrió el mundo para salvarla mientras a mí me cuidaba nana y mi abuelo se hacía cargo de la hacienda. Cuando ella se restablecía un poco se esforzaba por brindarme todo el tiempo que podía aunque yo no comprendiera del todo sus frecuentes ausencias. Solo tomé conciencia de la gravedad de su enfermedad antes de su muerte —reveló conmovido.
—Oh, Marcos… —murmuró Leonora con las pupilas brillantes de lágrimas contenidas.
Estaban tan cerca que bastó un mínimo movimiento del hombre para sostener a la muchacha trémula contra su cuerpo. La abrazó sin otra intención que la de consolarla y la besó porque no pudo contenerse. Ella apartó la boca cuando la caricia se convertía en el preludio de una entrega y refugió la cara en el hueco del hombro viril. Él  apretó la cabeza de la chica contra su cuello mientras recuperaba el aliento y la sensatez.
—Querida… No quise mortificarte —musitó junto a su oído.
Ella se apartó con suavidad: —No, no… Yo tuve la culpa. No debí recordarte una historia tan dolorosa.
—Ya no lo es, Leo. Pero me sacudió tu sensible interés. Me hizo bien recordar en voz alta esa etapa de mi vida que ni siquiera pude hablar con papá por no afligirlo.
—¿No lo decís para confortarme?
—Lo juro —sonrió—. ¿Querés reanudar el paseo?
Arrancaron a caminar juntos hacia el pequeño monte de frutales que abastecía las necesidades de los propietarios y de algunos vecinos, pasaron por la huerta que tenía el mismo propósito, y desembocaron en el establo.
—¿Sabés montar?
—¡No! —negó la joven, con una risa.
—Es hora de que aprendas —anunció Marcos.
Abrió uno de los boxes y acarició la testa y los belfos de un caballo que restregó la cabeza contra su mano. Le colocó la brida con las riendas y la silla de montar. Hizo lo propio con otro equino y los sacó de la caballeriza.
—Primera lección —dijo a la risueña muchacha—, establecer una relación cordial —le indicó que acariciara la cabeza y el pecho del animal.
Ella obedeció con gravedad. En tanto él sujetaba al caballo, le señaló como poner el pie en el estribo para montarlo. Luego le entregó las riendas y subió al suyo. Las claras explicaciones de Marcos le iban infundiendo confianza hasta animarla a pasar a un trotecillo. Cabalgaron durante una hora recorriendo los alrededores con calma y se apearon antes de pegar la vuelta. El hombre la ayudó a bajar y ató las riendas de los caballos a un travesaño de la tranquera. Después se sentó en el suelo junto a Leonora.
—¿Cómo está tu lindo trasero? —preguntó con humor.
—Por ahora indemne. Pero temo, por tu interés, que mañana no voy a poder sentarme.
—¡Ja! Hemos sido muy cuidadosos —lo dijo con una mueca juguetona.
Ella reclinó la cabeza y le hizo un mohín. A él le reverdecieron las ganas de besarla. Se extasió mirando el rostro arrebolado por el sol, los cabellos alborotados por el viento y esa expresión de chiquilla burlona con que respondía a su provocación.   
—Los caballos parecen inquietos. ¿Por qué mueven tanto las orejas? —la pregunta lo liberó de su embeleso.
—Están bien. Solo vigilan. Hay otros movimientos a los cuales hay que atender.
—¿Cómo cuáles? —se interesó Leo.
Marcos le dio una cátedra sobre orejas paradas, caídas, hacia atrás, en diagonal, que ella escuchó con atención. Antes de las doce, volvieron a montar para regresar a la casa. Después de desensillar su caballo siguiendo las instrucciones de su entrenador, Leonora le dijo: —Gracias por la experiencia, Marcos. Ha sido el paseo más ameno que recuerde.
—Lo volveremos a repetir, ¿eh? —propuso él satisfecho.
Los esperaba una mesa tendida a la sombra de los árboles adonde se acomodaron para comer algunos entremeses preparados por Irma. Arturo apareció poco después con la primera fuente de carne asada.
—Faltaba una bella amazona para engalanar esta hacienda —lisonjeó a la invitada.
—¡No me cargues! —rió ella—. Pero podés apostar a que si practico podría llegar a ser un buen jinete.
—No lo dudo. Mis caballos y mi hijo están a tu disposición. ¿Digo bien? —le preguntó al aludido mientras le servía unas achuras.
—Acertado como siempre, papá —declaró Marcos, circunspecto.
El histrionismo de padre e hijo provocó la hilaridad de Leo, contagiando al resto de los comensales. El almuerzo discurrió en un clima de bienestar que, a criterio de Irma, hacía mucho que no se vivía en esa casa. Leonora le ayudó a levantar la mesa y dejar la cocina limpia pese a su negativa, después de lo cual volvieron a sentarse para tomar un café.
—Le sonsaqué a Irma el motivo de tu visita a este pueblo —señaló Arturo—. Deploro la circunstancia, pero ¿qué otro azar te hubiera conducido a estos pagos?
—Creo que solo si Camila hubiera aceptado que la acompañara. ¡Me arrepiento de no haber insistido! —se censuró.
—¡Vamos, Leo! —terció Marcos—. No te culpes ni te desmoralices. Mañana se resolverá el problema.
—Pienso que Matías es el más interesado en que se recupere —aportó Arturo—. Esta semana se iba a leer el testamento de Nicanor ante la presencia de todos los herederos. Se postergó hasta que Camila esté en condiciones de discernir.
—¿Testamento? Ella es una heredera no forzosa, y la relación con el tío de su mamá, inexistente.
—El escribano ante quien manifestó su última voluntad tenía el mandato de leer el legado ante Teresa, Matías y Camila —aclaró el padre de Marcos.
—Todos herederos legítimos pero no forzosos —reflexionó Leonora—. El testamento podría ser una sorpresa para Matías… Aunque no sufriría gran perjuicio porque no implica más que un tercio de los bienes.
—No, Leo. Todo el patrimonio le pertenece a Nicanor —precisó el estanciero.
—¡Si eran tres hermanos! La herencia paterna debió repartirse entre ellos por partes iguales.
—Nicanor, como hijo mayor, le compró a su padre todas las propiedades incluida la casa solariega cuando don Ávila se fundió. Él había hecho una pequeña fortuna administrando otras haciendas, de modo que con el consentimiento de su madre y hermanas puso el dinero para pagar las deudas y evitar que fueran desalojados. Nada quedó a distribuir cuando murieron los padres.
—Entonces… ¡Puede repartir campos y propiedades como quiera, al no tener hijos! —descubrió la joven—. ¿No tendrá que ver la herencia con la inexplicable crisis de mi amiga?
—Si Camila no tuviera los antecedentes maternos, podríamos pensar en una conspiración —especuló Marcos—, aunque Matías es un profesional reconocido en la especialidad y gane fortunas con su actividad. La clínica siquiátrica le pertenece y no creo que la haya construido con la colaboración de su tío.
—No se… —dijo la joven reticente—. Algo me dice que aquí hay gato encerrado.
Marcos le echó una mirada entre risueña e inquieta. Su muchachita parecía estar cayendo en las garras de una obsesión.
—Leo —pronunció con firmeza—. Si la intervención del mediador es efectiva, podrás acompañarla lo suficiente para comprobar su estado. Si no lo fuera, buscaremos otra manera de acercarnos. En tanto, te pido que sosiegues tu imaginación.
Por un momento ella lo miró con intolerancia, mas las pupilas masculinas no cedieron ante su rebeldía. Un rictus de indefensión reemplazó su arrebato. Marcos desvariaba por consolarla y borrar con sus besos el gesto de desamparo. Arturo creyó oportuno intervenir al interpretar la preocupación de su hijo.
—Lo que dice Marcos es razonable, Leo. También yo asumo el compromiso de colaborar para ayudarte en todo lo que esté a mi alcance.
—Gracias… —murmuró la joven—. Me siento un poco avergonzada por mi impaciencia.
—¿Te gustan las aves? —preguntó Arturo de súbito.
—¡Las adoro!
—Te llevaremos a un lugar adonde podrás avistar varias especies. ¿Querrás buscar los largavistas, Marcos?
El hijo se levantó para volver después con cuatro catalejos. Irma declinó la invitación: —Vayan ustedes. Yo le haré honor a mi antiguo dormitorio.
Subieron a la camioneta y salieron de la propiedad para dirigirse a un frondoso bosque de la vecindad. Leonora quedó fascinada por el canto de los distintos pájaros que observaba a través de los binoculares. Preguntó nombres que fueron respondidos por padre e hijo, algunos de los cuales la hicieron reír, como el papamoscas y la lavandera. La presencia de Marcos con sus cuidados y atenciones la rodeó de un capullo de optimismo que la distanció de su preliminar congoja. Volvieron al caer la tarde, cuando las aves se guarecían en sus refugios. A mitad del camino arbolado, distinguieron el llamativo auto rojo. Leo frunció el ceño desestimando la peregrina imagen que el vehículo le sugería, pese a lo cual se apeó apenas se detuvo la camioneta. Corrió hasta reconocer la patente y divisar a su ocupante que compartía el mate con Irma. El hombre se levantó y la increpó: —¿Qué te pasa? ¿Por qué no dabas señales de vida?

IX
—¿Desde cuándo te desvela mi seguridad? —reaccionó belicosa.
—A partir de que llamaron de la agencia de turismo y nos enteramos de que cancelaste el viaje. Te estuve rastreando desde ayer a la mañana. Mamá estuvo al borde del infarto hasta que no averigüé tu paradero, y vine a buscarte porque a los viejos les cayó la ficha de que te podría pasar algo grave.
—¡Ja! Es preferible la incomodidad del viaje a soportar su histeria —le espetó con sarcasmo.
Toni se le acercó hasta que ella descubrió en sus ojos una suerte de alivio mezclada con enojo. La abrazó y le dijo, poniendo un beso en su frente: —¡A mí también me cayó la ficha, estúpida!
Leonora rió en brazos de su hermano, atónita por esa confesión de cariño intempestivo. ¡No es tarde para que mi hermano me abrace y mis padres se preocupen por mí!, se dijo feliz.
Marcos y Arturo se habían acercado y observaban a la pareja barajando distintas especulaciones. Leo se desasió del joven, y se dirigió a padre e hijo: —¡Mi hermano Toni! —presentó con euforia.
Las facciones de Marcos se relajaron. Estiró la diestra y recitó su nombre. Arturo hizo lo propio y poco después retomaban la mateada.
—¡Con la inseguridad en que vivimos esta hermana mía se da el lujo de desaparecer! —rezongó el recién llegado—. Ahora te toca llamar a los viejos para tranquilizarlos —le indicó.
—Me olvidé el cargador del celular en Rosario.
—Tomá el mío y llamalos —se lo estiró.
Leo suspiró y se levantó con una disculpa. Apartada del grupo charló con dos progenitores que, por primera vez, se olvidaron de sus reclamos para demostrarle cuan afligidos estaban por la falta de noticias. Los calmó y les prometió que los hablaría con regularidad. Colgó con la flamante sensación de estar integrada a su familia por el afecto. Marcos no dejó de observarla cuando se alejó para comunicarse con los padres. El sobresalto de verla en brazos de un hombre que no conjeturó como su hermano le hizo preguntarse, después de las confidencias del día anterior, por el cambio de humor en la relación filial. Era obvio que la muchacha había respondido al desapego hogareño con un distanciamiento que no se compadecía con sus sentimientos. Ahora volvía a la reunión con una expresión de alegría contenida que lo deleitó. Le sonrió a su hermano al devolverle el teléfono, gesto que el joven retribuyó.
—Ya que papá y mamá están tranquilos, me vuelvo a Rosario. ¿Hasta cuándo te pensás quedar aquí?
—Hasta que Camila esté bien.
—Toni —opinó Marcos—, aunque salgas ahora vas a viajar de noche. Quedate a cenar con nosotros y pernoctá en mi departamento.
El hermano de Leo asintió: —Te agradezco. Me vendría bien reponerme de esta jornada.
—¿Por qué no cenan acá y duermen en la casa? —ofreció Arturo—. Hay suficientes habitaciones para todos.
—Porque el mediador tiene la dirección de Irma y no sabemos a qué hora llegará durante la mañana —respondió el hijo—. Nos iremos después de cenar.
A las diez de la noche se despidieron del dueño de casa y Marcos, después de dejar a Leo e Irma, partió hacia su casa seguido por Toni.
—¡Qué joven bien parecido es tu hermano! —apreció Irma.
—Sí. Y muy pagado de sí mismo —rió la muchacha—. Lo que no esperaba es que se tomara la molestia de buscarme. No somos muy apegados…
—Esto te demuestra que te quiere bien. No debe haber distancia entre hermanos —sermoneó.
—Así debiera ser, querida Irma —se estiró con exuberancia—. Estoy agotada. Demasiadas emociones para un día —bostezó.
—Mmm… Sí. Los abrazos y los besos suelen agotar —dijo la mujer con picardía.
Leonora observó la cara socarrona de Irma y no le cupo duda de que se refería al beso de Marcos. ¡Claro! No se habían alejado demasiado de la casa y debieron ser visibles desde el interior. ¿Arturo también habría sido testigo? Sacudió la cabeza y le dedicó a su anfitriona una sonrisa enigmática. Aún no era tiempo de confidencias.
—¡A la cama, entonces! Mañana te espera otro día agitado —exhortó la mujer interpretando su silencio.
—¡Gracias, Irma! —la abrazó—. Vayamos a descansar.
∞ ∞
Marcos estacionó el auto en la calle y le indicó a Toni que guardara el suyo en la cochera del departamento. Instalados en la sala de estar, se estudiaron mutuamente. El dueño de casa aventajaba en información a su invitado. Sabía que le llevaba tres años a su hermana, que era la debilidad de sus padres, que no le encontraba rumbo a su vida y que lo había sorprendido con su impensada demostración de afecto. La alegría de Leo por este cambio era palmaria, y se esforzó en pensar cómo podría colaborar para mantenerla.
—¿Aluciné o estuviste a punto de liquidarme con la mirada cuando abracé a mi hermanita? —arriesgó Antonio con soltura.
—¡Te dispensé cuando te presentó! —aceptó Marcos riendo—. Encuentro a la mujer ideal y por poco pensé que tenía dueño...
—Estás de parabienes porque, que sepa, solo se ha enfocado en su profesión —lo alentó—. Aunque deberás sortear un gran escollo: este pueblo no se compadece con una gran carrera.
—De eso me preocuparé luego —contestó Marcos—. En cuanto a vos, contame a qué te dedicás.
—A holgazanear. Estudiar no me gusta y menos ser cadete de mi padre. Pero es mi única fuente de recursos hasta que herede. Y como el viejo goza de buena salud, esta salida está muy distante —dijo con cinismo.
Silva no arriesgó ningún comentario. Bajo esa costra de frivolidad, intuyó a un tipo sensible subestimado por un padre intolerante y una hermana autosuficiente.
—Tomemos una copa. ¿Qué te sirvo? —preguntó al levantarse.
—Whisky.
—Bien.
Trajo los vasos refrescados con hielo y volvió a sentarse enfrente de Toni. Lo escrutó con calma, atendiendo al recuerdo de su charla con Leo a quien mortificaba la actitud apática de su hermano frente a la vida. Tal vez…
—¿Te satisface depender de tu padre? —la pregunta no estaba revestida de ninguna sutileza.
Antonio no se alteró. El pretendiente de su hermana le caía bien y le gustaba su estilo frontal: —No. Aunque tampoco cualquier tarea —aclaró.
—Si estás dispuesto a experimentar, puedo ofrecerte una alternativa.
El joven lo miró interrogante. ¿Pensaba Marcos que esa propuesta le facilitaría el consentimiento de Leonora? Pensó que tendría que puntualizarlo de entrada si así fuera.
—Te escucho —accedió.
—Hace tiempo que estamos considerando con mi padre delegar algunas tareas en una especie de capataz, o gerente, como quieras llamarlo.
—¡Pero yo no entiendo nada de labores agrícolas! —interrumpió Toni alarmado—. Solo cursé algunas materias de Agronomía.
—Lo tuve en cuenta para pensar en vos —precisó Marcos con placidez—. Se trata de incorporar gradualmente las distintas tareas hasta que puedas manejarlas como una totalidad. El tiempo que lleve dependerá de tu interés.
Antonio se hizo algunos planteos antes de responder. La expresión serena del hombre que no lo apremiaba le facilitó el auto análisis. Le sorprendió que Marcos, sin conocerlo, depositara en él la confianza que suponía hacerse cargo de la administración de la hacienda. La oferta era tentadora y predecía un cambio inesperado en su vida. Se sintió capaz de afrontar el desafío.
—Mirá, viejo —dijo al cabo—, todo bien si mi posibilidad no depende de tu potencial relación con mi hermana —hizo un gesto de disculpa—. Perdoname la franqueza, pero si me involucro no quiero ser rechazado por razones ajenas a mi dedicación.
Marcos sonrió ante el reparo del muchacho que daba por sentada su idoneidad, lo cual era meritorio en un habitante de la metrópoli que lidiaría en un terreno desconocido. Estaba seguro de no haberse equivocado al calibrar a Toni como futuro colaborador así como que Leonora era la compañera de ruta que ambicionaba. La respuesta fue contundente: —Vos preocupate por aprender. De conquistar a tu hermana me preocuparé yo.

