miércoles, 26 de junio de 2013

VACACIONES COMPARTIDAS - Registrada en S.A.D.E. (Sociedad Argentina de Escritores)



I
Marisa miró a su cuñada con preocupación. Aunque Julia intentara disimularlo, la herida de la traición aún no estaba restañada. Evocó con rabia al incalificable individuo, no porque hubiera desertado dos meses antes de la boda, sino porque el abandono fue una excusa para encubrir la infidelidad. Poco después del plantón, se lo vio acompañado por otra mujer con la cual se casó al poco tiempo. Marisa decidió que un año era tiempo suficiente para concluir el duelo y en su mente comenzó a pergeñar un plan para sacarla de su apatía. Julia, además de ser la hermana de su pareja, era su mejor amiga. Extrañaba a la joven vivaz con la que habían compartido horas de estudio y esparcimiento y al nudo afectivo que se apretó cuando se descubrió enamorada de Rolo. Se volvió hacia el nombrado y pronunció persuadida:
—Vamos a ir con Julia.
Rolo la miró sorprendido. La expresión de su novia era inapelable. ¿Qué se traía entre manos?
—¿Adónde vas a ir, linda? —la interrogó con una sonrisa.
—¡Vamos, dije! A Traslasierra.
—¿En casa rodante? No me parece —contestó el hombre torciendo el gesto.
—Hay que sacudirla de su inercia. Y nada mejor que unas vacaciones —insistió Marisa.
Si había algo que Rolando había aprendido era la inutilidad de oponerse cuando su novia tomaba una decisión. No obstante, intentó una tibia resistencia:
—En un lugar tan reducido no tendremos privacidad, Mari —dijo en tono insinuante.
—No seas desalmado. Tu hermana nos necesita y es lo bastante ubicada como para respetar nuestra intimidad —su certeza rechazaba cualquier objeción. Señaló a la muchacha que parecía estar ajena al bullicio de la fiesta de fin de año—. ¿No te parte el corazón verla tan indiferente?
Rolo coincidió en que la inanimada expresión de su hermana no condecía con el carácter impetuoso que la distinguía. Las palabras de Marisa lo retornaron al territorio negado de la impotencia frente al desengaño de Julia. De buena gana hubiera golpeado a Teo si su arranque no hubiera aumentado el desconsuelo de la joven. Reconoció que había ocultado tras el escudo de la indiferencia la incapacidad de resolver el conflicto de su hermana y ya no le pareció desatinada la propuesta de Mari.
—Está bien, querida —aceptó—. Pero a vos te toca convencerla.
—¡Sos un portento, Rolando! —Lo abrazó con ímpetu—. Sabía que no me desoirías…
—Lo de portento te lo voy a demostrar esta noche… —le susurró con una mueca disoluta.
—Te lo voy a recordar —dijo ella bajamente.

∞ ∞
El primero de año Marisa se presentó en casa de Julia a las diez.
—Todavía no se levantó —le informó su suegra.
—Yo la despierto, Vilma —dijo al tiempo que subía hacia el dormitorio.
Golpeó la puerta hasta que escuchó la voz adormilada de su cuñada:
—¿Quién es?
—Yo. Mari —dijo entrando a la estancia.
—¿Qué hora es?
—Las diez. Vestite y desayunamos juntas.
—Despiadada —balbuceó Julia—. Me acosté a las cuatro de la mañana.
—Y yo —afirmó su amiga aunque sin aclarar que se durmió a las seis después del intercambio amoroso con Rolando—. Vamos, holgazana, que el parque nos espera.
—Estás piantada —rezongó la aludida—. Nadie abre el boliche en año nuevo. Dejame dormir, ¿sí?
—Don José prometió que atendería su carrito, así que levantate y vayamos a oxigenarnos — exhortó Marisa levantando las persianas.