X
Leo, a pesar del cansancio, durmió a ratos. Las imágenes de Camila, Marcos y Toni se superponían en su desvelo. Cami catatónica, el beso de Marcos, el abrazo de su hermano. No veía la hora de que llegara la mañana y con ella la presencia del mediador. Intuía que su amiga al verla se anclaría a la realidad. Se incorporó a las siete, se bañó y se vistió en silencio. Caminó con sigilo hasta la cocina adonde, para su sorpresa, ya estaban desayunando Irma y Marcos.
—¡Buen día! —saludó la mujer—. Me imaginé que te levantarías temprano.
—¡Buen día! —les sonrió a los dos.
El hombre le ofreció un pocillo de café con leche y una mirada que atrasó el tiempo hasta el abrazo de la tarde pasada. El recuerdo del beso se hizo tangible en su cara ruborosa para deleite de Marcos. Leo se abstrajo en su desayuno para ocultar la confusión. El timbre del teléfono hendió el espacio ocupado por el silencio. Irma atendió y se lo acercó a Leonora: —Preguntan por vos —le dijo.
Ella habló por varios minutos con el invisible interlocutor y le pasó el aparato a Marcos para que indicara al abogado el camino para llegar a la clínica.
—Era el doctor Sánchez —le aclaró a Irma mientras Silva le daba las instrucciones—. Nos va a esperar en la puerta del sanatorio.
El hombre colgó, le devolvió el teléfono a la mujer y se dirigió a Leo: —¿Lista?
Ella asintió y lo siguió hasta la salida. Se despidieron de Irma y subieron al auto.
—¡Suerte, querida! —deseó su anfitriona.
La joven le prodigó una sonrisa esperanzada mientras el coche se ponía en marcha. Se acordó de Toni y preguntó: —¿Mi hermano está en tu casa?
—No. Volvía a Rosario cuando yo salí a buscarte.
—Gracias por tu consideración —dijo la chica—. Me hubiera preocupado que este tarambana tuviera algún accidente nocturno.
—No después de haber hecho las paces —sonrió Marcos—. Debía preservarlo para tu tranquilidad.
Leo suspiró y se aflojó contra el asiento. ¿Por qué acepto con tanta naturalidad los cuidados de este hombre al que cinco días atrás no conocía? ¿Porque me gusta o porque preciso sentirme amparada? No puedo negar que me atrae, pero no quiero confundir necesidad con seducción. Cuando recupere a mi amiga podré descifrar esta incógnita.
A medio camino, le confesó a su acompañante: —Si Sánchez no logra convencer a Matías, tengo que pensar en otra estrategia para estar a solas con Camila.
—Tranquila, muchachita. En su momento lo resolveremos —la voz calmosa de Marcos intentó bajarle la ansiedad.
No hablaron hasta que el conductor estacionó: —Leonora —manifestó presionando su antebrazo con suavidad—, quiero que sepas que soy tu aliado incondicional. Pase lo que pase con el abogado, encontraremos la forma de acercarnos a Camila —la mirada con la que certificó sus palabras fue tan contundente como su declaración.
Ella lo contempló casi amantemente, persuadida de su apoyo en cualquier contingencia. El hombre interpretó el mensaje de las pupilas femeninas y se sintió inspirado para luchar contra cualquier maleficio que pudiera perseguirla. Leo se sustrajo a la inmovilidad de sus ojos encadenados y examinó la entrada a la clínica buscando al mediador. “Debe ser ese tipo trajeado”, pensó.
—Ahí está el abogado —le transmitió a Marcos.
Él bajó del auto mientras ella hacía lo propio. Juntos, se dirigieron al encuentro del hombre.
—¿Doctor Sánchez? —preguntó Leonora no bien se acercaron.
—Doctora Castro… —asintió con un gesto y le tendió la mano—. Supieron describirla bien en su estudio.
Ella sonrió ante la galantería propia de un negociador. Presentó a su acompañante: —Marcos Silva, el doctor Sánchez —los incluyó en el ademán.
Los hombres se estrecharon las manos y el abogado propuso: —¿Algún lugar adonde puedan ponerme al tanto de la situación?
—A la vuelta hay un bar —afirmó Marcos—. Podremos hablar en privado.
El local, poco concurrido, les garantizaba discreción. Después de ubicarse en una mesa, Leonora resumió para el letrado los acontecimientos a partir del llamado telefónico de Teresa. Concluyó con una exhortación: —¡Doctor!, sé de su pericia en estos litigios y confío en que su intervención me ayude a conectarme con Camila —. Bajó la cabeza y balbuceó estremecida—: Es mi mayor esperanza…
Marcos cubrió con su diestra la mano temblorosa de la joven que descansaba sobre la mesa. Sánchez, haciéndose cargo del ruego de su colega, la miró con llaneza y trató de tranquilizarla: —Leonora, prometo poner de mi parte todo lo que sea posible para lograr ese acercamiento. No obstante, usted sabe que no siendo familiar de la paciente su pedido puede ser rechazado por los parientes directos. En vista de su compromiso emocional, considero prudente comparecer sin su presencia. La asistencia de un abogado suele provocar reacciones con las que discreparía —argumentó.
Ella esbozó un mohín de desencanto, aún entendiendo las razones del mediador. Consintió con un gesto que puso en funcionamiento al abogado quien se levantó, sacó el celular y pidió un número para comunicarse. Marcos satisfizo su pedido y guardó la tarjeta que le estiró. Después de que el profesional se dirigió a la clínica, le dijo a la muchacha: —Vayamos a caminar. El ejercicio aliviará la espera.
Se arrimaron hasta la plaza y recorrieron los caminos internos flanqueados por canteros floridos. El hombre creyó oportuno compartir con Leo la propuesta que le había hecho a su hermano.
—Anoche tuvimos una larga charla con Toni y te concierne saber que le hice una oferta de trabajo.
La chica interrumpió la marcha frenando el desplazamiento de Marcos. Alzó la cabeza para enfocarse en los ojos de él y atinó a decir: —Mi hermano no está preparado para ninguna actividad…
—¿No le vas a otorgar el beneficio de la duda?
—Ha sido poco constante en los negocios que ha encarado y no quisiera que te defraude —aclaró con seriedad.
Él la tomó del brazo: —Sabés que me motivás para afrontar cualquier desafío. Tengo la certeza de que tu hermano se puede convertir en un colaborador eficiente y estoy dispuesto a entrenarlo para que así sea —garantizó con elocuencia.
Leonora no rehuyó el significado de la declaración de Marcos. Afrontó su mirada y ratificó: —Por esa razón no deseo que se convierta en un lastre. Aunque es mi hermano y lo quiero, sería muy egoísta de mi parte imponerte su presencia.
—¿Nos darás una oportunidad? —él refrendó el pedido con una sonrisa que acentuaba su atractivo.
—Solo si me prometés que no me vas a ocultar los resultados —condicionó ella.
—¡Palabra! —aceptó Marcos con entusiasmo.
La mano del hombre aún rodeaba el antebrazo de la joven, y el contacto se les hizo tan tangible que eclipsó por un momento el evento que los había acercado. Se escrutaron intentando descifrar las emociones ocultas en el fondo de sus pupilas hasta que el sonido del celular de Marcos los descentró. Atendió con un leve gesto de contrariedad bajo la expectante mirada de Leo.
—Sánchez pide que nos reunamos con él en el bar —le dijo al cerrar la comunicación.
—Entonces… no funcionó la mediación —especuló ella con desánimo.
—No me comunicó el resultado —disintió Marcos—. Y como te aseguré, no está dicha la última palabra.

XI
Leonora apretó el paso ansiosa por conocer el resultado de la entrevista. En su fuero interno no guardaba muchas expectativas, de manera que múltiples especulaciones rondaban su mente. Se negó. Estoy segura de que se negó. Algo oculta y por eso no quiere que me acerque a Camila. ¡No puedo aceptar que se haya quebrado mentalmente de un momento para otro! Aunque tenga que forzar la entrada a su habitación, la voy a ver…
—Leo… —el llamado y el brazo de Marcos detuvieron las elucubraciones y aminoraron su marcha— Calma. Vamos a escuchar primero lo que tenga que decir el abogado. ¿De acuerdo? —dijo como si hubiera leído su pensamiento.
Ella asintió mudamente. Entraron al local adonde los esperaba el mediador y se sentaron a la mesa que ya habían ocupado. El letrado no se hizo rogar.
—Leonora —declaró—, el doctor Ávila aceptó que pudiera hacer una única visita a su amiga, con algunas condiciones: que no intente hablarle ni hacer contacto con ella, y que sea ante la presencia de un enfermero que intervendrá si incumple alguna de estas restricciones.
—¡Una sola visita! —objetó la muchacha—. ¿Cómo se supone que será suficiente para un reconocimiento?
—No desperdicies esta ventaja —intervino Marcos, criterioso—. Según se desarrolle la entrevista podremos organizar la estrategia futura.
—Marcos tiene razón, Leonora —apoyó Sánchez—. Ávila es un hueso duro de roer por lo que esta concesión ha de tomarla como un triunfo.
Ella no pudo evitar una mirada dudosa que pareció desautorizar la opinión del mediador. Silva terció para evitar un choque con el abogado: —¿Qué te parece si ya aprovechás la autorización?
Leo reaccionó ante el tono concluyente de Marcos. Consideró que debatir con el negociador postergaría el encuentro con Camila y recuperó la sensación de urgencia por verla.
—Perdóneme, Sánchez —dijo contrita—. Es que me ilusionaba con permanecer junto a ella para acompañarla en este trance.
El nombrado hizo un gesto de aceptación. Se levantó y propuso: —¿Concretamos el acuerdo?
Leonora consintió y les pidió que la aguardaran mientras iba al baño. No encontró toallas desechables para secarse las manos y abrió el bolso en busca de pañuelos de papel. El frasco de perfume que siempre cargaba, le recordó la declaración de Camila toda vez que lo usaba: “tu fragancia te delata. Te reconocería con los ojos cerrados”. ¿Y sí…? No dudó. Roció sus orejas, cuello y brazos con generosidad, guardó el pequeño envase en el bolsillo del pantalón, y regresó junto a los hombres.
Luis custodiaba como de costumbre el ingreso a la clínica y les franqueó la entrada con gesto respetuoso. Sánchez le solicitó que los anunciara al doctor Ávila quien apareció acompañado por un enfermero. Después del saludo de rigor, se dirigió al mediador: —Espero que haya transmitido mis condiciones como acordamos —le dijo como si estuvieran a solas.
—Téngalo por seguro —respondió el abogado con tranquilidad—. ¿Formalizamos el trato?
Matías se apartó para hablar en voz baja con el ayudante y le manifestó a su interlocutor: —Cuando quiera. Cleto la escoltará.
Leonora, al escuchar el nombre del joven asignado a su vigilancia, tuvo un destello de reminiscencia que desapareció de inmediato. Los hombres que la acompañaban se quedaron abajo en tanto ella viajaba con Cleto en el ascensor, en total silencio, hacia el anhelado encuentro. Él abrió la reja y se hizo a un lado para darle paso. Enfrentados a la habitación treinta y tres, insertó la llave y empujó la puerta que daba acceso al recinto. La luz difusa acentuaba la palidez de la joven inerte y provocó en Leo una angustiosa impresión de deterioro, como si el tiempo transcurrido entre las visitas fuera de meses y no de días. Se movió con cautela, esperando que el enfermero detuviera su aproximación a la cama en cualquier momento. Llegó al borde del lecho y miró, desbordada de cariño, el rostro inanimado de Camila. Se acercó lo más que pudo obedeciendo a la loca intuición de que su perfume le permitiría asociar aroma con “amiga”. Permaneció callada, aferrada a la esperanza del reconocimiento e intentando prolongar su estadía ajustándose a la regla de no interferir.
Cami, Cami… soy yo, Leo. ¿No decías que me identificarías con los ojos cerrados? ¿Qué te hicieron, amiga? Vivimos varios años juntas como para poder aceptar este derrumbe de tu conciencia. Matías miente. Si pudiera sacarte de aquí te recuperarías... Pero no me lo va a permitir. No te voy a abandonar… Usaré cualquier recurso para liberarte. Te lo juro…
El timbre la sobresaltó. La fuente era el celular del vigilante quien, después de asentir brevemente a la llamada, se volvió hacia ella.
—Debemos irnos —le dijo.
No se resistió. Se inclinó para besar con suavidad la mejilla de la muchacha y le susurró: —Te quiero, amiga…
Caminó hacia la salida y se paró frente al elevador. Advirtió que Cleto no le quitaba los ojos de encima mientras bajaban en el ascensor. ¡No tengo por qué ocultar mis sentimientos!, pensó entre triste y enojada. Marcos observó su semblante acongojado al verla salir de la caja, y se acercó con naturalidad para rodearle los hombros con un brazo y estrecharla contra su costado.
—¿Estás bien? —preguntó con acento preocupado.
—Yo sí… —murmuró. Fijó la vista en Matías que los contemplaba con expresión neutra. El reclamo brotó espontáneo—: ¡No sé por qué impedís que venga a visitar a Camila! Es tu pariente, lo sé. Pero yo soy su amiga y hace años que vivimos juntas. ¿No te parece razón suficiente para que me interese por ella? Si tu especialidad es la salud mental, te aviso que estás desequilibrando la mía con tu hostilidad.
El médico insertó su respuesta cuando ella se detuvo para tomar aire: —Lo que considerás hostilidad es precaución para evitar una recaída. Las visitas regulares no están indicadas para un paciente aislado con tratamiento antisicótico. Y de esto, Leonora —recalcó— creo saber más que un abogado. Cuando se haya estabilizado podrás verla con regularidad —reparó en el enfermero que no se había movido de su lado. Le echó una mirada despectiva y le indicó: —acá no tenés más que hacer. Volvé a tus tareas.
El joven bajó la mirada y balbuceó: —Sí, doctor. Enseguida.
El semblante de la muchacha reflejó el disgusto ante el trato desconsiderado del médico con su subordinado. Marcos la sintió tensionarse y decidió que era el momento oportuno de abandonar la clínica.
—Vamos, Leo —dijo con tono firme—. Tampoco nosotros tenemos más que hacer aquí —la guió hacia la puerta sin desmontar el brazo de su hombro.
Ella lo siguió sin objetar, flanqueada por el abogado que se puso en movimiento ante el mandato de Silva. Pisaron la calle a las once de la mañana y Marcos condujo hasta la casa de Irma donde Sánchez recuperó su vehículo para volver a Rosario.
—Leonora —manifestó el mediador—, tengo una intervención esta tarde, pero si me necesita no dude en llamarme. Con gusto intentaré conseguirle otra entrevista.
Ella le prometió que lo tendría en cuenta, aunque pensaba que debería recurrir a otros métodos para acercarse a Camila. Marcos, con los brazos cruzados sobre el pecho, la escrutó con gesto reflexivo.
—Algo estás pergeñando… —afirmó.
La joven sonrió ante la perspicacia del hombre. Se encogió de hombros y contestó: —Nada todavía, clarividente. Aunque es obvio que los procedimientos legales no ayudarán a resolver este conflicto.
Él dejó caer los brazos al costado y se acercó a la chica: —No sé por qué, intuyo que algo está bullendo en tu cabecita —dijo con una sonrisa—. Solo te pido que no me mantengas al margen de cualquier decisión. ¿Vale?
—Parece que desde que llegué no te podés librar de mí —chanceó Leo sin comprometerse en la respuesta.
Marcos midió su réplica y estimó que no convenía insistir con el reclamo. Tendría que confiar en la colaboración de Irma, de Mario y, en su momento, de Toni. Consultó la hora y alegó: —Tengo que irme, Leo. Seguro que Irma te estará esperando para almorzar. Nos vemos a la noche.
—Gracias por tu tiempo, Marcos. Y no te preocupes si tenés otros compromisos —agregó con actitud de aparente modestia.
Él le envolvió en una mirada provocativa y se fue riendo.
¿Qué pretendías con esa insinuación? ¿Que te dijera que no tiene más compromiso que con vos? ¡Sos una desfachatada! Pero qué mirada… ¡Ay, Cami! ¡Cuántas cosas que quisiera compartir con vos!
—¿Leo? —la voz de Irma dispersó su soliloquio.
La mujer la esperaba con la puerta abierta. La chica se acercó para saludarla con un beso y entraron a la casa. A la par que preparaban la comida, la puso al tanto de la visita y del aumento de la antipatía por el primo de Camila. Almorzaron a las doce y media y Leo aceptó la oferta de Irma para tomar una siesta considerando el sueño discontinuo de la noche. Su anfitriona le alcanzó el teléfono cuando estaba a punto de desvestirse.
—Para vos —anunció—. Es Mario, de la estación de servicio.

XII
—Debe ser por el auto —conjeturó la joven al tiempo que tomaba el teléfono.
Esta declaración dispensó a Irma para quedarse mientras Leonora atendía al muchacho. La charla fue corta y de pocas palabras por parte de la chica. Le devolvió el aparato a la dueña de casa y le comunicó: —Debo ir a la estación. Necesitan el lugar que ocupa mi vehículo, así que lo voy a buscar.
—¿Por qué no esperás a que te lleve Quito?
—Porque no va a venir hasta la noche.
—Son como veinte cuadras.
—Vos decime como llegar, Irma. De paso hago la digestión —agregó con una sonrisa.
La mujer le dio las indicaciones con renuencia y la acompañó hasta la puerta. Leo se despidió y le recomendó que fuera a descansar. Irma presintió que debiera comentarle a Marcos la salida de la muchacha, pero ahuyentó el impulso para no dejarse llevar por su instinto sobreprotector. ¿Acaso él no la censuraba siempre por esa tendencia? Lo más racional, se dijo, sería tomar la siesta y después hablar con su vecino para que la joven pudiera guardar el auto a la noche. Esta decisión la conformó y se fue a dormir.
∞ ∞
Leo caminaba a paso acelerado intentando desentrañar el pedido expreso de Mario: que no comentara con nadie el motivo de la llamada. Alguien quería verla en la estación de servicio. La presencia de Irma le impidió hacer preguntas y contestó solo con monosílabos, de tal forma que su curiosidad la calmaría al llegar a destino. A las quince cuadras topó con la ruta y torció hacia la derecha, desde donde otras cinco la separaban del surtidor. Absorta en su pensamiento no tomó nota de la bochornosa temperatura hasta que entró al local refrigerado. El calor y la sed la acometieron. Se acercó al mostrador tras el cual estaba el hijo de Antonio.
—¡Hola, Mario! —saludó—. Un agua mineral helada, por favor —pidió sin aliento.
—¡Enseguida, Leo! —respondió con entusiasmo.
Ella destapó la botella y bebió con deleite. Secó sus labios con una servilleta que el muchacho había dejado junto al envase y declaró: —te escucho.
—No a mí —dijo Mario. Bajó la voz—: en la trastienda.
Leo dirigió la vista hacia donde había señalado el joven con un movimiento de cabeza: una puerta detrás del mostrador que se hallaba cerrada. Mario deslizó un extremo de la barra y le hizo señas para que pasara. Atravesó la entrada y caminó hacia la puerta que le había indicado. La abrió y contempló al hombre que la esperaba. Lo miró sin sorpresa, reflotando el recuerdo que había relampagueado en el primer encuentro y que ahora descifraba ante el gesto que el muchacho no se cuidaba de disimular. “Anacleto tiene un tic peculiar que su familia condena y reprime: una sonrisa perenne. Es un chico tan bueno y afable que esa mueca no desentona con su carácter y solo la exhibe ante quienes confía: que somos su madre y yo. ¿Sabés por qué le pusieron Anacleto? Porque estuvo muerto unos minutos después de nacer. Significa el resucitado. Tal vez ese tic sea producto del tiempo en que su cerebro se quedó sin oxígeno o, como prefiero pensarlo, de celebrar la alegría de estar vivo”. La confidencia de Camila se actualizó en su memoria como la fugaz visión de la sonrisa que Cleto se apresuró a ocultar cuando lo vio en la clínica. Su amiga lo llamaba por el nombre completo, tal vez por eso tampoco lo evocó cuando lo nombraron. Camila tenía mucho afecto por ese muchachito original, unos años menor, que la rondaba por su aceptación y porque sospechaba que estaba un poco enamorado de ella. Mientras vivió en Vado Seco lo alentó con las actividades que lo apasionaban: la jardinería y su inclinación por el cuidado y rescate de animalitos abandonados. Leo se preguntó por qué había relegado estos intereses por la enfermería.
—Hola, Anacleto —le sonrió—. Me dijo Mario que querías hablarme.
Él mantuvo la sonrisa al estudiarla, lo que Leo evaluó como aprobación.
—¿Usted me conoce? —preguntó al fin.
—Camila me habló mucho de vos y de tu gusto por las plantas y los animales.
—¿Sí? —dijo complacido—. Deben ser muy amigas.
—Como hermanas —afirmó Leo—. Hace años que vivimos juntas.
El enfermero se sumió en un silencio meditativo, con la relampagueante mueca que abría un interrogante acerca de sus pensamientos. Leonora no lo presionó. Vislumbró que no debía apurar sus tiempos para que Anacleto pudiera confiar en ella.
—Usted es tan buena como Camila —expresó al fin—. Se molestó cuando el doctor me retó.
—Ese doctor no me gusta —se sinceró Leo—. Me preocupa que la atienda, aunque debo agradecer que vos estés cerca de ella.
A Leonora se le atragantaban las preguntas que deseaba hacerle a Cleto ya que no quería que su impaciencia le provocara alguna prevención. Decidió tomar el riesgo.
—Anacleto —principió—, ¿sabés cómo se enfermó Camila?
El muchacho negó con un movimiento de cabeza: —Ya la ví internada.
—¿Alguna vez pudiste hablar con ella?
—No —la sonrisa contrastaba con el tenor de la charla—. Las drogas la tienen siempre dormida. Después que el doctor me despidió fui a verla. Estaba intranquila y me pareció que intentaba decir algo. Acerqué el oído a su boca y la escuché murmurar. Al principio no entendí nada, hasta que reconocí su nombre. Repetía una y otra vez: Leo, Leo…
—No estaba equivocada… —dijo la joven con voz quebrada—. Me reconoció… —la angustia le cerró la garganta pensando en la imposibilidad de su amiga para emerger de la parálisis medicamentosa y la impotencia para comunicar su tormento.
—¡Anacleto! —demandó—. Quiero saber por qué me hiciste llamar.
—Porque Camila pidió hablar con usted.
—Tengo prohibido el ingreso al sanatorio hasta que Matías lo autorice —señaló con desánimo.
—Yo puedo hacerla entrar de noche —manifestó Cleto—. Camila la necesita.
Leonora se cruzó de brazos y frunció el ceño. Aunque el enfermero le franqueara el ingreso, Cami no estaba en condiciones de razonar. Se acordó de la prima de su mamá, internada durante años en un psiquiátrico. Le bajaban las dosis de antisicóticos cuando la iban a visitar los fines de semana para que pudiera alternar.
Necesito que Camila esté medianamente lúcida para conocer el origen de su descompensación. Si Cleto pudiera inmiscuirse en la administración de medicamentos…
—¿Quién le suministra la medicina, Anacleto?
—El doctor me entrega las jeringas y yo las inyecto en el suero.
—¿Entendés que mientras esté tan dopada será imposible que podamos hablar?
—Sí. El doctor se va a un congreso por tres días. Le voy a disminuir a Camila la ingesta en forma gradual para evitar un shock y para que pueda comunicarse con usted.
—Vas a tomar un riesgo enorme. Lo único que te pido es que no pongas en peligro su salud.
—Quédese tranquila. He manejado muchas veces la supresión de drogas —afirmó con su sonrisa inquietante—. No debe hablar con nadie de este plan —le pidió—. Aquí las paredes oyen.
—¡Señor Silva…! —el tono potente de Mario los hizo mirarse con alarma—. ¿Qué lo trae por acá?
—Me voy por la puerta trasera —bisbiseó Cleto—. Le mando un aviso con Mario.
Leo no alcanzó a responder cuando el muchacho había desaparecido.
¿Y ahora qué hago? ¿Me quedo escondida hasta que Marcos se vaya? ¿Qué puedo explicar de mi presencia en esta oficina? ¿Me voy por atrás y aparezco por la entrada…?
Miró a su alrededor y vio una puerta contigua a la que había usado el enfermero para salir. La abrió y encontró un pequeño baño ocupado por envases y cajones. Es una buena excusa, pensó.
Los Silva la contemplaron sorprendidos cuando asomó detrás de Mario.
—¡Gracias por prestarme el baño, Mario! —dijo con una sonrisa. Se fijó en los hombres y los saludó—: ¡Hola a los dos!
—Confieso que con semejante empleada vendría más a menudo a tu boliche —declaró Silva padre.
—Arturo… que me lo voy a creer —regañó ella con gracia a la vez que se dirigía al extremo del mostrador que Mario se apresuró a correr.
Quedó enfrentada a Marcos que la observó con recelo. Soportó el escrutinio sin alterarse hasta que él señaló: —Te hacía descansando en lo de nana.
—Vine a buscar mi auto. Ya he abusado en exceso de la amabilidad de Mario —enfocó la vista en Arturo—. ¿Están en plan de trabajo?
—Lo estamos; pero a tu disposición si se te ofrece algo —declaró el hombre.
—¡Ah…! Solo me preguntaba si podían compartir un café conmigo. Una pequeña retribución por tantas atenciones —aclaró con un mohín que trastornó a Marcos.
—¿Hacemos un alto, hijo? —preguntó al embelesado retoño.
—Sin duda —aceptó conciente de la oportunidad de verla antes de la noche.
Ella se volvió hacia Mario y le pidió con deferencia: —¿Nos preparás un café?
El muchacho, aliviado por haber sorteado el comprometido trance, le respondió: —Tomen asiento que ya se los alcanzo.

XIII
Leonora se acomodó frente a los hombres. Los ojos de Marcos se apoderaron de los suyos provocándole una inquietud cuyo significado se le escapaba. ¿Sospechaba de su presencia en la estación o solamente lo motivaba el encuentro? La mirada masculina la retuvo en la frontera de un interrogante que la obligó a entreabrir los labios para tomar aliento. Arturo contemplaba mudamente la escena que representaba la pareja absorta el uno en el otro. Intervino tanto como para reanudar el trabajo como para sacudir a su hijo del estado de enajenación.
—Marcos me relató el malogrado acercamiento que tuviste con Camila —se dirigió a la joven.
Ella parpadeó como deslumbrada y se volvió hacia el hombre: —Sí… —murmuró—. Tenía otras expectativas. Ahora dependo del criterio de Matías para verla —se repuso y formuló con humor—: De modo que vacacionaré en Vado Seco.
—Nosotros, de parabienes —atestiguó Arturo. Miró a su hijo inusualmente silencioso, y lo exhortó—: ¿Seguimos, Marcos?
Antes de que el nombrado respondiera, Mario se acercó con el teléfono inalámbrico: —Es Irma, para vos —le tendió el aparato a Leo.
—¡Hola, Irma! Sí, estaba a punto de irme —, escuchó por un momento—. ¡Gracias! —agregó—: estoy con Arturo y Marcos —después de una pausa, cerró—: ¡Les digo…! ¡Chau, nos vemos! —Se dirigió a padre e hijo—: Irma consiguió cochera para mi auto y los invita a cenar.
—Decile que nos espere —aceptó Marcos—. ¿Querés que te escoltemos parte del camino?
—No hace falta. Sé por donde llegar. Me voy para ayudar a Irma. ¡Hasta luego! —se despidió.
La vieron devolverle el teléfono a Mario y salir luego en su compañía. Antonio, que recién llegaba, relevó a su hijo en la caja. Saludó a Marcos y Arturo con la mano en alto mientras abandonaban el local.
—Papá, esperame que quiero hablar con Mario —pidió el joven.
El muchacho volvía de entregarle el auto a Leonora, quien lo despidió con un bocinazo. Dedujo que tendría problemas cuando vio a Silva acortar la distancia con paso decidido. Se detuvieron a medio camino del vehículo que ocupaba Arturo.
—Me vas a decir que hacía Leo en tu trastienda —demandó el estanciero sin preámbulo.
—¿No va a pensar…? —se aterrorizó Mario.
—No voy a pensar nada. ¡Quiero la verdad! —dijo Marcos, ahora seguro de que Leonora ocultaba algo—. Y no me digas que fue al baño ni que vino por el auto.
El joven estaba condicionado por el respeto que le tenía al estanciero. Comprendió que no podía irle con un cuento y admiró a la chica que había reaccionado con tanta soltura, habilidad de la que él carecía. El único resguardo era apelar a la benevolencia de Silva cuando le pidiera que no interpelara a Cleto. Si lo hacía con Leo, la muchacha sabría defenderse. Además, el hombre se bebía los vientos por ella.
—Cleto me pidió que la citara. Les facilité la oficina porque me dijo que era un asunto privado. No puedo decirle más, señor Silva. Desde afuera no se escucha nada. ¡Por favor, no reprenda a Cleto! Si se entera que me fui de boca, es capaz de desaparecer.
Marcos miró al compungido muchacho discerniendo que no le ocultaba información. Conocía la fragilidad anímica de Cleto y no estaba en sus planes presionarlo.
—De ahora en más, todo lo que se refiera a Leonora es asunto mío —sentenció.
—Entendido, señor Silva —aceptó Mario.
Lo vio regresar a la camioneta adonde esperaba Arturo y pensó, cuando el vehículo se alejaba por la ruta, que la joven no le agradecería que hubiera cedido tan dócilmente a la presión del hombre. Se encogió de hombros. El enojo con ella podría terminar en un beso; con él, en una vapuleada.
∞ ∞
Leo estacionó el auto en la cochera cedida gentilmente por el vecino de Irma y volvió a la casa decidida a cubrir el costo de la comida que ofrecerían a los estancieros.
—¡De ninguna manera! —rechazó la mujer—. Esta invitación la cursé yo.
—¡Dame el gusto Irma…! Me siento en deuda con ustedes por tantas atenciones —protestó.
—La próxima, Leo —accedió con una sonrisa—. Ahora comunicate con tu hermano que llamó hace media hora.
Atendió su mamá que, inusualmente, no expresó ninguna queja y se interesó por ella y la salud de Camila. No se asombró cuando Toni le reveló que aceptaría el trabajo ofrecido por Marcos: “Estaba por llamarlo pero quise que vos fueras la primera en saberlo”, le dijo. Después su padre pidió saludarla y esta charla reparó en su espíritu la ausencia paternal que la acosaba desde la adolescencia. Sus pupilas brillaban cuando colgó el aparato y volvió junto a Irma para colaborar con la cena. Dejaron los comestibles listos para ser horneados y luego se dirigió a su dormitorio para alistarse. A solas, su pensamiento voló de nuevo hacia su amiga y la promesa de Cleto de privarla gradualmente de las drogas para que recuperara el entendimiento.
Debo confiar en él, Cami. No haría nada para perjudicarte. ¡Qué contradicción! Para ayudarte necesitaría de tu lúcido criterio. Tengo que ser muy cuidadosa para no delatarme ante Marcos porque no aprobará que me inmiscuya en tu tratamiento; al final de cuentas soy una forastera en su territorio. Y no quiero valerme de su atracción ni traicionar a Cleto.
Sacudió la cabeza para aventar sus reflexiones y se metió en la ducha. Vistió una solera de falda corta y se calzó con sandalias de taco alto. El espejo le devolvió una imagen que la satisfizo antes de reunirse con la dueña de casa.
—¡Te has puesto muy linda! —dijo Irma con aprobación.
—Gracias —correspondió ella—. ¿Cuál es mi tarea?
—Tu deliciosa ensalada. Pero recién son las siete. ¿Te apetece un aperitivo?
—¿Con qué me vas a convidar? —inquirió risueña.
—Con un vermucito. Me encanta, pero en compañía.
Poco después estaban acomodadas en el saloncito con sendos vasos acompañados por trozos de queso y aceitunas verdes.
—¿Cuáles son tus planes? —preguntó Irma.
—Buscar la manera de trasladar a Camila a Rosario.
—No va a ser fácil convencer a sus parientes, Leo.
—Lo sé. No quiero imponerte mi presencia, pero tengo que permanecer aquí hasta que encuentre algún medio para sacarla de esa clínica.
—Mientras estés en Vado Seco ni hablar de alojarte en otro lugar. Me hace feliz que estés aquí y aprecio tu compañía —declaró la mujer con énfasis—. Con respecto a tu amiga, ¿no pensaste en recurrir a Quito?
Leonora negó con el gesto y precisó: —Ya lo involucré demasiado en mis problemas. Tuvo un entredicho con Matías por defenderme y temo que termine en discordia.
—Amigos no fueron nunca, así que poco perdería —sostuvo Irma—. Estoy segura de que Marquito estará encantado de ayudarte.
—No lo dudo —asintió la joven—. Es un hombre generoso.
Un silencio meditativo prolongó este reconocimiento. Irma percibió que Leo escondía algo tras la supuesta ambigüedad para complicar a Marcos. Como era una mujer paciente, se convenció de que se explayaría oportunamente. Desvió la charla hacia la relación amistosa de las jóvenes, vínculo que Leonora reseñó con amplitud. A las ocho y cuarto se instalaron en la cocina y a las nueve y media recibían a los invitados.

XIV
Marcos pensó que, de no tener los brazos ocupados con la bandeja del postre y la caja de vinos, los hubiera estirado para atrapar a la adorable embustera que los recibió.
—¡Hola! —entonó Leo, y se hizo a un lado para que pasara.
Él se acopló a la sonrisa y le dirigió una mirada absorta al tiempo que entraba a la casa. Arturo fue más campechano; la besó en la mejilla y la enlazó por la cintura para ingresar a la vivienda. Después de saludar a Irma, pasaron al comedor y se ubicaron alrededor de la mesa. La cena transcurrió en medio de una charla amena y sin mencionar la circunstancia que retenía a Leonora en Vado Seco.
—Te voy a dar una noticia —le dijo Marcos—. Tu hermano aceptó el trabajo y mañana se instalará en la finca.
—Lo del trabajo lo sé. Me lo confirmó esta tarde. Aunque no aclaró que empezaba tan pronto —se dirigió a Arturo—: Espero que se esfuerce y no te ocasione disgustos.
—Superó el sondeo de Marcos —manifestó su padre—, y rara vez se equivoca.
Ella miró al nombrado con una mezcla de gratitud y escepticismo. Hurtó los ojos abrumada por el legible mensaje que le transmitían las pupilas masculinas.
Ahora no, se advirtió.
—¿Qué apostamos, incrédula? —le preguntó con una mueca risueña.
—Nada —respondió ofuscada—. Estaría dudando del criterio de tu papá.
Él mantuvo el gesto divertido buscando en vano la mirada esquiva. La actitud de la muchacha actualizó la confidencia de Mario. Tenía que indagarla a solas, libre de la interferencia de terceros.
—Leo —propuso—, ¿me acompañás a buscar helado?
—Bueno —asintió sorprendida por el repentino pedido.
Salieron ante la atónita mirada de Arturo e Irma.
—¿Quito se olvidó del postre que dejó en la heladera? —dijo la mujer, confundida.
—En otra ocasión pensaría que se llevó el postre consigo —rió Arturo—, pero Marcos es criterioso. Colijo que tiene que decirle algo sin testigos.
—¿Una declaración? —se ilusionó Irma.
—Alguna vez será, Irma —sonrió el padre de Marcos— pero ahora la chica está concentrada en recuperar a su amiga. Hay algo que se me escapa de esta repentina crisis de Camila y de la porfía de Matías para evitar el contacto entre las mujeres. Mañana voy a visitar a López. Si conoce algo relacionado con la muerte de Ávila y su testamento, me lo dirá.
—¿Usted cree que hay algo turbio?
—Estoy dando palos de ciego al relacionar el desapego de Camila con su familia, el requerimiento para asistir al entierro y el mandato de Nicanor para que presencie la lectura del testamento. Es posible que sean figuraciones mías, pero me voy a sacar la duda.
∞ ∞
Leonora permaneció en silencio esperando que Marcos iniciara la conversación. Intuía que la brusca invitación tenía un oculto objetivo que trascendía la compra del helado. Recorrieron varias cuadras hasta que el hombre maniobró para estacionar al borde de una acera. La calle iluminada no mostraba ningún negocio abierto lo que confirmó la suposición de la joven. Atisbó de reojo que él se volvía a mirarla.
—No voy a ir con rodeos, Leonora. Le sonsaqué a Mario el motivo de tu permanencia en la trastienda…
—¡Hiciste muy mal! —lo interrumpió—. Y él también por contarte… —dijo contrariada—. Era una charla personal con Cleto.
—Creo que entendiste mal, jovencita. Todo lo que te concierna es ámbito de mi incumbencia. Cleto es un buen muchacho pero personalmente adolece de cierta inestabilidad. Te pido que me pongas al tanto de lo que te confió en la reunión.
Ella lo miró con expresión huraña. Este sujeto que la interpelaba con timbre autoritario no condecía con el hombre sensible a sus encantos. Refrenó el impulso de negarse por no exponer al amigo de Camila.
—No creo que tengas derecho a interrogarme sobre asuntos privados aunque te agradezco la preocupación que manifestás por mí —expresó con un mohín de disgusto—. Anacleto no hizo más que confirmar mi sospecha de que el estado de Camila está inducido por el suministro de drogas.
Marcos la estudió con gesto escéptico: —¿Y quién se beneficiaría por mantenerla narcotizada?
—Matías —aseguró ella.
—A ver… A Matías no le conviene que Camila siga desconectada de la realidad porque impide la lectura del testamento. Aunque no goza de tu simpatía, no es motivo para sospechar de él —manifestó Marcos condescendiente.
—¿Adivinás por qué no compartí esta información con vos? —dijo Leo con frialdad—. Sabía que minimizarías mi presentimiento.
Marcos escrutó el rostro enfurruñado de la joven y lo avasalló el deseo de suavizárselo a besos. El enojo la hacía tan fascinante como el alborozo, aunque él no necesitara de ninguno de los extremos para codiciarla. Sintió que había extraviado el camino para ganar su confianza y ensayó otra actitud.
—Lo único que me importa es tu seguridad —formuló con vehemencia—. Quiero ser tu aliado, pero necesito saber qué te proponés para poder colaborar.
La franqueza de su declaración aplacó el malestar de la muchacha. Lo evaluó con formalidad hasta concluir en que podía referirle el plan concebido con el enfermero. Le relató la concurrencia de Matías al congreso, el intento de Camila de comunicarse con ella, la propuesta de Cleto para recuperar a su amiga del marasmo y el proyecto de verla antes del regreso del siquiatra. El hombre la escuchó sin interrumpir; al finalizar la exposición, la inquietó con un silencio que ella no logró dilucidar: ¿la consideraba totalmente loca o apoyaba su empresa?
—¿Te dijo Cleto cómo burlar la vigilancia? —preguntó a la postre.
—No tuvimos tiempo para hablar de eso —manifestó incómoda.
—Luis estará más atento que nunca ante la ausencia de Matías.
—Me imagino —frunció los labios con suficiencia—. Cuando Anacleto me ponga al tanto de su estrategia, te lo comunicaré.
Marcos miró con ternura a la muchachita irritada. Sabía que su interrogatorio la fastidiaba, pero tenía que confrontarla con la realidad. También estaba seguro de que era inútil oponerse a la decisión de infiltrarse en la clínica para ver a su amiga. No te dejes llevar por tu temperamento. Es mejor seguirle la corriente para que no te oculte ningún movimiento.
—De acuerdo —asintió—. Suponiendo que el proyecto de Cleto fuera inviable buscaremos otra alternativa, ¿convenido?
—Está bien —dijo Leo con arrogancia—. ¿Me suena a menosprecio tu juicio acerca de la comprensión de Anacleto?
—Niña —reaccionó exasperado—, conozco al muchacho desde que nació y puedo opinar sobre su discernimiento con objetividad. Me concederás esta atribución —terminó con aspereza.
Ella le echó una mirada aturdida, conciente de que lo había ofendido. Se mordió el labio inferior y se empequeñeció en el asiento. Marcos se arrepintió de su arranque al ver la actitud contrita de Leonora. Acurrucada en un rincón, configuraba una imagen bella e indefensa que deseó consolar a fuerza de caricias. Su mano, desligada de la razón, se apoyó con delicadeza sobre la cabeza de la joven al tiempo que murmuraba una disculpa. Ese gesto disolvió la angustia de la mujer en las lágrimas que se había obstinado en reprimir desde el inicio del accidente de Camila. Volvió el rostro hacia la ventanilla para ocultarlas a la mirada del varón quien, sin poder contenerse, la encerró entre sus brazos. Leo se abatió sobre el estruendoso corazón de un Marcos compungido por haber desencadenado su llanto. La sostuvo contra él a la espera de que se calmara, reprochándose la torpeza de su proceder. Leonora se desahogó contra el pecho del hombre, abandonada a su protección a pesar de las rudas palabras. Se apartó con suavidad cuando se tranquilizó, aceptando el pañuelo que Marcos le alargaba.
—Perdoname… —murmuró—. Soy una desagradecida…
—¡No, Leo! ¡Perdoname vos! Debí comprender el delicado equilibrio de tu espíritu ante la repentina enfermedad de tu amiga, en un lugar desconocido y rodeada de extraños —manifestó con arrebato.
—Entonces… ¿me seguirás ayudando?
En la mirada de Marcos brilló la promesa de un pacto incondicional.