Julia se cubrió los ojos con la almohada que arrojó contra su cuñada cuando ésta le hizo cosquillas. Las dos terminaron riendo tendidas en la cama. Mari se deleitó con la risa de Julia que raras veces escuchaba en los últimos tiempos. Miró con afecto a su amiga admirada de su porte juvenil que no desmerecía sus veintinueve años al lado de los veinticuatro de ella. Se habían conocido en la Facultad de Humanidades adonde Julia decidió tardíamente comenzar la carrera de Antropología. Una espontánea simpatía las acercó y no tardaron en convertirse en compañeras de estudio. Se reunían para preparar las materias alternando las casas de ambas adonde ella conoció a su hermano. Él era tres años menor que Julia y tres mayor que ella. En esa época estaba en pareja y poco se fijó en la jovencita deslumbrada por su presencia. Aunque nunca le confesó a su amiga el sentimiento que Rolo le despertó, no dudaba de que Julia lo presentía. Hacía un año y medio que Rolando había terminado su relación y ella no desperdició la ocasión de hacerse notar. A la sazón, llevaban conviviendo medio año y soportando las presiones de ambas familias para que se casaran. Ellos tenían un pacto: si la vida en común funcionaba más de un año, cumplirían con los requisitos sociales. Se incorporó del lecho y le dijo a su cuñada mientras salía:
—Te espero abajo.
Poco después salían hacia el parque. El día era soleado y caluroso. Como Marisa había adelantado, el carrito de Don José estaba abierto y concurrido. Las ubicaciones alrededor del lago, ocupadas. Julia hizo un gesto de contrariedad que fue captado por un joven que le sonrió e hizo ademán de ofrecerle el lugar.
—¡Aprovechemos! —urgió Mari.
Se acercaron a la mesa: Marisa con una amplia sonrisa y Julia con ese gesto de misteriosa reserva que la hacía tan seductora.
—Estoy solo —dijo el muchacho, levantándose—. ¿No quieren acompañarme?
—Gracias —respondió Mari y se volvió hacia su amiga—: sentate mientras voy a buscar el desayuno.
—¡Yo se los traigo! —se ofreció él—. ¿Qué desean tomar?
—Café con leche y dos medialunas saladas —encargó Julia por las dos.
Apenas se perdió de vista, dejaron escapar la risa.
—Y yo creía que tu encanto estaba en decadencia —jaraneó Marisa—. Salió como un tiro a complacerte. Está interesante el vago, ¿no?
—¿Tanto te gustó? —se burló su amiga—. Mal pronóstico para un tal Rolo…
—Para vos, ridícula. Los hombres no se agotaron con un tal Teo —remarcó.
—Agradezco tu preocupación, pero el reemplazo me lo voy a buscar solita.
Marisa se congratuló por la respuesta de su amiga que abría la puerta al comienzo del olvido. Observó la larga cola y estimó que su anfitrión tardaría bastante en regresar. Decidió arriesgarse con la invitación:
—Ya te conté que dentro de dos semanas nos vamos con Rolando a Traslasierra en motorhome. Nos pareció una idea fantástica que vengas con nosotros —le participó con desenvoltura.
Julia entrecerró los ojos y un gesto divertido le animó las facciones:
—¡No te puedo creer! ¿Es una prueba de abstinencia?
—No tiene por qué serlo —rebatió Mari—. Viajaríamos con una persona despabilada. Además hace dos años que no te tomás vacaciones y sería la conclusión perfecta de una etapa de tu vida. ¡No me digas que no, amiga! —suplicó en tono lastimero.
La respuesta de Julia llegó después del paréntesis abierto por el retorno del oficioso que les alcanzó el desayuno y la despedida con la promesa de una llamada telefónica:
—¿Por qué no? Si a mi me arruinaron la vida, no veo por qué no he de arruinárselas a otros.

II
—¿Listo, chicas? —la sonora voz de Rolando apuró la despedida y recomendaciones de Vilma.
Las jóvenes treparon a la casa rodante y agitaron las manos hasta perder de vista a la atribulada mujer que desconfiaba de las ventajas de pernoctar en medio de los caminos. La delincuencia alimentaba diariamente los matutinos con asaltos, arrebatos y muertes. El ataque a los turistas era noticia corriente en zonas poco pobladas sin olvidar los grandes centros urbanos. Aunque Rolo era un experto en artes marciales por haberlas practicado desde niño y tenía licencia para portar armas, su madre esperaba que nunca tuviera que recurrir a una u otra para defenderse.