XV

Irma y Arturo se distrajeron limpiando la cocina y esperaron con paciencia el regreso de la pareja que apareció a la hora, con una torta helada. Los mayores charlaron de cosas intrascendentes ante el sosegado mutismo de los jóvenes y después de consumir el postre, padre e hijo se despidieron.
—Me voy a acostar, Irma —anunció Leo—. Estoy muy cansada.
La perceptiva mujer interpretó, sin otra aclaración, que la muchacha no estaba de ánimo para las confidencias.
—Sí, querida. Ha sido un día agotador para vos —se acercó para abrazarla—. Que no te agarren los monstruos, como le decía a Quito —sonrió.
La chica, agradecida, prolongó el abrazo y la sonrisa.
∞ ∞
—¿Me querés explicar esa patraña del helado? —dijo Arturo camino a la casa de su hijo.
Marcos rió sueltamente. Esperaba el interrogatorio de su progenitor. Le contó a grandes rasgos la maniobra en la que se había involucrado Leonora y su decisión de respaldarla.
—Pensar que hace un rato te tildé de criterioso… —se lamentó Arturo—. Me temo que esa muchacha te ha sorbido la cordura junto con el seso. ¿Calculaste el escándalo de ser sorprendido?
—Si voy a participar, viejo, será para evitar un descalabro. No quiero que ella corra ningún riesgo.
—Te confieso que este asunto me está intrigando. Mañana me voy a llegar a la escribanía para ver si López sabe algo del testamento.
—Buena idea. Cuanta más información tenga, mejor la voy a poder ayudar.
∞ ∞
Toni no dejó de pensar, mientras acortaba la distancia a Vado Seco, en el desafío que se había impuesto. Era una oportunidad inesperada en esa vida sin esfuerzos que se había construido al amparo de un padre tolerante con su indolencia y, reconocía, exigente con Leonora. ¡Leo…! Como hermano mayor no había estado a la altura de las circunstancias. Evocó a la delicada pero enérgica mujercita que defendió con entereza sus ideales, aún renunciando al bienestar que le ofrecía su padre a cambio de someterse a su mandato. No se había dado cuenta de cuánto le importaba hasta que se enfrentó a su potencial desaparición. La buscó no solo para calmar la inquietud de sus progenitores sino la culpa de no haberle demostrado a tiempo su cariño de hermano. No iba a desaprovechar esta posibilidad, decidió.
A las ocho de la mañana estacionó el auto frente al casco de la estancia. Marcos lo estaba esperando y lo recibió con un firme apretón de manos.
—Puntual, amigo mío —señaló con una sonrisa—. Habla mucho a tu favor.
—Podrás descartarme por lelo —replicó Antonio—, no por informal.
—¡Ja! Acordate que me la jugué por vos —bromeó Marcos—. Bajá tus pertenencias para acomodarlas en el dormitorio —indicó.
Cargó una de las dos valijas y lo condujo hasta una habitación de la planta alta. El recinto era espacioso y el mobiliario satisfacía las necesidades propias del descanso y el esparcimiento. Después de dejar las maletas sobre la cama, Toni inspeccionó a su alrededor. La puerta con un rectángulo vidriado daba cuenta del baño. Sobre la pared, la pantalla de plasma. Bajo la misma, el reproductor de DVD. Al final del reconocimiento, admitió que el pequeño escritorio era ideal para su notebook. Marcos respetó en silencio la exploración al cabo de la cual sugirió: —Instalate tranquilo. Al mediodía almorzaremos acá y a la noche con tu hermana. Podés tomarte el día para descansar y comenzar mañana.
—¡De ninguna manera! Ya estoy listo. Desarmaré las valijas a la noche.
Su empleador hizo un gesto de asentimiento y abandonó el cuarto seguido por el joven. Al pisar la planta baja, descolgó dos sombreros gauchescos y le ofreció uno.
—Vamos a estar a la intemperie. Te evitará insolarte.
Toni lo aceptó con una sonrisa y se lo calzó no bien salieron. Subió a la camioneta decidido a forjarse su futuro.
∞ ∞
Leonora se revolvió en la cama intentando conciliar el sueño. Un vistazo al reloj le dijo que eran las seis de la mañana. Evocó la sensación de desamparo que la embargó ante el fastidio de Marcos y el sosiego que le transmitiera su abrazo vehemente. También ella era lábil a la presencia del hombre, aunque deseaba haberlo conocido en otra circunstancia. ¿Qué diría Camila que soñaba encontrar en algún viaje el amor que tan esquivo les era? En este itinerario no programado parecía hasta profano un sentimiento nacido en medio de la desgracia. ¿Cumpliría Cleto con su palabra? Inmersa en el torbellino de interrogantes que no daban sosiego a su mente, se levantó a las siete. Media hora después, tras una ducha reparadora, ingresó a la cocina adonde ya la esperaba Irma con el desayuno listo.
—¡Hola, Leo! ¡Qué madrugadora! —observó la mujer.
Ella se acercó a saludarla con un beso: —Me desvelé.
Se sentó a la mesa en tanto Irma le preparaba una taza de café con leche. Se la alcanzó junto a unas tostadas.
—¡Gracias, Irma! Aunque debiera decirte nana, ya que me atendés como a tu Quito —dijo reconocida.
Su anfitriona sonrió y, por un momento, se abstrajo en algún recuerdo que pareció rejuvenecerla. Leo comió en silencio sin interrumpir la meditación, hasta que volvieron a enfocarla los ojos de su compañera.
—Dirás que soy una vieja chusma —le anticipó—, pero te voy a preguntar sin vueltas: ¿en qué andan Quito y vos? Y no me refiero a un romance… Aunque me gustaría —aclaró.
La joven sostuvo sin tensión la mirada grave de la mujer. Su interés era legítimo por haber prohijado a Marcos. En cuanto a ella, no podía menos que estar agradecida por haberle ofrecido su casa con generosidad. Además, se dijo, tal vez pudiera aportarle algunos datos más sobre Cleto, indagación que parecía riesgosa con Silva. Fue ordenada al relatarle desde la entrevista con el joven enfermero hasta el conato de enfrentamiento con Marcos que culminó con el compromiso de respaldarla. Claro que en este caso no le dio demasiados detalles. Irma la escuchó en silencio y se tomó tiempo para opinar.
—Te habrás dado cuenta de que Cleto es un muchacho muy especial —discurrió—, lo que me lleva a considerar hasta qué punto hay que fiarse de su juicio. Es probable que haya hecho un aprendizaje de las prácticas médicas porque, aparte de su tic, no hay nada que indique una deficiencia intelectual. Pero tendrás que estar alerta ante cualquier reacción inesperada y, por sobre todas las cosas, no desestimes la ayuda de Marcos.
—Estoy segura de que no me engañé por el entusiasmo de comunicarme con Camila cuando Anacleto me describió su propósito. Sonaba muy racional y se compadecía con mi sensación de que ella me había reconocido —sostuvo.
—No te cuestiono, hija —dijo Irma con humildad— solo espero que no se arriesguen demasiado.
Leonora tomó en cuenta el plural que utilizó la mujer. Era cierto que no tenía derecho a exponer a Marcos a una situación comprometida por lo que decidió, en ese momento, manejarse con autonomía para no trastocar el equilibrio de ese cosmos que habitaban el hombre y su nana antes de su aparición.
—Quedate tranquila, Irma. No haré nada que perjudique a Marcos —afirmó con honradez—. Ahora voy a la estación de servicio a conseguir un cargador para mi teléfono. Si necesitás que te haga algún recado, decime —ofreció.
—No, querida. Gracias. Te espero para el almuerzo, ¿verdad?
—Como siempre —sonrió. Se acercó a la mujer y la abrazó—: Gracias a vos, Irma, por soportarme.
Irma la observó salir con esa viveza propia de un cuerpo joven. Algo se le escapaba en el diálogo que había cruzado con la muchacha. Ese imperceptible momento de vacilación que le hizo pensar en si había modificado alguna estrategia con sus sugerencias. Sacudió la cabeza para espantar lo que calificó como elucubraciones temerosas. Estaría atenta.

XVI
El gesto compungido de Mario cuando la vio entrar lo decía todo. Antes de que pudiera saludarlo, el muchacho tartamudeó: —¡Leo! Lo… lo siento. No fue mi intención… pero…
—Tranquilo, Mario —lo calmó—. No pasó nada. Vengo a buscar un cargador para mi celu. ¿Tenés alguno que sirva? —dijo exhibiendo el aparato.
—Sí. Hay uno universal —sacó una caja de la estantería, la abrió y conectó el teléfono—. Mientras se carga, te alcanzo un café ¿querés? —ofreció obsequioso.
—Sí. Gracias —aceptó y se dirigió a una mesa.
El joven le acercó la infusión y enchufó el celular en una toma cercana, de tal modo que media hora después se comunicaba con su hermano.
—¡Hola, Leona! —la saludó con el apelativo que usaba para hostigarla pero que esta vez sonó cariñoso—. ¿No era que tenías el aparato fuera de combate?
—Lo estoy cargando. ¿Adónde estás?
—Intentando ponerme al tanto de mi nuevo trabajo. No quiero dejarte mal, hermanita —acotó.
—Hacelo por vos. Estoy segura de que no vas a desaprovechar esta oportunidad —argumentó convencida, y con acento cómplice—: ¿te resulta muy complicada la tarea?
—Tengo los mejores maestros. Ya te contaré esta noche. ¿Vos, cómo estás?
—Bien. ¿Nos vamos a ver esta noche?
—Así parece. Te paso con Marcos para acordar. Chau, Leo.
—Chau… —murmuró.
—Buen día, Leonora —la voz grave del hombre la turbó.
—Hola, Marcos —se repuso y preguntó con inflexión risueña—: ¿Qué posibilidades tiene el alumno?
—Me sorprende. Creo que avanzará muy rápido a juzgar por su entusiasmo. Avisale a Irma que cenaremos en su casa, así podrás charlar con tu hermano —y en tono más intimista—: ¿Cómo pasaste la noche?
—Como pude —contestó evasiva.
—Leo… —pronunció como una caricia—, ¿acaso no confiás en que pueda ayudarte?
—No es eso. Es… que no soporto la incertidumbre. ¡Pero no me hagas caso! —se apresuró a tranquilizarlo—. Ya me estoy reponiendo.
—Quisiera verlo —deslizó él con recelo; y, como si presintiera que no estaba en casa de su nana—: Hablaremos más tarde. ¿Me das con Irma?
—Estoy en la estación de servicio —dijo al fin.
—¿Tan temprano?
—Vine a comprar un cargador para el celular —decidió que no quería contestar más preguntas—. Corto porque se está agotando la batería. Nos vemos —se despidió y cerró el aparato sin escuchar la respuesta.
Marcos le estiró el teléfono a Toni con expresión pensativa.
—¿Pasa algo? —preguntó el muchacho.
—No sé… —sacudió la cabeza— tal vez son aprensiones mías—. Espoleó su caballo y manifestó—: Sigamos.
Antonio se emparejó con él y continuaron controlando la integridad de los alambrados.
∞ ∞
Arturo había acordado reunirse con el escribano López a las nueve de la mañana. Lo esperó en la confitería que estaba enfrente del despacho. Esa mañana había arribado a la estancia el hermano de la muchacha que su hijo pretendía; él esperaba que la buena predisposición de Antonio cubriera las expectativas de Marcos. A ambos los beneficiaría tener una persona competente y de confianza. La aparición de López interrumpió su cavilación.
—¡Buen día, Arturo! —saludó el profesional ofreciéndole la diestra.
—¡Buen día, Andrés! —se incorporó tendiendo la suya.
Después de estrecharse las manos, quedaron ubicados uno frente a otro.
—¿Qué vas a tomar? —le preguntó al escribano.
—Un café grande y tres medialunas. Todavía no desayuné —explicó.
Arturo hizo una seña a la camarera y ordenó el pedido. Esperó a que lo acercara antes de hablar con López. Se conocían desde niños y se respetaban mutuamente. Si Andrés conocía el contenido del testamento, se lo revelaría.
—Comé tranquilo mientras te pongo al tanto de los motivos de este encuentro —le dijo.
El hombre asintió con un gesto y escuchó, mientras daba cuenta del refrigerio, la historia de las amigas desencontradas por el repentino cuadro sicótico de Camila, convocada a la lectura del testamento de Ávila. Como pensamiento propio, expuso la conjetura de que esta descompensación estuviera provocada por el tenor del legado.
López había terminado la ingesta antes de que Arturo finalizara el relato. Se inclinó sobre la mesa para acercarse a Silva y expresó en voz baja: —Imposible. Nadie más que yo conoce las cláusulas del testamento. Y te aseguro que son del todo favorables para Camila Ávila.
—Su amiga la invocó con ese apellido, seguramente para centrar la atención en Camila, pero ambos sabemos que su padre era Ramos.
—Craso error, amigo —cuchicheó Andrés con una mueca de suficiencia—. Camila es Ávila de padre y madre. Nicanor la reconoce en su testamento y la declara heredera de todos los bienes. También dejó una carta lacrada que solo a ella está destinada.
—¿Alicia y Nicanor…? ¡Le doblaba la edad! —le sorprendió su tono de censura.
—Fue una pasión reprobable desde todo punto de vista, pero inevitable. A pesar de su carácter introvertido, Nicanor y yo teníamos una relación amistosa. Fui su confidente cuando Alicia quedó embarazada y más tarde lo asesoré cuando dispuso de sus bienes —hizo una pausa y afirmó—: Se querían, Arturo, pero Nicanor sabía que Alicia no resistiría el escándalo social ni la condenación de su madre.
—¿De modo que sentenció a esa pobre chica a casarse con otro?
—Fue una alternativa acordada. Por ese entonces Pablo Ramos había instalado su empresa de bienes raíces en el centro y cortejaba a Alicia. Él deseaba conectarse con las familias destacadas del pueblo y ella, calculo, lo usaba como pantalla para ocultar el vínculo prohibido. La boda se decidió de súbito, y aunque Dora sospechara de la posible preñez de su hija, resolvió disimularlo porque el responsable cumpliría con su obligación. Camila nació antes de los ocho meses y como fue un bebé muy pequeño que pasó varios días en la incubadora, no generó ninguna murmuración.
—No tuve mucho trato con Nicanor —reconoció Arturo—, pero no comprendo como pudo desentenderse de su hija y de la mujer que decía amar.
—Era un tipo muy especial y le costaba expresar lo que sentía —coincidió Andrés—. Además, por pertenecer a una generación de acendrados conceptos morales, vivió con culpa la relación con su sobrina. Tal vez ese sentimiento lo alejó de su hija y acentuó el trastorno psicótico de Alicia.
—Caro lo pagó, por cierto —discurrió Arturo—. Separado de su mujer y excluido de la crianza de Camila. Debió ser una experiencia muy dolorosa.
—Tanto que lo fue marchitando por dentro acentuado por la temprana desaparición de Alicia en un accidente que, se rumoreó, provocó ella. Dora murió dos años después y Teresa se hizo cargo de la niña. Consagrada como estaba a Matías, poco tiempo le dedicó a la pequeña. Una de las mujeres que más tiempo pasó con ella fue la madre de Anacleto.
—Hubiera sido la oportunidad para que Nicanor forjara un lazo con la niña —estimó Arturo.
—No sé —dudó López—. Para él la destrucción de su pareja estaba relacionada con la concepción de Camila.
—¡Qué pedazo de miserable! ¿No se le ocurrió usar un forro antes de repudiar a su hija? —dijo Arturo indignado.
Andrés hizo un gesto con las manos como disculpándolo: —Ése era Nicanor. Trató de compensar con la carta y el testamento.
—¿Quién más conocía el legado?
—Yo y los testigos, que son mi mujer y mi hijo. Es un testamento ológrafo que está guardado en mi caja fuerte ensobrado y lacrado —lo miró con prevención—: ¿No dudarás de la discreción de mi familia?
—Jamás se me hubiera ocurrido. Pero si Leo tiene razón, alguien más lo leyó —consideró Arturo.

XVII

Leonora le hizo una seña a Mario para que se acercara a la mesa.
—Mario —le anunció—, te quiero relevar como intermediario entre Cleto y yo así no te verás expuesto a ninguna presión de Marcos. Dame el número de teléfono para que lo agregue.
El muchacho observó dubitativo las firmes pupilas de Leo y no se animó a disentir. —Indicame adónde puedo hacer una compra de víveres —pidió después de anotarlo.
—Hay un mercado en la intersección de esta esquina y dos cuadras paralelas a la ruta —señaló.
La chica se levantó, pagó el cargador y el café, y se despidió. Recién intentó comunicarse con Cleto cuando se instaló en el auto.
—Hola… —susurraron del otro lado.
—Anacleto, soy Leo, la amiga de Camila.
—¿Quién le dio mi teléfono? —sonó alarmado.
—Mario —dijo con determinación—. Para que nos comuniquemos directamente —. Dando por sentado la anuencia del enfermero, preguntó—: ¿Camila ha tenido alguna reacción positiva?
—Le estoy retirando la medicación en forma gradual para evitar un rebote. Esta noche le pasaré el informe. Mientras tanto no me llame si no es una urgencia porque estoy muy controlado.
—De acuerdo, Cleto. Esperaré tu llamado. Hasta la noche.
En el mercado compró carne, verduras y frutas porque deseaba retribuir a su anfitriona las atenciones que le dispensaba. Atendiendo a la cena con invitados, eligió dos botellas de buen vino y una torta helada. Irma estaba en la puerta charlando con un vecino cuando estacionó el auto. Entre los dos la ayudaron a bajar las bolsas.
—Hoy cocino yo —le anunció al acomodar las compras sobre la mesada.
La mujer aceptó la iniciativa de Leonora con una sonrisa y sin protestar.
—Mi especialidad es carne al horno con guarniciones y, para variar, acompañada con ensalada Waldorf —completó Leo.
—Nos vas a hacer adictos a tus ensaladas originales —enfatizó Irma—, aunque ahora vas a tener que conformarte con mi sencillo almuerzo.
—¡Qué son los mejores que he comido! —rió la joven abrazándola.
—Me parece que te estás poniendo mentirosa como Quito…
—Me ofendés, Irma. ¿Acaso tengo cara de embustera? —le preguntó con falso enojo.
Su anfitriona sacudió la cabeza divertida y después de varios menesteres se dedicó a preparar el refrigerio que ambas consumieron en medio de una charla cariñosa. Pasado el mediodía Irma le propuso tomar un descanso que Leo no consiguió disfrutar, pendiente de las alternativas que sugería su desbocada imaginación. Estuvo tentada de comunicarse con Cleto más de una vez y se abstuvo recordando su pedido. La ansiedad me mata. Tengo que hablar con alguien, de cualquier cosa, o me subiré al auto y hasta la clínica no paro. ¿Marcos…? ¡Sí! ¡Cómo quisiera apoyarme en vos! No. No debo involucrarte. Al final de toda esta historia te quedarás en Vado Seco y yo volveré a la ciudad. ¿Le irá bien a Toni? Si califica para el trabajo se tendrá que instalar aquí. Y yo seguramente vendré a visitarlo… Y te veré… Y…
El agudo timbre del celular la sobresaltó. Lo miró ante de atender. ¡Era Cleto!
—¡Hola! —respondió con agitación.
—Esta noche. El doctor vuelve antes de lo esperado —susurró el enfermero del otro lado.
—¿Cómo hacemos? —dijo Leo, sofocando otras preguntas que podrían perturbar al muchacho.
—La espero en la puerta a las once. El guardia estará haciendo una ronda. A las once en punto —reiteró y cortó la comunicación.
¿A las once de la noche? ¿Y cómo puedo esfumarme delante de los presentes? Fingiré una descompostura y me retiraré al dormitorio. Si alguien intenta comprobar como estoy ya me habré ido…
Los fantasmas de su mente la acosaron hasta las cinco de la tarde, momento en que Irma se levantó. Abrió su teléfono con gesto decidido: —¿Toni?
—¡Leoncita! Es un gusto escucharte tan seguido, hermana.
—¿A qué hora vendrán a comer? —se atropelló.
—No sé. Te paso con el jefe —resolvió Antonio, desconcertado.
—No quería molestarte… —murmuró cuando escuchó la voz de Marcos.
—¿Qué decís? Si sos un regalo inesperado —la cortejó.
—Quería saber si pueden venir a cenar a las nueve.
—Si es porque me extrañás, estaremos a las nueve en punto —aseguró en tono risueño.
—Es por la comida que voy a preparar —se disculpó, molesta por la trivial excusa.
—Ah… Por un momento aluciné en que me echabas de menos —jugueteó.
Leonora no estaba de ánimo para alentarlo.
—¿A las nueve en punto? —insistió remedando a Cleto.
—A sus órdenes, señora —esta vez se expresó con seriedad.
—Chau, entonces —se despidió y cortó la comunicación.
Se afanó en la cocina y a las ocho ponía la carne con sus aderezos al horno. La dejó bajo la supervisión de Irma y se fue a bañar y alistar para la cena.