Julia se tendió en el asiento situado tras el conductor. Cerró las celosías de la ventanilla y anunció, a piloto y copiloto, que iba a retomar el sueño. La despertaron en Villa María para tomar un café. Descansada como estaba, reclamó guiar el vehículo hasta la ciudad de Córdoba, primera escala del viaje, pedido al que se negó rotundamente su hermano por considerar que no estaba entrenada en el manejo del utilitario. Para conformarla, prometió instruirla cuando arribaran a Córdoba. Llegaron a la ciudad pasado el mediodía y, después de dejar el vehículo en un estacionamiento, buscaron lugar donde almorzar.
—Les hago una propuesta —dijo Julia mientras esperaban ser atendidos—: Pasemos esta noche en Córdoba porque me gustaría recorrer el centro y algunos lugares característicos. Mañana podemos salir para Mina Clavero después de almorzar. Son sólo dos horas de viaje.
—Creí que tu opinión antagónica te privaría de reconocer la ciudad —rió su hermano—. ¿A qué se debe el cambio?
—A que para polemizar hay que conocer —dijo altanera—. Cuando vuelva, tendré más argumentos para sostener que Rosario es la segunda ciudad del país.
—O no… —deslizó Rolo.
—Ya me las arreglaré para transformar los aspectos negativos en favorables —retrucó con gesto malicioso.
Mari y Rolando rieron francamente ante la desfachatada confesión de la muchacha que anticipaba su retorno de la melancolía.
—Para agradecer su buena disposición los invito a que esta noche nos alojemos en un buen hotel ya que han corrido con todos los gastos de la casa rodante —agregó generosa.
—¿Vamos a desairar a mi hermana? —preguntó Rolo rodeando los hombros de Marisa con su brazo.
La chica rió gozosa. Pensó que el viaje prometía momentos venturosos. Cuando Rolando se ausentó para ir al baño, paseó la vista entre las mesas hasta detenerla en un individuo que las observaba con fijeza. En realidad, se dijo, observaba a Julia. Como él no apartó la mirada, se sintió con derecho a estudiarlo. Más de treinta, fornido, varonil. La dejó explorarlo hasta que truncó el examen con una sonrisa. Mari desvió los ojos sobresaltada.
—¿Qué te pasa? —indagó su amiga.
—No mires a tu derecha —le susurró—. Pero hay un tipo que no te saca los ojos de encima.
Julia se volvió como si el pedido de su cuñada fuera una orden para escrutarlo. Sostuvo la mirada de unas pupilas claras casi extemporáneas en el rostro curtido y después enfocó a Marisa:
—Dejalo —dijo encogiéndose de hombros—. Es un sitio público.
—¡Mirá…! — apremió ahora Mari.
Rolo se había detenido junto a la mesa del sujeto quien se levantó para estrecharle la mano. Los vio gesticular en una charla muda para sus oídos y luego dirigirse hacia ellas.
—¡Chicas, les presento al ingeniero Alen Cardozo! —dijo su hermano con efusión—: mi novia, Marisa —la señaló— y mi hermana Julia.
El ingeniero les dio la mano y Julia constató que sus ojos eran grises. Una combinación provocadora en contraste con su piel morena.
—El ingeniero estuvo a cargo de la cátedra de Recursos Hídricos adonde presenté un proyecto de investigación —continuó Rolo con entusiasmo.
—Ah… —dijo Julia con displicencia—. ¿Y te lo aprobaron?
Su hermano hizo un gesto de reconvención ante la mirada divertida del catedrático:
—No es tema para conversar fuera del ámbito académico —masculló con sequedad. Se recompuso e invitó a Cardozo a compartir la mesa. Él agradeció con una sonrisa y se sentó frente a Julia.
—Me disculpo por mi indiscreción —declaró la joven— y espero que me faciliten una guía para no invadir su ámbito académico —Rolo la fulminó con la mirada y el invitado lanzó una franca carcajada.
—Tu hermano recibirá la evaluación por la vía establecida y no tenías por qué estar al tanto del protocolo —afirmó el hombre conciliador.
—No me dijiste nada de tu propuesta —intervino Marisa.
—Es que si la rechazaban ni te ibas a enterar —arguyó su novio—. Quería ahorrarte una decepción.
Mari le dedicó una mirada amorosa y se inclinó para besarlo.
—Mmm… —murmuró Julia sonriendo. Después le espetó al ingeniero—. Tu nombre es mapuche.
—Así es —asintió él.
—Es un nombre muy significativo.
—¿Te interesa su cultura?
—Estudio Antropología e hice un trabajo de campo en una de sus comunidades. Pero vos, a pesar de tu tipo nativo, no tenés signos de ascendencia mapuche.
Alen la miró regocijado. La chica tenía un surtido de salidas espontáneas que despertaban su buen humor. Y además era hermosa.
—No sé por qué imaginás que mi origen es mapuche. ¿Y si tuviera una madre afecta al significado de los nombres? Estuve a punto de llamarme Pancracio, por ejemplo.
Julia se atragantó con la risa. Él la miró con deleite impregnándose del sonido cristalino que ella no pudo contener. Cuando se calmó le dijo:
—Con semejante nombre terminarían diciéndote Pancho o alguna simpleza parecida. ¿A qué alude Pancracio?
—“Al que es totalmente fuerte”.
—Veo que tu mamá se inclina por nombres que celebran las virtudes masculinas. Alen es más poético: “La luz que hay en medio de la oscuridad”. Me gusta —afirmó con llaneza.
Y a él le gustaba ella cada vez más. Se felicitó por haber adelantado la entrevista con las autoridades de la Facultad de Ciencias Exactas de la UNC programada para la semana entrante por escoltar a su madre que debía asistir a una reunión de su promoción. Esa tarde volverían a Nono y esperaba convencerlos de que aceptaran alojarse en su casa.
—¿Adónde están parando?
Rolando se ocupó de responder:
—Aún no elegimos hotel. Nos ocuparemos de eso después del almuerzo. A propósito, nos encantaría que comparta la comida con nosotros —ofreció a su colega.
—Te agradezco, pero debo ir a buscar a mi madre. Estaríamos complacidos de que acepten nuestra hospitalidad. Nono está a dos horas de Córdoba y podrán disfrutar de un paisaje espléndido —propuso ocultando su ansiedad.
Lo que le quedó claro fue que la pareja se interesó por la oferta, pero sus miradas convergieron en la responsable de su invitación que contestó en nombre del grupo:
—Agradecemos tu generosidad, pero sólo pasaremos una noche en el hotel. Vinimos en motorhome y mañana empezaremos a recorrer la zona.
Rolo y Marisa dejaron traslucir su decepción pero no se sintieron con derecho a modificar el proyecto original ante la firme oposición de Julia. Cardozo hizo un gesto de asentimiento y se despidió de las mujeres. Rolando lo acompañó hasta la salida del restaurante:
—Creeme que habría sido un placer —dijo—, pero también este viaje está planeado en función de mi hermana y no queremos contrariarla. Si me das tu dirección pasaremos a visitarte.
—Agendemos nuestros celulares —indicó Alen.
Después de que ambos ingresaron los respectivos números, Cardozo observó con aire preocupado:
—No es recomendable estacionar en lugares poco concurridos para pasar la noche, y menos con dos mujeres jóvenes. Buscá los camping que estén custodiados y equipados.
—La casa tiene alarma y llevo una pistola —explicó Rolo—. Y no soy un improvisado. Hace años que me entreno en un polígono de tiro y tengo licencia para portar armas.
La aclaración pareció no satisfacer a su colega que se permitió hacerle una pregunta:
—¿Tenés experiencia en acampar?
—Como boy scout —se encogió de hombros—. Pero estaremos en un refugio sólido e inaccesible y dotado de todas las comodidades.
Rolando sintió un incómodo malestar ante las apreciaciones de Cardozo. Bien estaba que él admirara al profesional idóneo, pero su recelo acerca de su destreza para una rutina tan simple como acampar lo disgustaba. El hombre leyó el fastidio en su rostro y se alejó con una última petición:
—Cuídense, ¿sí?

III
—¿Tu ídolo se cayó del pedestal? —aventuró su hermana cuando se desplomó ceñudo sobre la silla.