XVIII
Los comensales se anunciaron al tiempo que Leo sostenía la asadera caliente controlando la cocción. Sopló para apartar un mechón rebelde que le entorpecía la visión, cuando una mano viril se lo acomodó detrás de la oreja.
—Estarías encantadora con una gorra de chef —afirmó el responsable de la gentileza.
—Sí —rió estremecida— y especialmente, higiénica —enfocó la fuente que estaba sobre la mesa y la señaló con un movimiento de cabeza—: ¿me la alcanzarías? —pidió.
Marcos se apresuró a colocarla sobre la mesada y no apartó los ojos de la joven mientras llenaba el recipiente con destreza. Cayó en la cuenta de que ambicionaba verla moverse por su casa tanto como la deseaba. Desde que la conoció, los lugares cotidianos y los sueños ancestrales cobraron un diáfano significado: quería construir con ella esa unidad malograda para sus padres por el aciago destino de su idilio. Al imperio de su aparición admitió el subterráneo temor a la temprana pérdida de la persona amada y descubrió, también, que estaba dispuesto a afrontar el desafío ante la oportunidad de un destino común. La fuerza de esta convicción le permitió comprender la fidelidad de su padre ante la compañera escogida; elección inexplicable para un hombre que debió hacer frente a la soledad en la plenitud de su vida.
Leonora terminó de acondicionar el plato principal y levantó la mirada hacia Marcos. La expresión de su rostro la conmocionó. Indagó en las pupilas del hombre y quedó atrapada en su brillo febril. Él recorrió el exiguo trecho que lo separaba de la mujer encadenada a sus ojos y se inclinó lentamente sobre la boca entreabierta que anhelaba besar. Las voces del resto de los ocupantes de la casa, acercándose a la cocina, los separaron antes de concretar la caricia. Ninguno evidenció darse cuenta del brusco alejamiento de los jóvenes, ni del rubor que teñía las mejillas de Leo, o del gesto contrariado de Marcos.
—¡Irma no nos mintió! —expresó Arturo—. Comida gourmet de manos de una exquisita cocinera —la abrazó y puso un beso sobre su frente.
—Irma es muy benévola —rió apoyada sobre el pecho masculino que ocultó su sonrojo. Se volvió hacia su hermano que la observaba con una sonrisa complacida—: ¡Estás rojo como un camarón! —apreció alarmada.
—El viento rural, chiquita. Ya me curtiré —dijo con despreocupación.
—Te voy a dar el filtro solar que llevaba para mis vacaciones. Al menos, evitará daños mayores —garantizó.
—Bueno, linda —aceptó Toni enlazándola por los hombros—. Me lo pondré para retribuir tu interés y para no desertar del trabajo.
—Si están listos, ya podemos sentarnos —ofreció Leonora tratando de que no trascendiera su urgencia.
Se ubicaron alrededor de la mesa y ella ofició de anfitriona. Mientras degustaban la entrada, Arturo le relató la charla con el escribano.
—¡Entonces mis sospechas estaban fundamentadas! —exclamó la joven.
—Tranquila, Leo —intervino Marcos—. Así Camila haya heredado todos los bienes de Nicanor, eso no es motivo para que Matías quiera perjudicarla. Aunque esté internada, él no puede apropiarse de su legado.
—¡Si Cami no se repone podrá ejercer una curatela como su pariente más cercano! —prorrumpió alterada—. ¡Y dispondrá a voluntad de su fortuna!
—Matías tiene la propia conseguida por su actividad profesional y estimo que no estropeará su reputación por apropiarse de los bienes de su prima —insistió Marcos esperando calmar la desconfianza de la chica.
Leonora se llamó a silencio al entender que su polémica con el hombre era infructuosa. Estamos en polos opuestos. Vos no querés aceptar la maniobra delictiva de este personaje al que no estimás pero que forma parte de tu entorno. Por más que a mí me sea antipático, todos los indicios apuntan a que atentó contra el equilibrio mental de Camila. Y si lo hizo es porque tiene interés en que no maneje su herencia. Cuando ella esté a salvo, será el momento de indagar el motivo. Miró el reloj de la cocina y se inquietó: eran casi las diez de la noche. Sirvió el plato principal acompañado por la ensalada y, al dar las diez y media, una observación de su hermano le permitió excusarse para abandonar la mesa.
—¿Qué te pasa, Leoncita? Te quedaste muy callada.
—Es que no me siento bien… —manifestó con una mueca dolorida.
—¿Fue por lo que hablamos? —irrumpió Marcos asumiendo la responsabilidad de haberla contrariado.
—No. Me duele el estómago y creo que me hará bien recostarme. ¿Me disculpan? —pidió con un mohín de justificación.
—Irma, acompañala —pidió su enamorado.
—¡De ninguna manera! —negó Leo—. Puedo llegar sola y cuando me acueste se me pasará —se dirigió a la mujer que la miraba preocupada—: más tarde te ayudo con la cocina —hizo un gesto de saludo en general y caminó hacia el dormitorio.
No bien ingresó al cuarto cambió su indumentaria y calzó zapatillas. Vació una mochila y la rellenó con un jean, una remera y un par de zapatos bajos. Iba a sacar a Camila de ese lugar y no quería perder tiempo buscando su ropa. Levantó la ventana cuidando de no hacer ruido y saltó al exterior. Se asomó a la habitación esperando que nadie la hubiese seguido y caminó en silencio hasta la esquina. El resto del camino lo corrió recordando la indicación de Cleto: a las once en punto. Cinco minutos antes, detuvo la carrera enfrente de la clínica para recuperar el aliento.
XIX
—Creo que Leonora se indispuso porque la contradije —comentó Marcos preocupado.
—Es posible, hijo —coincidió Arturo—. Ella está convencida de que hay un complot contra su amiga y descree de la idoneidad de Matías.
—Racionalmente, papá, nada indica una conspiración para privar a Camila de sus derechos. Los antecedentes familiares son determinantes para aceptar que tuvo una crisis como explicó Matías.
—Leo se tranquilizaría si otro médico coincidiera con el diagnóstico —intervino Irma.
—Posibilidad ilusoria siendo su pariente un psiquiatra reconocido —aportó Marcos.
—Como habrán observado —tomó parte Antonio— mi contacto con la vida al aire libre es precario, no así con las actividades nocturnas. Ello me ha valido algunas amistades que podrían ayudar en este caso. El hijo del ministro de salud de la provincia es mi amigo y no me negará su colaboración. Mañana me comunicaré con él y veremos si puede terciar para que Camila sea examinada por otro profesional.
—¡Eso sería excelente, Toni! Si otro psiquiatra concuerda con el dictamen, le bajaría la ansiedad a tu hermana.
—Y a uno que yo me sé —dijo Arturo mirando a su hijo con sorna.
Antonio no pudo evitar una risa divertida. Marcos ignoró el comentario de su padre aunque coincidiera con su apreciación.
—Imaginemos por un momento que la suposición de Leo es verídica —arriesgó Toni— ¿qué motivaría a tan reconocido profesional precipitar al paciente en un cuadro sicótico?
—Algún interés personal —opinó Irma.
—Impedir que la chica se haga cargo de la herencia. Es muy claro —afirmó Arturo.
—Lo que no me cierra es que corra semejante riesgo cuando sus ingresos superan el rendimiento que podrían tener los campos —refutó Marcos—. No obstante, para no descartar la intuición de Leonora, propongo abocarnos a obtener algún tipo de información —se dirigió puntualmente a Irma y Arturo.
—¡Contá conmigo, Quito! —se pronunció la mujer.
—Yo me voy a dar una vuelta por el boliche —decidió el padre—. A esta hora estarán entonados y será fácil tirarles de la lengua.
—Llevate la camioneta —indicó Marcos—. Después nos pasás a buscar.
—De acuerdo —Arturo se levantó y salió a cumplir su cometido.
El bodegón estaba a unas diez cuadras atravesando la ruta. Estacionó el vehículo a la entrada e ingresó al local. El primero en verlo fue Saverio, el dueño de la taberna, acomodado tras el pringoso mostrador.
—¡Don Arturo! ¿A qué debo el placer de su visita?
—Extrañaba tu impoluto salón —contestó con una carcajada que su par imitó.
—¿Qué va a tomar?
—Una ginebra, y mandale una ronda de mi parte a los amigos que hace tanto no veo —saludó con un gesto a los hombres que ocupaban una mesa y que le devolvieron el ademán. Si Saverio fallaba como informante, alguno de los parroquianos podría tener algún dato esclarecedor.  
El dueño del local entregó el pedido en la mesa y, al volver, abrió el camino a la confidencia: —¿así que la Camila se desgració como su madre?
—Parece. Pero Matías la tiene bien cuidada. No cualquiera se preocuparía de un pariente que nunca los vino a visitar. ¿No creés…? —dejó la pregunta en suspenso.
El hombre agachó la cabeza en actitud de meditar. Arturo no lo apuró. Los lugareños tenían sus tiempos y él los conocía. Al cabo, como conspirando, habló en voz baja.
—Don Nicanor fue poco cuidadoso con su testamento. Doña Teresa lo leyó antes de que se lo llevara a López y le dio un soponcio. ¡Imagínese! ¡Fuera de la casa donde nació! —lo miró esperando que compartiera su arrebato.
—A ver, Saverio —dijo con parsimonia—, ¿qué decía el testamento para sacar a Teresa de la casa?
—Que todo iba a parar a la Camila. Los campos y la casa.
—¿Y vos cómo te enteraste?
—Por la Mercedes que estaba de limpieza cuando doña Teresa apareció descompuesta en el comedor. Lo llamó a don Nicanor y él, al doctor. Cuando la señora se recuperó, la Merce estaba lustrando el pasillo. Doña Teresa le contó al doctor que su hermano le había dejado a Camila toda su fortuna, incluida la casa. La Merce no pudo escuchar más porque el doctor cerró la puerta del dormitorio. Entonces ella siguió con la oficina de don Nicanor. Él salió con un sobre grande, subió a la rural y se fue sin preguntar siquiera por su hermana.
Un compartido silencio se instaló entre los hombres. Arturo iba sintetizando la información. Era Teresa la que leyó el testamento y se lo comunicó a Matías… Sin duda ser arrojada de la casa fue lo que más la impactó, porque esa figuración postergó la revelación de la verdadera noticia: la filiación de Camila. Se lo debe haber dicho después de cerrar la puerta, caso contrario sería vox populi en el pueblo. Ahora falta relacionar este descubrimiento a la repentina descompensación de la heredera.
—Con lo que gana Matías como médico, podría comprarle la casa a Camila —opinó a la postre—. En cuanto a la tierra, no creo que le interese explotarla.
Saverio volvió a bajar la cabeza. Arturo esperó.
—Por ahí andan diciendo que al doctor le gusta jugar. No hay semana que no vaya al casino de Victoria —dijo el cantinero—. Pero a lo mejor son habladurías de los peones, porque a ninguno le da la paga para entrar a ese lugar. Oyen los comentarios de los patrones y se los pasan entre ellos. Y ya sabe… de una migaja hacen un pan.
—Aunque también dicen que cuando el río suena, agua trae —incitó Arturo.
Saverio señaló: —Usted conoce a don Hernández. Su capataz fue el que desparramó el cuento… —dicho lo cual, calló.
Silva padre hizo un gesto de asentimiento, bebió su ginebra y poco después se despidió del tabernero y de los hombres que prolongaban la tertulia. Hora de pasar a buscar a los muchachos, se dijo. Mañana iría a la hacienda de Hernández. Tal vez el rompecabezas se completara.
∞ ∞
Irma se ocupó de la cocina sin permitir que Marcos ni Toni ayudaran. Les pidió que se acomodaran el la sala mientras ella concluía la limpieza. Después sirvió café y unas masitas que compartió con ellos.
—Nana —pidió Marcos—, asomate para ver si Leo necesita algo.
La mujer asintió y, mientras caminaba hacia los dormitorios, se congratuló por el interés que su Quito exteriorizaba hacia la muchacha. Ella le había caído bien y estaba segura de que sería la pareja ideal para su ahijado. Abrió la puerta de la habitación con sigilo para no interrumpirle el descanso y esperó a que sus ojos, enfocados en la cama, se adaptaran a la penumbra. Primero pensó que a su vista gastada le costaba reconocer el relieve de la figura que suponía acostada; después, agitada, encendió la lámpara que colgaba del techo para descubrir la cama perfectamente tendida como estaba por la mañana. Caminó por el pequeño cuarto alrededor del lecho y entró al baño con agitación, temiendo encontrarla descompuesta. Regresó aturdida al comedor y se paró delante de Marcos buscando la manera de comunicarle la desaparición de la joven. Él se incorporó de un salto al ver su rostro demudado.
—¿Qué pasa, nana?
—Leo no está —dijo con voz estrangulada.

XX
Marcos corrió hacia el dormitorio seguido por Toni. Al regresar, le preguntó a Irma: —¿Adónde puede haber ido?
—¡No sé, Quito! A mí no me dijo nada —se quedó pensativa—. Alguien la llamó cuando nos acostamos después del almuerzo.
—Aparte de nosotros, solo conoce a Mario y Cleto. No creo que Mario osara comunicarse con ella después de mi advertencia. Debió ser Cleto —apretó los labios—. Y Leonora me aseguró que no actuaría sin consultarme… —su tono era de perpleja contrariedad.
—Te lo dijo para zafar —aseguró Toni—. Es mejor que salgamos a buscarla antes de que se meta en líos.
—Vamos —admitió su empleador. Le pidió a Irma que los llevara hasta la cochera donde la joven guardaba el auto y le recomendó—: Cuando venga papá, decile que fuimos para la clínica a buscar a Leo.
—Descuidá, querido —lo tranquilizó la mujer.
Al perder de vista al auto, entró a la casa. No podía creer en la audacia de la chica que no solo había osado mentirle a Quito, sino que se arriesgaba a una aventura acompañada por un muchacho que, a su criterio, estaba falto de algunas luces. ¿Su decisión habría tenido que ver con su advertencia de que no se expusieran? ¡Ah…! ¿Por qué se había anticipado en su afán de proteger a Quito? Si no hubiera abierto la boca probablemente Leo se hubiera confiado al hombre y no estaría en dificultades. Los pensamientos de alarma y culpa la agobiaron durante los largos minutos que esperó a don Silva. Apareció media hora después de que hubieran partido Marcos y Toni.
Al igual que su hijo, le preguntó a la perturbada mujer: —¿Qué pasó, nana?
Irma le explicó, visiblemente alterada, la desaparición de Leo y la veloz marcha de los jóvenes en el auto de la muchacha, anexando el encargo de Marcos. Arturo, antes de irse, intentó tranquilizarla.
—Andá a descansar que nada grave va a suceder. En cuanto tenga alguna noticia, te llamo.
Irma se sentó en la reposera de la sala. Esperaría el llamado, pero no acostada.
∞ ∞
Desde su ubicación, Leonora vio al guardia alejarse de la puerta. Cruzó la calle y se acercó a la entrada vidriada ensordecida por el batir de su corazón. La figura de Cleto apareció detrás de la puerta y le hizo señas. Cruzó con rapidez la puerta automática que se abrió al acercarse y, sin cruzar palabras, lo siguió hasta el ascensor. Anacleto manipuló con precisión las llaves hasta introducir a Leo en la habitación de Camila. Antes de que sus ojos se amoldaran a la penumbra, le advirtió: —Tiene media hora. Luis termina la ronda en cuarenta y cinco minutos y necesitamos diez para dejar todo en orden —sin esperar a que le contestara, se marchó.
Leonora caminó hacia la cama adonde reposaba su amiga. Se inclinó sobre ella y observó el rostro sereno y el leve movimiento del pecho al ritmo de su respiración. La miró como si deseara fotografiarla y pensó que había pasado demasiado tiempo desde que la había despedido. Debo despertarla sin demora. Tenemos que irnos de aquí antes de que regrese el guardia. Parece tan tranquila… Me da pena molestarla.
Pasó a la acción. La sacudió con suavidad hasta que Camila abrió los ojos. Esperó hasta que una chispa de reconocimiento brilló en sus pupilas.
—¿Leo? —balbuceó.
—¡Sí, Cami, soy yo! No debemos perder tiempo —susurró—. Debemos salir de este sitio. ¿Podés incorporarte?
Le pasó los brazos bajo los hombros y se enderezó lentamente hasta que Camila quedó sentada en la cama.
—¡Leo…! —dijo con dificultad—. Me puso algo en la bebida que me sirvió… Me dio un vahído y después no recuerdo nada más.
Leonora la abrazó: —¡Después me contás todo! Ahora urge que nos vayamos. Te traje ropa y zapatos. Apoyate en mí para vestirte.
Tuvo que desplegar toda su fuerza para sostener a su amiga que, siendo de apariencia endeble, se doblegaba bajo los efectos de la permanencia en la cama y la escasa ingesta de alimentos. Una vez cubierta, la enlazó por la cintura para ayudarla a caminar. No llegaron a abrir la puerta, que fue empujada hacia adentro por el custodio de la clínica a quien seguía Matías.
—¡Te advertí que no te acercaras a mi paciente! —dijo con gesto amenazante—. ¿Adónde te creés que vas?
—¡Afuera de aquí! Camila va a ser evaluada por otro médico —expresó con voz firme.
—Has incurrido en un delito al irrumpir en la clínica sin autorización y entorpecer el tratamiento de un internado. Me temo que pasarás la noche en una celda —se dirigió a Luis—: ¿cómo diablos logró franquear la entrada? ¿Dejaste la puerta abierta?
—¡No doctor! Solo Cleto pudo haberla accionado por dentro y abrir con su llave la puerta del ascensor y del cuarto —se defendió el guardia.
—¡Buscalo! —ordenó con rudeza—. Y llamá a la comisaría para que se hagan cargo de esta intrusa.
—Yo no sé que te traés entre manos para haber sometido a mi amiga, pero tené la seguridad de que nos vamos de aquí —Leonora intentó acercarse a la salida remolcando a Cami que caminaba con esfuerzo.
Matías clausuró la puerta con llave y sacó una jeringa del gabinete colgante. La llenó con una sustancia ambarina y expuso con frialdad: —Si seguís adelante, me da lo mismo inyectártela a vos o a Camila. Para ella es la continuidad del tratamiento. Para vos, dada la alteración que demostrás, el comienzo.

XXI
La joven intuyó que no mentía. Midió el continente del médico y dedujo que no lo aventajaría en fuerza. Debo distraerlo. ¿Por qué no lo participé a Marcos? Ya nos estaríamos yendo… Bueno, estúpida. Es tarde para lamentarte. ¿Qué le harán a Cleto? ¡Por Dios! Primero tenemos que salir de esta trampa…
—Cami… —le susurró—, hacete la desmayada...
Su amiga se aflojó y fue cayendo hacia el piso mientras ella invocaba el auxilio de Matías: —¡Ayudame! ¡No puedo sostenerla! —gritó histérica.
El médico reaccionó maquinalmente. Cuando se acercó, Leo aprovechó para manotearle la jeringa y la lanzó al otro lado de la habitación. El hombre gruñó su desconcierto y se proyectó para recuperarla. La joven había destrabado la llave cuando la alcanzó. Se dio cuenta de que Matías ya no dudaba a quien administrar la droga, de modo que recurrió a los métodos de defensa más tradicionales: gritó a pleno pulmón y, en el momento que se abría la puerta, lanzó una patada feroz contra la entrepierna del hombre que se abalanzaba sobre ella. Se volvió a medias, dispuesta a enfrentarse con Luis, sin descuidar al médico que estaba encorvado sobre sus testículos. Los seis hombres agolpados a la entrada miraban la escena con expresión atónita.
—¡Juro que nunca te contradeciré, querida! —declaró Marcos con gesto divertido mientras le abría los brazos.
Se refugió sobre el pecho varonil, mientras murmuraba su nombre con alivio.
—¿Estás bien? —le preguntó él con ternura.
—¡Yo, sí! —contestó.
Se desprendió del abrazo y giró hacia donde yacía Camila. Toni se había adelantado y sostenía a su amiga procurando ponerla de pie.
—¡Detenga a esta mujer, oficial! —jadeó Matías recuperándose del ataque.
—¿Bajo qué cargo? —inquirió el policía, aún impresionado por el hecho que acababa de presenciar. 
—¡Invasión de propiedad, intento de secuestro y violencia contra mi persona! —rugió.
—¡Él…! —la mano de Marcos ahogó la protesta de la chica enfurecida y la inmovilizó contra su cuerpo.
—Comisario, salgamos de esta habitación y le explicaremos por qué estamos aquí —solicitó Arturo.
El agente le indicó la puerta al médico para que abandonara el lugar. Lo siguieron Luis, Cleto, Arturo y, detrás, Marcos y Toni junto a las mujeres, siendo éstos los últimos en abordar el ascensor.
Leonora se apoyó, con gesto huraño, en el tabique trasero. Estaba enfadada con Marcos porque le había impedido exponer al policía su versión de los hechos. También, bajo ese talante, esperaba que olvidara el compromiso de mantenerlo al tanto de su accionar. Aunque la postura casi ¿burlona? del hombre que la enfrentaba cruzado de brazos le sugería, más que olvido, postergación. Desvió la mirada hacia el dúo conformado por Toni y Camila. Su hermano se había hecho cargo de la custodia con absoluta normalidad. La sostenía contra su perfil al cual se había amoldado la desfallecida figura de su amiga. “¿Acaso…?”, llegó a pensar antes de que la puerta automática del elevador se deslizara para dejarles el paso libre. El resto del grupo ya estaba reunido en la recepción. Al acercarse, contempló el semblante descompuesto de Matías, que había mudado de la furia a la inquietud. Se preguntó qué habían hablado mientras ellos se acomodaban en el ascensor.
El oficial se aproximó a Camila para interrogarla: —Señorita, ¿está usted en condiciones de responder algunas preguntas?
Ella asintió con un movimiento de su cabeza.
—Diga su nombre y lugar de residencia.
—Camila Ramos. Vivo en Rosario —dijo con algún esfuerzo.
—¿Puede identificar a estas personas?
—A mi amiga Leo, a su hermano, a Cleto, al custodio y a mi primo Matías.
—El doctor opina que debería permanecer en la clínica para continuar el tratamiento. ¿Cuál es su deseo?
—¡Irme! Estoy aquí en contra de mi voluntad… —sollozó.
—Ella no está en condiciones de decidir —intervino el médico—. Agente —advirtió con arrogancia—, si accede a su pedido cometerá un grave error y tendrá que rendir cuenta a sus superiores.
—Doctor —dijo el uniformado— si usted estuviera más involucrado con esta comunidad, sabría que soy el comisario. Como la señorita parece gozar de todas sus facultades, respetaré su voluntad. Cualquier objeción acerca de mi dictamen, preséntela a un juez —se dirigió a Arturo—: Señor Silva, confío en que me mantenga informado acerca de la salud de la paciente y el reconocimiento al cual se han comprometido.
—Así será, comisario —asintió el hombre.
—Quedan en libertad para retirarse.
Salieron seis tras la orden de Marcos a Cleto para que los siguiera. Aún les llegó la voz airada de Matías señalando al funcionario su incompetencia y su decisión de apelar a la justicia.
—Vamos todos para la finca —dispuso Arturo—. No quiero arriesgarme a que este medicucho fuera de sus cabales intente recuperar a su paciente por la fuerza.
—¿Cómo podría hacerlo? —preguntó Leo perpleja.
—Tiene influencias y dinero para juntar un puñado de esbirros —contestó Marcos—, aunque dudo de que se atreva. De cualquier manera, será mejor estar juntos en la estancia. Cargalos a todos en la camioneta —le dijo a su padre— yo me llevo el auto de Leonora para recoger a Irma.
La joven, comprobando que Toni seguía dedicado a Camila, estuvo a un tris de ofrecerse para acompañarlo, pero desistió para no adelantar los seguros reproches por su proceder.

XXII
Leo, junto a Camila, ocupó la habitación que le asignara Arturo. Su amiga se había dormido en el trayecto y Toni la cargó hasta el dormitorio. La depositó sobre la cama y le preguntó a su hermana en voz baja: —¿Creés que estará bien?
Ella sonrió y le acarició la mejilla: —Quedate tranquilo que está en proceso de desintoxicación. Apenas podamos consultar a otro médico, se aliviará.
—¿Por qué no las fui a visitar más a menudo? —dijo pensativo.
—Porque “a menudo” sería si hubieras venido más de una vez, analfabeto.
Antonio rió francamente. La insubordinación de su hermana había terminado bien y él había descubierto, en la extraña concatenación de sucesos, sentimientos fraternales profundos y una inédita sensación de totalidad al tener en sus brazos a la frágil compañera de Leo. Sí, señor. Era imperdonable que se hubiera privado de ese acercamiento que enriquecía todos sus sentidos.
—Andate de una vez que quiero acomodar a Camila y acostarme —la voz parsimoniosa de Leonora lo apartó de sus divagaciones.
—Sí, hermanita. Descansen tranquilas que aquí hay dos guerreros para cuidarlas —presumió, mientras se inclinaba para besarla en la mejilla.
La carcajada burlona de Leo no lo apabulló. Se despidió arrogantemente y bajó la escalera con alegría inusitada. En la sala, esperaron a Marcos junto a Cleto y Arturo. El hombre lo miró con una sonrisa bonachona: —Has cuidado de Camila como a un tesoro. ¿La conocías de antes?
Antonio no rehuyó la respuesta: —La ví solo una vez, pero recién me acabo de fijar en ella. ¿No es paradójico que este lugar me haya brindado un trabajo, el  reencuentro con mi hermana y la posibilidad de relacionarme con la mujer esperada?
—Los caminos del Señor son inescrutables —sentenció Arturo—. Lo cierto es que el tuyo parece muy promisorio. De vos depende la suerte del recorrido.
—No lo voy a estropear —aseguró con solemnidad.
El distante ronroneo de un motor anunció el arribo de un auto. Cleto anunció que le acercaría un medicamento a Leonora y ellos se asomaron al exterior. Del vehículo bajaron Marcos e Irma.
—¡Le dije a Quito que era innecesario traerme a la estancia! —rezongó la mujer—. ¡Ningún muchachón se atrevería a invadir mi casa!
—Papá, sosegala a nana. Me aturdió durante todo el viaje —pidió su hijo.
—Irma, yo dí la orden porque no quiero dejar ningún detalle librado al azar. Mañana estarás de vuelta en tu casita —Arturo respaldó el reclamo de Marcos.
Ella frunció el ceño pero no se animó a contradecir a don Silva. Muchos años a su servicio y el reconocimiento por haberle confiado la crianza de su hijo, le generaban un absoluto respeto.
—¿Adónde están las niñas? —preguntó, dando por zanjada la protesta.
—Ya se acostaron —dijo el estanciero—. Y nosotros haremos lo propio. Tu habitación está lista como siempre.
—Gracias, don Arturo. Mañana yo prepararé el desayuno —aclaró antes de subir.
—¿No me vas a dar un beso? —la atajó Marcos.
Se volvió hacia su muchacho y se dejó seducir por la sonrisa cariñosa. Él se le acercó y la envolvió en un abrazo al cual ella respondió con el beso. Después subió hacia su cuarto y, antes de entrar, se detuvo en la puerta del que albergaba a las jóvenes. Escuchó el murmullo de una conversación y golpeó con discreción. Leo abrió y la saludó con una sonrisa.
—¡Pasá, Irma! Vas a conocer a Cami que está pronta a recuperarse —formuló con entusiasmo.
Se acercaron a la cama adonde estaba tendida Camila. Cleto, sentado al borde del lecho, sostenía la mano de la fatigada muchacha. Irma, al ver que tenía los ojos cerrados, no le habló.
—Dejémosla descansar —le susurró a Leonora—. Mañana la tonificaré con un buen desayuno.
La joven la despidió en la puerta con un beso al tiempo que Anacleto se levantaba para retirarse.
—Ya sabe, señorita Leo —murmuró—. Solo déle la pastilla si se despierta y se pone inquieta.
—Entendí, Cleto. Si no lo puedo manejar, te aviso —aseguró para tranquilizarlo.
—Hasta mañana, entonces.
Apenas quedó a solas con Camila, le quitó con cuidado el calzado para no despertarla y la cubrió con la sábana. Su amiga entreabrió los ojos y musitó unas palabras que no llegó a captar. Al inclinarse sobre su boca, escuchó: —No te vayas, Leo…
Se descalzó y, vestida como estaba, se tendió a espaldas de Cami y la abrazó. Le fue murmurando palabras tranquilizadoras hasta que el sueño las atrapó. Camila le pidió agua a las tres de la mañana y ella, al notar su agitación, le suministró la pastilla que le había dejado Cleto. A poco, volvieron a dormirse. Se despertó temprano y relajada. Su mente pergeñó algunas apreciaciones humorísticas antes de abandonar la cama: ¡Ah, Cami…! Nada más alejado de tus aspiraciones que dormir conmigo, ¿eh? Si todo sale bien, la realidad estará más próxima a tus sueños que si hubiéramos viajado al sur. Yo podría considerar los sentimientos que me inspira Marcos… y asistir a una utopía inesperada: tu posible relación con Toni… ¡Y no estoy delirando, querida amiga!, porque el vago ha cambiado. Está entusiasmado con el trabajo y no pidió permiso para auxiliarte. Lo hizo como si fuera tu genuina pareja. Y aunque vos estabas un poco ida, se te veía muy confiada a sus cuidados. ¿Me estaré contagiando de tus quimeras?
Un ligero golpe propinado a la puerta suspendió su juego mental. Se bajó del lecho con sigilo y se asomó al pasillo. Cleto y su sempiterna sonrisa la confrontaron con la realidad.
—Buen día, Anacleto —lo recibió en voz baja y con una sonrisa—. Cami todavía duerme tranquila, gracias a tu pastilla. ¿Te parece que la despertemos?
—No, señorita. El dormir la recuperará más rápido. Cuando se recobre, a lo mejor esté en condiciones de bajar y desayunar en la mesa. Los demás están reunidos—acotó.
—Bueno, Cleto. Me cambio y estoy con ustedes.
Demoró diez minutos en la ducha y otros diez para vestirse. Comprobó que su amiga descansaba con sosiego y bajó al comedor. Sus ojos, emancipados de su voluntad, buscaron los de Marcos. Él le devolvió una mirada colmada de signos que Leo se resistió a descifrar; detrás de la emoción inocultable subyacía una recriminación que no tardaría en manifestarse en palabras. Saludó a todos y se acercó a la mesa.
—Buen día, querida, sentate que ya te alcanzo tu taza —dijo Irma.
—¿Descansaron las amigas? —la pregunta de Antonio tenía un matiz incluyente.
—Como angelitos. Cami todavía duerme —aclaró, despejando el implícito interés de su hermano.
—Te alegrará saber que Toni consiguió que un psiquiatra evalúe hoy mismo a Camila —le informó Marcos.
—¿En serio? —exclamó con asombro—. ¿Y cómo lo lograste? —la pregunta la dirigió a su hermano.
El joven le explicó sucintamente el pedido a su amigo y la promesa de acudir personalmente junto al facultativo dada la urgencia del caso.
—Vendrán esta mañana en el helicóptero de la gobernación. Para impresionar —agregó con gesto malicioso.
Antes de que Leonora siguiera indagando, sonó la chicharra del intercomunicador. Arturo atendió y después de un expresivo intercambio con su interlocutor, se volvió hacia Marcos.
—En la entrada están el juez, Matías, el comisario y dos agentes con la orden de restituir a Camila a la clínica. ¿Cuánto podés apurar a tu amigo? —le preguntó a Toni.
XXIII
—Están en camino. Calcule veinte minutos.
—Vamos a entretenerlos, hijo —ordenó mientras se dirigía a la puerta—. Y vos —le indicó a Toni—, si ves que ingresa algún auto antes de que llegue el médico, dejate guiar por Irma hasta el refugio adonde se ocultarán.
Padre e hijo salieron sin esperar respuesta. Leo los alcanzó a medio camino de la camioneta: —¡Voy con ustedes!
Marcos la miró indeciso. Los ojos de la muchacha irradiaban un brillo categórico. Iba a ir. Todavía tenemos asuntos pendientes, jovencita. Como por ejemplo tu ardid para escabullirte. Pero podrías ser de ayuda para distraer al pelotón de la entrada.
—Adelante —abrió la puerta del vehículo.
Leonora se acomodó al lado de Arturo y Marcos subió tras ella. Estaban un poco apretados y el hombre no se preocupó en amoldar su continente al reducido espacio, de modo que quedaron en estrecho contacto. Su cercanía la perturbó y la ojeada que le echó la disuadió de pedirle que se ciñera contra la puerta, tal era el fulgor regocijado de sus pupilas. Se concentró en su contribución para demorar la requisa y se lo comunicó a los hombres.
—Préstenme atención —solicitó—. Adivino que conocen a todos los integrantes de la partida, por lo cual no podrán negarse a que cumplan con el procedimiento. Como yo no conozco a nadie, salvo a Matías y al comisario, podré retrasarlos con formalidades legales si ustedes me presentan como su apoderada legal.
—Me parece apropiado —declaró Marcos y, susurrando, al tiempo que pasaba el brazo izquierdo sobre su hombro—: Acepto que te apoderes de mí legal o ilegalmente.
—Hablo en términos jurídicos —esclareció ella con formalidad—. ¿Estás más cómodo así? —refiriéndose al brazo que se estiraba a su espalda.
—Sí, gracias. Me estaba acalambrando —alegó con aire candoroso—. ¿Te molesta? —era obvio que la estaba provocando.
—No —se volvió hacia el conductor—. ¿Estás de acuerdo, Arturo, en que solo hable yo?
—Totalmente, hija. Seré mudo como una tumba.
—Ni aunque los provoquen, ¿eh…? —insistió.
—Salvo que seas vos… —perseveró Marcos en su rol de conquistador.
Giró hacia él, enfadada: —¿Sabés que te estás portando como un pendejo? ¡No es momento de bromas! —apretó los labios y fijó la vista en el parabrisas.
—No te enojes, bonita —le dijo él con dulzura—. Quería desviarte de tu preocupación. Todo va a salir bien. Palabra —se comprometió.
Arturo estaba estacionando la camioneta lo que obvió su respuesta. Marcos bajó y esperó a que ella hiciera otro tanto. Sin aguardar a padre e hijo, se dirigió hacia la tranquera, detrás de la cual esperaban los visitantes. Conocía a Matías y al comisario. Infirió que el individuo robusto de mediana edad, trajeado, y flanqueado por dos policías, debía ser el juez.
—Buenos días. Soy la doctora Castro, apoderada de los señores Silva —dijo en tono competente—. Quisiera que me pongan al tanto del motivo de su solicitud.
—En respuesta a la denuncia efectuada por el doctor Ávila, yo, como juez de este departamento, he librado una orden de allanamiento para revisar la casa y retirar a la señorita Camila Ávila para que continúe su tratamiento en la clínica.
—¿Sería tan amable de presentarme su identificación? —fue la respuesta de Leo al pomposo discurso.
—¿Cómo? —se encolerizó el juez.
—Debo verificar su identidad.
—¡Aquí todo el mundo me conoce, especialmente el dueño de la finca! ¿No es así, Arturo?
El nombrado hizo un gesto de disculpa y no contestó.
—Si usted exhibe sus credenciales, nos ahorraremos tiempo. No creo que deba recordarle las disposiciones del código procesal penal sobre allanamientos… —la voz de la joven tuvo un dejo peyorativo.
—¡Están tratando de ganar tiempo, juez! —gritó Matías—. ¡Nadie pondrá en tela de juicio su identidad ni la del comisario! ¡Proceda ahora o tendrá que hacerse cargo de la desintegración sicológica de mi paciente!
El juez estaba lo suficientemente enfadado esa mañana. El médico, en compañía del comisario, lo había despertado a las siete y ahora, sin medir sus palabras, lo desairaba delante de testigos. ¡Y esa abogadilla presuntuosa…! Lo que supuso una operación de rutina se estaba transformando en un oprobio. Aunque tuviera los hombres necesarios, no podría ingresar a la finca por la fuerza. Él era un hombre de ley y se había confiado en el conocimiento que tenía con sus vecinos sin imaginar que habría un intermediario. La joven no parecía perturbada por los exabruptos del médico y mantenía la mirada fija en él.
—Doctora —dijo con calma e ignorando el desplante de Ávila—, sabe que con su actitud solo postergará el registro. Sus propios clientes, si les permite expresarse, avalarán mi identidad. Esto evitaría roces innecesarios entre pares —terminó conciliador.
Marcos miraba la escena con aire divertido. Su muchachita parecía muy segura en el rol de encargada y esperó su respuesta al llamado del juez.
—Lejos de mi intención está malquistarme con un colega —expresó ella con deferencia—, pero hasta usted me censuraría si no observara el protocolo. Podrán cumplir con la orden tan pronto verifique las identidades de los que ingresarán en la propiedad.
El juez comprendió que la chica no daría su brazo a torcer por lo que decidió no seguir polemizando: —Usted gana, abogada. Volveré con mi credencial y el requerimiento que identifica a los funcionarios, pero quedarán los agentes para garantizar que nadie abandone el predio.
Mientras ella asentía con un gesto, volvió a escucharse la protesta de Matías: —¡Les da la oportunidad de que la saquen por cualquier lado de la finca! ¡No puedo creer que se preste a esta artimaña!
—Si no deja de vomitar estupideces —amenazó el juez—, tendrá que solicitar auxilio legal en el pueblo próximo. Ahora volvamos a mi despacho —le demandó.
El médico caminó hacia su auto sin proferir palabra, seguido por el magistrado y el comisario. Mientras se alejaban hacia la ruta, se entrevió en el horizonte la lejana silueta de un helicóptero.