—Podrías ahorrarte la agudeza —gruñó.
Julia abrió la boca para contestarle pero se moderó al ver la expresión de Marisa. A cambio, opinó conciliadora:
—Algo que dijo te molestó. ¿No querrías compartirlo con estas dos mujeres que tanto te quieren? —exageró el tono almibarado de su voz forzándose a no reír.
Rolando se distendió. Por Marisa, con quien ambicionaba compartir una placentera noche de amor, y por el semblante travieso de su hermana. Conjeturó que algunas provocaciones ya no la irritarían:
—El señor, atento a tu seguridad, osó darme lecciones de prevención para acampar. Estuve a punto de proponerle que él se ocupe de vos —terminó con una sonrisa.
—Eso es un invento tuyo. ¿De dónde le preocuparía mi seguridad? —desestimó Julia.
—Debido a mi profesión hay detalles que no se me escapan, como que te miraba con demasiado interés —se volvió hacia su novia—: ¿Vos no lo observaste, encanto?
—Se lo dije cuando te fuiste al baño, pero después pensamos que era porque te conocía a vos.
—Claro, miraba la silla vacía para reconocerme. No las creía tan ingenuas, mujeres —dijo con tono de suficiencia.
—¿Y qué? ¿Pensás valerte de mi encanto para que te aprueben el trabajo? —lo hostigó Julia.
—¡Qué buena idea, hermanita! —exclamó regocijado—. Sería un buen intercambio, porque confesarás que te llevarías un tipazo... —le dijo a Marisa—: ¿Verdad, amor?
—No está para despreciar, por cierto —Mari le siguió el tren—. Pero no esperaba que te comportaras como un mercenario…
—¡Dejen de chacotear a mi costa! —demandó Julia—. Ahí viene el mozo con la comida y no me quiero indigestar.
Almorzaron de buen ánimo y votaron por recorrer la ciudad dejando el abastecimiento para el día siguiente. El camarero le entregó a Rolo, junto a la cuenta, una guía en nombre del ingeniero Cardozo. El joven la abrió y rió entre dientes. Después se la pasó a Marisa con un comentario:
—Es un hombre perseverante.
Julia mostró una actitud de indiferencia. Su amiga hojeó el manual y le comunicó:
—Un tratado completo de todos los lugares para acampar en la sierra y los mapas para ubicarlos. Estoy por creer en el olfato de mi novio —declaró tendiéndoselo a la muchacha.
—No, gracias. En vez de perder el tiempo, deberíamos buscar un hotel antes de emprender la caminata —dijo desdeñosa.
—Bueno —accedió Mari intercambiando una mirada con Rolando y guardando la guía en el bolso—. Cuando quieras.
La pareja caminó tras los pasos de la decidida joven hasta la cochera adonde estaba su vehículo. Encontraron un buen hotel con estacionamiento cerca de la Plaza San Martín y pasaron por sus habitaciones para refrescarse antes de salir de excursión. Julia fue la primera en bajar y se asesoró acerca de la mejor manera de aprovechar el paseo. Exhibió un manojo de folletos cuando aparecieron Rolo y Marisa:
—¡Atención! —les dijo con aire de maestrita—: Después de un sesudo estudio de estos opúsculos y la ayuda del conserje… —aclaró— quedó armado este fantástico itinerario.
Su hermano, que conocía el centro de la ciudad por haberlo transitado durante su estancia para especializarse, esperó su explicación con tolerancia.
—Un recorrido por las peatonales, la Plaza San Martín, La Manzana Jesuítica, Parque Sarmiento, y para terminar, un paseo por la Cañada —enumeró entusiasta.
—Suena muy interesante —dijo Marisa— pero ¿nos dará el tiempo?
—Si no nos detenemos en los museos ni las iglesias, sí —aportó Rolo.
—Vamos, que estoy ansiosa por comparar nuestro Parque Independencia con el Sarmiento —apuró Julia.
Riendo, salieron a la calle. Recorrieron la Plaza, caminaron por el Pasaje Santa Catalina entre el Cabildo histórico y la Catedral de estilo renacentista, entraron al Archivo provincial de la memoria adonde el nefasto destino de tantos seres les borró la sonrisa, y desembocaron en la peatonal que los sumergió en la Manzana Jesuítica.