XXIV
Leo se volvió hacia los Silva con una sonrisa triunfante cuando una ráfaga trajo a sus oídos el distante sonido de un motor. Levantó la mirada y distinguió contra el cielo diáfano la máquina que transportaba la esperanza para su amiga. Ocho hombres desconcertados –los policías, padre e hijo y los cuatro peones de la entrada- vieron a la formal abogada que había logrado espantar al juez, ejecutar saltitos de alegría acompañados de una risa alborozada mientras hacía señas hacia el helicóptero cruzando los brazos.
—¡Vayamos a su encuentro, por favor! —le rogó a Marcos tomándolo del brazo.
Él consintió riendo y la guió hacia la camioneta enlazada por la cintura. La necesidad de sentirla cerca de su cuerpo era cada vez más perentoria. Arturo habló con los uniformados y con sus hombres y subió al vehículo adonde Marcos se había puesto al volante. Leonora, transida de ansiedad, bajó de un salto no bien Arturo abrió la puertezuela. Corrió hacia el interior de la casa para encontrar en el comedor a Camila acompañada de Anacleto. La joven estaba comiendo una tostada bajo la mirada atenta del enfermero. La conocida sonrisa que Leo echaba de menos estaba volviendo a su rostro. Se inclinó para abrazarla y se sentó a su lado.
—El cancerbero me amenazó con devolverme al loquero si no comía —reveló Cami señalando a Cleto con un gesto.
El rostro del muchacho era un caleidoscopio de sonrisas que no ocultaba a la vista de las amigas. Leonora le apretó una mano con afecto y les comunicó: —El médico auditor que pidió Toni está próximo a llegar. ¿Estás en condiciones de sostener una entrevista? —le preguntó a Cami.
—Con tal de irme de ese lugar, disertaría con Rasputín —afirmó—. Pero Toni me dijo que estuviera tranquila, porque el médico que me va a evaluar es uno de los mejores siquiatras del país.
—Ah… Toni —sonrió Leo—. Parece que está empeñado en desmentir las diatribas de su hermana.
—Está contento con su trabajo —aseveró Cami—, y por cierto que en nada se parece a la imagen que me hice de él. Bueno —dijo a modo de disculpa—. Lo ví solo una vez y ustedes discutieron tanto que me fui a encerrar en el dormitorio.
—Otras épocas, amiga —aseguró Leo. Se levantó cuando las voces y el rugido del motor se mezclaron indicando que el helicóptero había tocado tierra—. Voy a ver que pasa. Ustedes esperen acá —le indicó al dúo.
Cerca de la máquina que había aterrizado se aglomeraban los dueños de la finca, el juez, el comisario y Matías -que habían pegado la vuelta cuando ellos regresaron a la casa-, los dos policías, los cuatro empleados de Arturo, y Toni, junto a un hombre joven de porte altanero y otro de edad mediana que departía con Ávila.
—Tengo orden del ministro de salud de constatar el estado siquiátrico de la señorita Camila Ávila —le estaba transmitiendo a Matías—. Si mi diagnóstico coincide con el suyo no me opondré a que sea reingresada a la clínica. En caso contrario ella decidirá adonde permanecer.
—Respeto su trayectoria en la especialidad, pero la validez del informe si no hay convergencia solo puede ser resuelta a través de una junta médica —perseveró Matías.
—Le asiste toda la razón, doctor. Pero el gobernador tiene un interés personal en este caso y su decisión es la que acabo de trasladarle. Cualquier objeción puede plantearla al señor Andrés Rodenas, aquí presente, hijo del ministro —señaló al joven arrogante—. Con su permiso, voy a cumplir mi cometido —cerró el diálogo con su colega, le hizo un ademán al juez para que lo siguiera, e ingresaron a la casa en compañía de Antonio.
Matías se dirigió con furia a Leonora: —¡Ya sabía que tu presencia era nefasta! ¡Jamás debí permitir que te acercaras a Camila!
Marcos se lanzó como un bólido contra el médico pero ya se había interpuesto el amigo de Toni: —¡Eh, amigo! ¡Así no se trata a una dama! —dijo apoyándole una mano en el pecho.
—Gracias. Aunque él ya sabe que puedo arreglármelas sola —manifestó Leo despectiva.
—¡De lo que doy fe! —atestiguó Marcos con una sonrisa. Ignorando a Matías que se había apartado al amparo de los uniformados, le tendió la diestra a Rodenas—: Marcos Silva. Escuché tu nombre del examinador.
Mientras se estrechaban las manos, el recién llegado no apartaba la vista de Leo.
—Yo soy Leonora, la hermana de Toni —se presentó.
—Toni no me ha hablado mucho de su familia —se excusó como si debiera conocerla.
—Ni a mí de sus amigos —arguyó ella restándole importancia—. Y ahora me van a disculpar, voy a ver cómo va el interrogatorio —aleteó su mano hacia los hombres y caminó airosa en dirección al pórtico.
La mirada de Marcos prendida de su figura fue un libro abierto para Andrés, a quien había sacudido la aparición de la joven. Casi con indiferencia, preguntó: —¿Es tu novia?
—Me estoy empeñando en ello —lo confrontó verbal y visualmente.
Rodenas, acostumbrado a medir a la corte de aduladores que rodeaba a los políticos, entendió que ni su condición de hijo de ministro haría retroceder las pretensiones de ese rival no contaminado por los rótulos. Paciencia. En la vida nada es absoluto. Cuando ella necesite un pecho para llorar, le brindaré el mío, se dijo fiel a la filosofía que lo mantenía al margen de las decepciones.
—Soy un pésimo anfitrión —se reprochó Marcos—. Te invito a esperar la conclusión del examen adentro de la casa mientras te refrescás con la bebida de tu preferencia —dio al capataz la orden de restringir cualquier ingreso a la morada y guió a su invitado al interior.
En la sala encontraron al dueño de casa, a Toni, y Anacleto, apoltronados en los sillones. Irma venía cargando una bandeja con dos jarras de jugos helados de la que Marcos se hizo cargo.
—Naranja exprimida y duraznos licuados —ofreció la mujer con una sonrisa de gratitud a su asistente—. Le voy a llevar algo fresco a la gente que está afuera —le informó.
—Gracias, nana. Estás en todo —su mirada buscó sin disimulo la presencia de Leonora.
—Leo insistió en intervenir en la reunión como representante de Camila —le aclaró Toni sensible al rastreo de Marcos.
Él hizo un gesto de aquiescencia y se acomodó con el resto del grupo. La conversación versó sobre generalidades durante la hora larga que duró la entrevista, al cabo de la cual se hicieron ver el perito y el juez.

XXV
Toni se levantó e interrogó al médico con la mirada. El hombre se dirigió al grupo y en particular a Rodenas: —Según mi evaluación, la señorita Camila Ávila está en pleno uso de sus facultades mentales y en condición de decidir su externación, criterio que dejo asentado en un acta con la firma de los representantes de partes, doctor Julio Berti y doctora Leonora Castro. El original será entregado al gobernador y una copia al demandado y demandante para que sean utilizados a los fines legales que correspondan —dicho esto saludó a los dueños de la propiedad y se dirigió al exterior.
El juez, antes de salir, se acercó a Silva: —Arturo, ahora entiendo el simulacro de distracción que organizaste. He sido testigo de una maniobra para desnaturalizar la condición síquica de la joven Ávila que ha demostrado estar muy lejos de la locura que le atribuye su pariente. Pido disculpas por haber intentado ingresar a tu hacienda.
—No con mi apoderada, amigo —rió Arturo—. Yo me disculpo por haberte negado, pero tenía órdenes precisas —le tendió la mano, se la estrecharon, y Berti abandonó el salón.
Afuera, Toni junto a Marcos despedían a la comitiva oficial. Los autos de Matías y el comisario levantaban polvareda ya cerca de la tranquera.
—Te debo una grande, chango —dijo Antonio abrazando a su amigo.
—Parte de lo que yo te debo —respondió Andrés agradecido de estar vivo por el auxilio de Toni cuando los alcanzó un alud en cerro Chapelco—. Si este médico te causa algún problema, no tenés más que avisarme.
Después de que la máquina se elevó, los hombres entraron a la casa. Leo y Camila estaban compartiendo con Arturo las alternativas de la entrevista.
—No quiso levantar ningún cargo contra él —decía Leonora—. Pero llegamos a un acuerdo con el juez para pedir una orden de restricción por lo que no podrá acercarse a ella so pena de incurrir en delito.
El ingreso de los jóvenes interrumpió la charla. Cami le obsequió a Toni una sonrisa de bienvenida que aceleró el ritmo cardíaco del hermano de Leo: —¡Gracias, Toni! No olvidaré tu ayuda —expresó con efusión.
El nombrado se le acercó y la tomó de las manos: —Si el siquiatra no te hubiera dado el alta, ya estaríamos camino a Rosario —le aseguró enfático.
Leo hizo una mueca. Miró a los Silva y declaró: —¡Seguro! Y a nosotros que nos parta un rayo. ¿Ves, Cleto? —le señaló al risueño muchacho—, la gloria se la llevan los que no asumieron ningún riesgo…
Padre e hijo sonrieron ante la queja de la chica. Arturo le dijo: —Vayamos afuera, Leo. Debemos hablar sobre la lectura del testamento.
Salieron al porche sombreado por los árboles y se sentaron en los cómodos sillones. Irma se acercó para preguntarle al dueño de casa qué deseaba para el almuerzo.
—Algo fresco y liviano, Nana —intervino Marcos—, que debemos seguir reparando los alambrados antes de que los voltee la hacienda. Esta noche, asado en honor a Camila —se volvió hacia Leonora—: ¿estás de acuerdo, linda?
—¡Siempre dispuesta para un asado! —festejó ella. Más seria, se dirigió al hombre mayor—: ¿Cuándo será la lectura del testamento?
—Como Camila está en plena etapa de recuperación, pensé que podría fijarse para después del fin de semana, de modo que esté preparada para asumir la paternidad de Nicanor.
Leonora asintió. Esa parte le correspondía a ella y solo buscaría el momento más apropiado para decírselo. Arturo se levantó: —Me voy a visitar a Hernández —declaró—. Tal vez pueda despejarme algunos interrogantes acerca de la conducta de Matías.
Subió a la camioneta y se despidió con un bocinazo. Marcos fijó la vista en Leonora quien, para no ceder a los sensuales pensamientos que le disparaba el hombre, preguntó: —¿Qué espera aclarar tu papá con Hernández?
Él hizo un gesto de complacencia, como si estuviera al tanto de sus emociones, antes de contestarle: —Confirmar un comentario que le hizo Saverio, el dueño de la taberna. Si no son habladurías, puede ser la explicación del proceder de Matías —y siguió inquietándola con la mirada.
—¿Por qué me observás con tanto detenimiento? —dijo al fin, perturbada.
—Porque no hay nada que me produzca más placer que mirarte, porque me pregunto qué intenciones subyacen bajo tu apariencia reservada y porque aspiro a tenerte siempre al alcance de mis brazos —manifestó con voz contenida.
No se le acercó, pero sus palabras la rodearon con la misma intensidad del abrazo implícito. Leonora se dejó dominar por el recuerdo de sus mutuas confidencias y de las caricias reprimidas que solo esperaban un signo de su parte para concretarse. Abandonó su cuerpo sobre el respaldo del asiento y sus ojos en los de Marcos. El poderío de los sentimientos masculinos la colmó de deseos inéditos que alucinó explorar en su compañía. La presencia de quienes ocupaban el interior de la vivienda evitó que Marcos la confinara sobre su pecho. Camila se afirmaba sobre el brazo de Antonio, protegidos sus ojos por gafas oscuras. Cleto los secundaba seguido por Irma, que venía a pedir instrucciones a su ahijado.
—¿Adónde comemos, Quito?
Marcos se dirigió a Camila: —Dejo a tu criterio la elección del lugar.
—¡Afuera, por favor! Estuve encerrada mucho tiempo —le pidió con exaltación.
—De acuerdo —asintió él—. Toni y yo traeremos la mesa y las sillas.
Ambos, junto a Irma y Anacleto, se dirigieron al depósito anexo a la casa. Cami se acomodó al lado de Leo, se bajó los anteojos de sol hasta la punta de la nariz, y le lanzó una mirada cómplice: —Algo me contó Toni sobre su empleador, pero infiero que entre él y vos hay un micro clima muy especial —dijo sugerente.
—¡Mirá que está locuaz mi hermanito! Y vos, todavía desvariando por efecto de las drogas —contestó aparentando enojo.
—¡Vamos, amiga! Que estoy muy lúcida y además tengo ojos en la cara. Te voy a decir mi impresión: si no hubiésemos aparecido, ese tipo te mataba a besos.
—¡Ah! ¿Y toda esa novela es fruto de tu deducción?
—Y de la observación, tonta. Los estaba mirando mientras caminaba hacia la puerta que Cleto mantenía abierta. ¡Leo…! —argumentó—, ¡se los veía tan cautivados! Marcos es el hombre que esperabas.
—Si la memoria no me falla, la que esperabas eras vos. ¿Encontraste lo que buscabas?
—No te sienta la malicia, amiguita. Pero si querés preguntar si me gusta Toni: afirmativo. Al menos este Antonio que conocí acá —sonrió—. ¿Pensaste alguna vez que seríamos cuñadas?
—Ni en estado de ebriedad. ¿No vas muy rápido, Camila? Y no porque no merezcas a Toni, sino que es muy pronto para afirmar que ha cambiado. Para mí, como hermana, sería una decepción más, pero para vos…
—¡No sigas! —la interrumpió—. Este Antonio no tiene vuelta atrás. Lo sé, desconfiada. Y si te dejaras guiar por la intuición en lugar de racionalizar todo, descubrirías a tu verdadero hermano y al amor de tu vida.
Leonora no le contestó. Ya estaban llegando los varones con la mesa y las sillas, escoltados por Irma que cargaba la mantelería.
XXVI
Arturo se les unió una hora después. No comentó nada delante de los comensales pero habló con su hijo y Antonio en un aparte. Los más jóvenes reanudaron la tarea diaria y Leonora, después de que Cami se retirara a descansar, tuvo una charla con Silva padre.
—No estabas equivocada, hija —confirmó—. Matías está metido en deudas de juego por las que hipotecó la clínica. Y parece que no escarmentó, porque el banco amenaza rematarla si no paga las cuotas.
—¿Pagó al menos las deudas de juego?
—Esas sí, porque son peligrosas. Pero en lugar de usar los recursos de su profesión para enfrentar las mensualidades, siguió jugando. Ahora está a punto de perder el edificio.
—Las adicciones son funestas —reflexionó Leo—. Pueden hundir en la degradación a una mente esclarecida como la que debe tener Matías para haber logrado prestigio entre sus pares. Tal vez este episodio lo salve de la ruina total.
—Hablá con Camila cuando lo consideres adecuado. Yo le pediré al escribano López que organice la lectura para el viernes y notifique a los deudos —indicó Arturo—. Ahora vuelvo con los muchachos y vos debieras descansar.
—Eso haré —dijo Leonora. Se inclinó sobre el hombre y besó su mejilla con cariño—: ¡Gracias, Arturo! Esta habría sido una aventura siniestra sin la colaboración de ustedes.
El hombre sonrió y se llevó una mano al corazón: —Es nuestra la satisfacción por ver alegría en tu rostro.
Anacleto la detuvo en el camino: —Camila solo necesita reposar para recuperarse. Yo vuelvo a casa y si me precisa llámeme al celular.
Leo le agradeció con un abrazo y entró a la casa exultante. Una idea iba tomando forma en su mente. Cami dormía con placidez en el cuarto sumido en la penumbra. Se movió con sigilo para no despertarla y después de una ducha refrescante ocupó la otra cama adonde, a poco, el sueño la alcanzó.

∞ ∞
Camila abrió los ojos sintiéndose descansada y optimista. Ladeó la cabeza y observó el lecho adonde estaba tendida Leo. Se desperezó con languidez y dejó vagar sus pensamientos. Tendríamos que estar frente al Perito Moreno o deambulando por el bosque petrificado en compañía de quién sabe quién o solas. A pesar de su delito no puedo guardarle rencor a Matías porque de no ser por su maniobra no hubiese vuelto a Vado Seco ni conocido la faceta oculta de Antonio. ¡Qué destino bromista! ¿Por qué no encontrarnos en Rosario? Estábamos más cerca… Pero entonces Leo no hubiese conocido a Marcos ni Toni la oportunidad de un trabajo que le entusiasma. Sí… Por algo las cosas convergieron hacia acá.
—¿Estás despierta? —susurró Leonora.
—Sí, amiga del alma. No quise incomodarte —le respondió con afecto.
Leo se pasó a su cama y la abrazó: —¿Dormiste bien?
—Como un lirón. ¿Pero a qué se debe esta demostración de lesbianismo? —preguntó burlona.
Leonora largó la carcajada. Las salidas de Cami siempre la divertían: —Es tu culpa. Anoche me pediste que no me fuera así que me acosté con vos y te arrullé con mi dulce voz hasta que te dormiste.
Camila dijo emocionada: —¡Querida Leo, tu perfume y tu voz fueron más potentes que las drogas! —Después hizo una mueca y la empujó—: Ya te confesé mi eterno agradecimiento, de modo que levantémonos y vayamos en busca de otras cercanías más placenteras.
Leonora se sentó en la cama y la tomó de la mano: —Antes, tenemos que hablar.
Cami estudió el rostro serio de su amiga y se acomodó a sus pies sobre la alfombra: —Soy toda oídos.
—Siempre me dijiste que tu relación con Nicanor fue distante —empezó Leo. Se detuvo buscando la manera de seguir—. Lo que te voy a relatar —continuó—, pertenece al pasado pero afecta tu presente y tu futuro —sin desasir su mano, desgranó la historia de la verdadera filiación de Camila, el complot de su primo, y la convocatoria del viernes para la lectura del testamento. Cuando terminó, esperó la reacción de su amiga que había escuchado el testimonio sin interrumpirla. Cami se tomó un tiempo para asimilar las palabras de Leo, conservando sus manos aferradas como buscando un enlace con la realidad.
—¿Sabés? —dijo por fin—. No me siento hija de nadie. De mis padres tengo un vago recuerdo que mi familia no se preocupó en actualizar, y de Nicanor un trato parco y escaso. No sé si esta revelación me provocará una crisis más adelante, pero ahora no siento siquiera rencor por haberme desconocido —le preguntó a Leo: —¿Pensás que soy un monstruo?
Leonora la abrazó impetuosamente: —¡No, querida! ¡En todo caso los monstruos son ellos por haberte privado de tu verdadera identidad! Lo que no pudieron quebrantar fue tu maravilloso espíritu que te permitió sobreponerte a las carencias afectivas. Tendrás que pensar y asesorarte acerca del uso del legado y resolver el destino de tus parientes.
—No puedo echar a Teresa de la casa. Allí nació y se crió —le confesó con desaliento—. Por otro lado, tampoco levantaré cargos contra Matías, aunque no puedo aprobar su manipulación. ¡Está enfermo, Leo! Él es quien debería estar internado en su clínica.
—Conociéndote —arrancó Leonora—, supuse que la herencia no modificaría tu natural generosidad, aunque insisto en que no debés despreciarla. Es la manera que encontró Nicanor para compensar su falta y te corresponde por derecho propio. Me parece bondadoso permitir que tu tía siga ocupando la casa, pero no pienso lo mismo con respecto a Matías.
—¿Qué puedo hacer, Leo? —dijo desanimada.
—Tengo una idea aproximada, aunque antes debo asesorarme con Arturo y Marcos. ¿Tendrás paciencia?
—¡Lo dejo en tus manos! ¿Esperás a que me dé un baño? —inquirió pasando a otra cosa.
Bajaron a las seis de la tarde. Irma las instó a que se sentaran en la galería adonde les sirvió una infusión con una deliciosa torta casera.
—¡Nos estás malcriando, Irma! —señaló Leo.
—¡Ustedes me hacen rejuvenecer! —sonrió la nombrada—. Volver a la estancia para atenderlas me recuerda la época en que velaba por Quito. Además, esta niña necesita reponerse —agregó contemplando a Camila.
Tres hombres acalorados y sudorosos regresaron a las ocho. Tras saludar a las mujeres subieron a higienizarse para reunirse con ellas media hora después.
—¡Muchachas, hace tiempo que esta casa no resplandecía con el aporte femenino! —requebró Arturo a las chicas que estaban contemplando en el porche el distante resplandor de una tormenta.
Se volvieron con una sonrisa que embelesó a los jóvenes que lo seguían. Don Silva los dejó estar hasta que rompió el clima con una observación: —Marcos, ¿irías a prender el fuego para comer antes de la medianoche?
Su hijo le dedicó un gesto burlón antes de dirigirse al quincho que contenía la parrilla a cubierto, rehusando en el camino la ayuda ofrecida por Toni. Leonora se levantó para colaborar con Irma mientras Arturo y Antonio acomodaban la mesa y las sillas sobre el césped. Después de alcanzarle la carne y las achuras a Marcos, la mujer destapó una botella de vino: —¿Querés llevarle una copa al asador? —le preguntó a su huésped—. Cami y yo terminaremos de tender la mesa.
—¡Dale, amiga! ¡Retomar la rutina es parte de mi recuperación! —reclamó Camila.
Leo se sometió a la presión de las conspiradoras con una sonrisa porque también ella disfrutaba de los momentos a solas con Marcos.