—¿Saben que en el dos mil la manzana fue declarada patrimonio de la humanidad? —preguntó Rolo.
Las chicas asintieron. La austera fachada de la iglesia de los jesuitas contrastaba con el barroco estilo de la capilla doméstica y la arquitectura colonial del colegio Montserrat. El día despejado invitaba a tomar contacto con la naturaleza. Se encaminaron hacia el Parque Sarmiento a través del paseo del Buen Pastor con su fuente de aguas danzantes y la iglesia de los capuchinos de magnífico estilo neogótico.
—Algo que no voy a poder rebatir es la carencia de construcciones anteriores a mil ochocientos —dijo Julia fastidiada, observando los detalles de la espléndida iglesia.
—Bueno, nena —dijo Mari—. No te olvides de que Rosario era lugar de tránsito. Por allí pasaba el Camino Real que unía Buenos Aires con Asunción del Paraguay. Nuestra arquitectura es tan ecléctica como los inmigrantes que nos poblaron.
—Me resta calificar su pulmón verde —porfió ella—. Sigamos.
Se internaron en el parque adonde Julia no pudo más que admirar la espléndida vegetación, los árboles floridos, el polícromo rosedal –aunque a su criterio tenía mejor diseño el de su parque natal-, el coniferal y su mirador para apreciar una amplia vista de la ciudad, y el lago surcado por puentecitos y dos islas en el medio. Tras recorrer el Teatro Griego, decidieron tomar un refrigerio. Eligieron una mesa resguardada del sol por una profusa vegetación y las mujeres pidieron una gaseosa que acompañaron con un alfajor regional de dulce. Rolo prefirió un café y un sándwich de miga.
—¿Trajiste la guía? —le preguntó a Marisa.
La joven asintió y la rescató de su bolso. Él la estudió un rato y se dirigió a las chicas:
—Vamos a contentar a dos aprensivos —declaró al fin—: a mamá y a Cardozo que tanto se preocupó por la seguridad de las damas. Haremos la primera escala en Mina Clavero. Allí hay un camping llamado Las Moras. Cuenta con todos los servicios y seguridad permanente.
—¿Y del entorno que me decís? —indagó su hermana con una mueca.
—Por las fotos parece muy atractivo —señaló Mari que las estaba examinando.
—Lo único que nos faltaba —rezongó Julia—. Nos libramos de una timorata en Rosario y nos ligamos otro en Córdoba. ¿Para qué alquilaste esta costosa casa si para instalarse en un campamento basta con una carpa?
—A ver, hermanita —pronunció Rolando con paciencia—: Que te moleste la persecución de mamá, lo entiendo. ¿Pero qué ves de malo en la actitud de Alen que se ha interesado por nuestro bienestar?
—Que con su guía haya determinado los lugares en los que debemos parar. Eso veo de malo —lo desafió.
—Termínenla —pidió Marisa—, parecen dos críos. ¿Piensan arruinarme las vacaciones?
Julia se mordió el labio inferior y se llamó a silencio. Rolo abrazó a su novia e hizo otro tanto.
—Mañana —siguió Mari— si el lugar no nos gusta, decidiremos qué hacer. ¿Te parece bien? —le preguntó a Julia.
—Sí. Perdoname —respondió contrita—. Me estoy transformando en el tercero en discordia.
Su hermano la miró con aire pensativo y estiró la mano para alborotarle el pelo. Marisa pensó que en ese momento Rolo había asumido el papel de hermano mayor.
—¿Qué tal si seguimos? —propuso.
Recorrieron el zoológico y el museo de ciencias naturales. En medio del parque, el Paseo Bicentenario ornamentado por círculos de colores correspondientes a cada año transcurrido desde mil ochocientos diez, ponía una nota de color. Ya saliendo, dejaron atrás los museos de arte Emilio Caraffa y del Palacio Ferreyra. Volvieron al hotel por el paseo de la Cañada, arroyo encausado por una muralla de piedras blancas y que serpenteaba por el centro de la ciudad. Numerosos puentes cruzaban de una orilla a otra y enormes árboles de la especie tipa adornaban su trayecto a lo largo de tres kilómetros. La caminata bajo la fronda sosegó los inquietos pensamientos de Julia mientras caía la tarde y las sombras eran ahuyentadas por las farolas. A las nueve y media de la noche entraron al hotel acordando encontrarse en la recepción una hora después para cenar. Rolando sugirió una picada y las jóvenes probaron la famosa mezcla de fernet y cola. A la una Julia estaba durmiendo.