XXVII
Él estaba de espaldas distribuyendo las brasas debajo de la carne acomodada en la parrilla. Se había quitado la camisa y Leonora admiró el juego de su musculatura iluminada por el resplandor. Un inquieto hormigueo le recorrió el estómago al imaginarse aprisionada contra el torso desnudo. El hombre, intuyéndola, se volvió hacia la puerta. Ella caminó hacia él como en trance, se dejó quitar la copa de la mano y comprobó que estar encerrada entre sus brazos superaba su febril imaginación. Se abandonó sobre el pecho palpitante de Marcos aspirando el olor de su piel humedecida por el calor del fuego, inquietante amalgama de loción y de humo. El beso inquisitivo sometió su boca y liberó sus emociones; sus brazos se anudaron detrás del cuello masculino intensificando la zona de contacto de sus cuerpos.
—¡Leo, Leo…! ¡Mi amor…! —jadeó Marcos trastornado, manteniendo la caricia.
Ella, tiempo después, sonrió al recordar esa noche. ¿Adónde habrían terminado si la centella no hubiese estallado tan cerca de la casa? En el piso, se dijo con descaro.
La explosión la sobresaltó y dejó escapar un grito que sonó como un gemido contra la boca que aprisionaba la suya. Él no la soltó, la abrazó con fuerza e intentó calmarla: —¡Shhh… querida! No hay peligro. La casa está resguardada con un pararrayos.
—¡Pero los demás están fuera de la casa! —balbuceó conmocionada.
—La casa y sus alrededores —precisó el hombre mientras le despejaba los mechones rebeldes que velaban su rostro.
—¿Están bien? —Camila irrumpió a la carrera. Atrás asomaron Toni, Arturo e Irma.
—No hay cuidado —afirmó Marcos sin alterarse ni desasirla—. Un susto, nomás.
La joven se separó con la cara arrebolada: —¡Pensé que había caído adonde estaban ustedes! —exclamó.
—Fue en la zona aledaña al campo —explicó Arturo—. Quédense tranquilos que estamos dentro del radio protegido por el desionizador —se dirigió a su hijo—: Con Toni corrimos la mesa bajo la galería porque pronto comenzará a llover.
—Bien, papá. Dentro de una hora estaremos comiendo.
Vio con desilusión que Leonora se retiraba con el resto del grupo ignorando el ruego de su mirada. ¿La habría ahuyentado con su vehemencia? No. Porque ella correspondió con pasión al abrazo y al beso. Calma, viejo, que estás en víspera de concretar una relación que hace una semana ni presentías. Apartó sus divagaciones con un movimiento de cabeza y se concentró en vigilar la cocción del asado. Los truenos se espaciaron y los sustituyó un polifónico aguacero que realzó la íntima cena. Camila y Toni estaban construyendo los cimientos de su vínculo, aislados en su diálogo personal.
—¿Por qué Marcos y vos estaban tan seguros de que un rayo no iba a caer en la casa? —preguntó Leo.
—Porque instalamos un sistema de seguridad —respondió el interpelado.
—Marcos dijo pararrayos, pero vos… —intentó recordar.
—Me referí al desionizador —ayudó Arturo—. Es un aparato que, para explicarlo sencillamente, en lugar de atraer los rayos, los disipa. Recurrí a este mecanismo después de que una sobrecarga destruyó el pararrayos antiguo. Tanto la estancia como los establos cuentan con este artefacto —abundó.
—Nunca me olvido de cuando explotó el pararrayos —intervino Irma—. Quito tenía trece años y estaba jugando con la computadora. Pegó un salto y salió disparado hacia el porche voceando su nombre. Pensé que se había asustado y corrí hasta la puerta, pero él ya estaba subido a la camioneta y enfilaba para el campo. Lo buscaba a usted, don Arturo, creyendo que le había pasado algo.
—¿Así que ya estabas en camino cuando cayó el rayo? —demandó en tono acusador a su hijo—. Eso me dijiste cuando te bajaste del auto como un demente.
Marcos no pudo contener una carcajada. ¡Habían pasado tantos años y el viejo aún recordaba la excusa que le dio para justificar su aparición en medio de la tormenta!
—Fue lo primero que se me ocurrió. Y no vas a negar que el pretexto de preocuparme por Rocinante me absolvió de una reprimenda —dijo aún riendo.
—¿Quién era Rocinante? Obvio que un caballo —se apresuró a convenir Leo.
—Un tordillo plateado que me regaló cuando cumplí once años —explicó Marcos—. Por entonces, había leído en la escuela una versión para adolescentes del Quijote y El Cid Campeador, lo que me suscitó un gran dilema al elegirle el nombre: Rocinante o Babieca.
—¿Y cómo lo resolviste?
—Tirando una moneda. Los dos me fascinaban —confesó el hombre con una sonrisa.
—¿Aún vive? —se interesó la joven.
—Sí —le contestó cautivado.
—¿Es el que montaste cuando fuimos a cabalgar?
Arturo e Irma, fuera del ejido que contenía a la pareja, cambiaron una mirada de comprensión y se abocaron a despejar la mesa.
—No. Ya tiene más de treinta años y no quería fatigarlo con ninguna exigencia.
—¡Pero si paseamos a ritmo moderado!
—Es cierto. Aunque debía estar atento a que tu cabalgadura no se espantara y tuviese que acudir en tu auxilio.
—Como un caballero andante —se burló Leonora—. Ahora me explico por qué le pusiste Rocinante.
—Así es, mi Dulcinea —aceptó Marcos contemplándola con avidez.
Ella apartó la vista de las pupilas viriles que le hablaban con el deseo vehemente que reconocía en sí misma. ¿Podría derribar las vallas de contención que le impedían responder al llamado masculino? Como un centinela que velara por su cordura, emergió la charla que había tenido con Camila.
—Marcos —replegó a la hembra enamorada y la sustituyó por la profesional eficiente—: Necesito hablar con vos y tu papá.
Él la observó desconcertado por la mudanza de talante. Antes de que pudiera reaccionar, ella insistió: —¿Entramos?
Marcos hizo un gesto resignado y se levantó para escoltarla. Camila y Antonio quedaron como únicos ocupantes de la mesa totalmente desinteresados del movimiento a su alrededor.
—¡Ah…! ¡Bienvenidos! —se alegró Arturo—. ¿Gustan compartir un café?
—Sí —aceptó Leo—, y una charla.
Irma se alejó mientras ellos se sentaban alrededor de la mesa baja, para regresar con una bandeja y las humeantes infusiones. Afuera, el viento se arremolinaba intentando expulsar las nubes de tormenta.
—Necesito que me asesoren en un proyecto —principió Leo. Irma, haciendo gala de discreción, se levantó para salir. Ella la tomó de la mano—: No, Irma, quedate por favor. Me dirigí a los hombres porque son expertos en manejo de campos, pero cualquier opinión será bien recibida —la mujer volvió a su lugar—. Bueno, el asunto es que Camila, enterada de la paternidad de Nicanor, no pareció estar muy afectada por el descubrimiento, ni está en sus planes expulsar a la tía de su casa, ni denunciar a Matías. Recibirá el legado y tendrá que resolver como manejarse con su primo, para lo cual pidió mi colaboración —tomó aliento e hizo una pausa.
Respetaron su silencio hasta que retomó la palabra: —He partido de la siguiente premisa: tanto vos como Marcos vacilaban en aceptar mi presunción de que Matías estaba detrás de la herencia porque sostenían que su profesión y su sanatorio le eran muy redituables —esperó y aceptó el silencio como asentimiento—. Pensé que la loable actitud de Camila no tenía por qué incluir el sostén de la tía ni la defensa de los bienes de su primo. Que él, por su enfermedad, no estaba en condiciones de administrar su patrimonio hasta completar un tratamiento por su adicción, y que los campos heredados podrían sufragar, hasta estabilizar las finanzas de Matías, los pagos adeudados al banco para que la clínica siga funcionando. ¿Es un desvarío de mi parte? —miró ansiosa a lo hombres.
—Podría ser un buen plan —aceptó Marcos—, siempre que encuentres un gerente honrado.
—Por mi profesión, conozco gente capacitada y recomendable para hacerlo. Además, Camila y yo podríamos supervisar los movimientos administrativos de la entidad. En cuanto a Matías, deberá nombrar a los profesionales que lo suplantarán durante su rehabilitación.
—Estás muy segura de que aceptará —una chispa escéptica brilló en las pupilas de Marcos.
—Lo hará si no quiere perder su sanatorio, su reputación y su fuente de ingresos —afirmó desafiante—. A pesar de que nunca me cayó bien, quiero creer que la conducta de Cami le servirá de inspiración.
Arturo sonrió ante el desenfado de la joven: —¡Sí que te contrataría como mi representante! Verás —prosiguió—, arrendar los campos no es una idea disparatada. Nicanor los explotó por sí mismo hasta dos años atrás y luego se tomó tanto tiempo para decidir alquilarlos a Recalde que lo sorprendió la muerte. Este paisano accederá a la propuesta que le hagan.
—¡Genial! —se entusiasmó la chica—. ¡Le hemos resuelto el problema a Camila!
—Lo hiciste vos solita —dijo Arturo con honradez—. Supongo que si vas a colaborar con ella tendrás que instalarte en Vado Seco.
—Bueno… —vaciló Leo—. No lo había pensado —no se animó a mirar a Marcos—. Es hora de que le transmita a Cami el programa —murmuró y salió al encuentro de su amiga.
—¿Vas a desperdiciar la oportunidad, Quito? —Irma habló por primera vez.
Él rió entre dientes y solo dijo: —Gracias, papá.
XXVIII
—¿Puedo interrumpir? —preguntó Leonora a la pareja absorta en su propio mundo.
Su hermano le dirigió una mirada de perdonavidas y Cami una risa cantarina.
—Hablé con Marcos y Arturo para que me ayudaran a plasmar una idea que concebí de manera intuitiva y resultó que era muy viable. Presten atención —los exhortó, y durante varios minutos les detalló su proyecto.
—¡Es perfecto, Leo! —opinó la heredera—. Nosotras trabajaremos en la clínica y Toni podrá controlar la explotación de los campos —lo miró zalamera—. ¿Lo harías?
—¡Pará, Cami! Que lo único que puede controlar si arrendás los campos es el pago del contrato —le informó su potencial cuñada.
Camila se encogió de hombros y declaró optimista: —¡Mejor! Así Toni adquirirá experiencia trabajando con Marcos y su padre.
Antonio estaba tan flechado por la impetuosa joven que hubiera caminado sobre ascuas si ella se lo pidiera. Leonora lo miró compasiva y suspiró: —Por lo visto nada los desalienta. Prepárense para enfrentar mañana la histeria de Teresa y Matías durante la lectura del testamento. Tendrás que usar toda tu capacidad de convicción, así que no la malgastes con este sujeto —la previno a Camila.
El sujeto sonrió como si lo hubiese halagado lo que despertó la hilaridad de su hermana: —¡Quién los ha visto y quién los ve, trastornados…!
—¿Cuál es el chiste? —Marcos depositó una bandeja con cuatro copas, una botella de champaña y un plato con golosinas sobre la mesa.
Leo le contestó con otra pregunta: —¿Qué festejamos?
—Comienzos, digamos —dijo él con vaguedad.
—¿Por qué en plural? —lo desafió ella.
La desarmó con la sonrisa antes de contestarle: —El nacimiento de una heredera y el de un nuevo trabajador… Digamos —sus ojos brillaban burlones.
Leonora hizo un mohín de… ¿decepción? imaginó Marcos jubiloso. Descorchó la botella y llenó las copas. Le tendió la primera demorando el roce de sus manos.
—¡Faltan Irma y tu papá! —señaló ella para ocultar su turbación.
—Se retiraron a descansar. Olvidé transmitirles sus disculpas —se excusó ante el grupo. Alcanzó la bebida a Camila y a Toni y levantó su copa en un brindis: —Por los enigmáticos designios de la providencia que los congregó en este pueblo. ¡Salud! —el tintineo del fino cristal al rozarse se fusionó con los latidos de los jóvenes corazones.
—La providencia a veces no muestra su aspecto más benévolo —observó Leo—. Podría haber conducido a Cami a la locura.
—¡Pero no fue así, amiga! Contaba con tu porfía que obró como un imán para atraer a tanta gente solidaria —aseguró Camila.
—Y con tu encanto, preciosa, que me atrapó apenas te ví  se agitó en la mente de Marcos.
—Ratifico la dedicatoria —abogó Toni—. Si no me hubiese conducido hasta aquí, mi vida carecería de sentido.
—¿Entonces no te motivó el saber qué me pasaba? —su hermana frunció los labios con desencanto.
—¡Sí, tesoro! —Toni se levantó para abrazar a la huraña muchacha como deseaba hacerlo su enamorado—. Lo que dice Cami es que fuiste el catalizador de nuestras reacciones. ¿No es así, jefe? —lo involucró a Marcos.
—Debo confesar que desde que me atropelló fue el centro de mi atención —dijo el nombrado con seriedad.
—¿Cómo fue eso? —averiguó Camila.
—¡Oh! Nada más que un accidente… ¡Y no con el auto! —se apresuró a explicar Leo.
Los tres la miraron risueños hasta que ella se aflojó en una carcajada: —Se interpuso en mi camino cuando me retiraba de la estación de servicios —aclaró cuando pudo hablar.
—¡Y conste que fue el primer día! —remató Marcos—. No podrías pasarme desapercibida… —le precisó en tono intimista.
Leonora no pudo desoír la confesión del hombre. Alzó los ojos para recorrer el rostro atrayente hasta convergir en las pupilas cuyo reclamo la sofocó. Él se aproximó lentamente y tomó sus manos para acercarlas a sus labios. Murmuró para que solo ella pudiera escucharlo: —Quiero estar a solas con vos…
¡Y yo con vos…! pensó Leo estremecida. Soltó sus manos sin brusquedad resignada al abandono de la Providencia que pareció olvidarlos en esta aspiración.
—¡Llueve de nuevo! —descubrió Camila. Se desperezó—: Me voy a dormir. Ha sido un día agotador. ¡Buenas noches a todos! —saludó, y la última mirada fue para Toni.
Después de tomar otra copa de champaña, Antonio anunció su repliegue: —Los dejo, mañana debo madrugar para no llegar tarde al trabajo —declaró en tono zumbón.
Marcos movió la mano como para espantar a una mosca y Toni se alejó con una sonrisa. Leo recogió las piernas debajo de la falda y observó la fina cortina de agua que se revelaba bajo los relámpagos. Una ráfaga la dispersó salpicando el sillón adonde estaba acurrucada. Se abrazó a sí misma estremecida por un escalofrío al tiempo que Marcos se sentaba a su lado.
—Me parece que yo puedo abrigarte con más holgura —sugirió inclinándose sobre ella.
No alcanzó a completar la maniobra porque lo impidió el agudo sonido de su celular. Miró la pantalla antes de atender: —¿Qué pasa, Mario? —preguntó sin violencia. Escuchó con atención y dijo—: Tranquilo que voy para allá.
Leonora bajó las piernas al piso y lo interrogó con la mirada.
—Asaltaron la gasolinera e hirieron a Antonio. Tengo que ir, querida.
—¡Te acompaño! —formuló la joven con firmeza.
Él no se detuvo a polemizar porque la quería a su lado. Corrieron hacia la camioneta e hizo un alto en la entrada para avisarle al casero adonde iban en caso de que preguntara su padre. Leo no interrumpió la concentración del hombre en el camino castigado por una lluvia cada vez más copiosa. Paró el auto delante de un edificio pintado de blanco y le abrió la puerta para que bajara.
—Este es el hospital del pueblo —manifestó—. Aquí nos espera Mario.
Encontraron al muchacho en un corredor frente a la puerta de un cuarto. Su rostro se distendió al verlos: —¡Señor Silva, Leo…! ¡Gracias por venir!
—¿Cómo está tu padre? —preguntó Marcos.
—Le extrajeron la bala. Por suerte no afectó ningún órgano. En cuanto terminen de vendarlo podré llevarlo a casa, me dijeron.
—¿Vos estás bien? —se interesó la chica.
—Gracias a mi papá —contestó el muchacho con voz quebrada.
Leo lo abrazó hasta que los temblores de Mario se calmaron. Se apartó un poco avergonzado de su debilidad, que absolvió la cariñosa sonrisa de la muchacha.
Un médico salió de la habitación una hora más tarde y saludó a Marcos al reconocerlo: —¡Salud, compañero! ¡Hace más de una semana que te perdiste!
—Hola, pelado. ¿Ya liquidaste a tu paciente? —le contestó al facultativo que exhibía una abundante cabellera.
—¡Qué va a pensar tu bella compañera! —la tomó del brazo—. Mi nombre es Jorge y este sujeto no es de fiar. ¿Hace cuánto que estás en el pueblo?
—Más de una semana —dijo Leo riendo.
El doctor miró el semblante burlón de la joven y masculló: —Ahora entiendo…
—Mario está impaciente por tu informe —arengó Marcos.
—Lo podés llevar a tu casa. Que esté en reposo y pasá por enfermería adonde te entregarán los antibióticos y calmantes. Mañana al mediodía traelo para la curación y llamame a casa si se presenta alguna complicación —le enumeró a Mario en tono profesional. Se volvió hacia Leo—: No escuché tu nombre.
—No te lo dijo —terció Marcos—. Y aquí termina tu intervención profesional. Nos ocuparemos de llevar a Antonio a su casa.
—¡Siempre tan expeditivo…! Acordate que tenemos una partida pendiente desde hace más de una semana —recalcó Jorge.

(Debido al abuso de los que copian y pegan en su blog adjudicándose la autoría de las novelas a pesar de estar registradas, envío el final en forma gratuita a quienes estén interesados en leerla. Solicitarlo a cardel.ret@gmail.com)

FIN