.
IV
Marisa besó el hombro de Rolo que se recuperaba lentamente de la unión amorosa. Amaba a ese muchacho apasionado que algunas veces se dejaba arrastrar por el deseo y omitía los juegos previos a la consumación. En esas ocasiones ella difícilmente alcanzaba la plenitud, pero esa noche, sin apuro, él había tensado la cuerda de la excitación y la había conducido al éxtasis.
—Chiquita, ¿me he reivindicado? —murmuró abrazándola con languidez.
—Y tanto, que tendrás que repetirlo… En este momento me apenan las mujeres que duermen solas, no saben lo que se pierden —suspiró ella.
—¿A mí? —rió el joven con desfachatez.
—¡De amar, caradura! —lo empujó fingiendo enojo.
Rolando volvió a encadenarla a su pecho y la besó sin dejar de reír. Mari se aflojó contra él.
—¿A vos también te impresionó que Alen miraba a Julia con interés? —le preguntó.
—¡Ah…! Debí imaginarme que pensabas en tu mejor amiga. Pues sí. Confirmo mi impresión. Aunque mi rara hermanita haya dado pruebas de molestia y desinterés.
—Es un mecanismo de defensa. Estoy segura de que si ese miserable no hubiese irrumpido en su vida no lucharía contra sus sentimientos. ¡Si la pudiéramos ayudar…!
—Bueno, criatura, ya lo pensaremos. ¿Y si ahora nos dedicamos a nosotros? —la tendió de espaldas y sus manos acariciaron con delicadeza los relieves del cuerpo amado hasta que en la mente de Mari no hubo más espacio que para ellos dos.

∞ ∞
A las ocho y treinta bajaron a desayunar. Julia ya los esperaba en la mesa tomando un café. Les sonrió apenas verlos. Se la veía descansada y de buen talante.
—¡Buenos días, madrugadora! —su hermano le estampó un beso y Mari lo imitó.
—No quise llamarlos —aclaró la muchacha—. Les daba changüí hasta las nueve. Para un rapidito estuve muy considerada.
—¡Siempre tan gráfica! —dijo Rolo en tono admonitorio.
Ella se largó a reír acompañada por Marisa. El hombre meneó la cabeza y declaró que iba a buscar el desayuno.
—¿Lo anonadé? —preguntó Julia.
—Aunque no lo creas, tu hermano es muy pudoroso —dijo Marisa—. No se permitiría hablar de su vida sexual delante de vos ni preguntar por la tuya.
—¡Con lo guardabosque que fue siempre a pesar de ser menor…! —recordó Julia—. Bueno, reestructurarlo un poco no viene mal —le guiñó un ojo—: ¿Estuve acertada dándoles tiempo?
—Para tu conocimiento no practicamos los rapiditos… Si puedo evitarlo —declaró su amiga.
—Me parece una sabia decisión —acotó Julia al tiempo que llegaba Rolo con la bandeja.
Dieron por terminada la ingesta a las nueve y treinta y mientras Julia pagaba la estadía sus acompañantes consultaron por la proveeduría. Retiraron el motorhome y después de dar las últimas vueltas por la ciudad, cargaron las provisiones y enfilaron hacia el camping. Julia manejó bajo la supervisión de su hermano y ya lo hacía con destreza antes de llegar a Mina Clavero. Después de pagar la estadía por dos noches, ubicaron el rodado bajo la sombra de un grupo de árboles y acomodaron las compras. Se pusieron los trajes de baño y recorrieron el camping y sus instalaciones. Tanto los baños como los vestidores estaban en perfectas condiciones de higiene, lo que les ahorraría el uso de agua en la casa rodante. Bajaron hasta el río y chapotearon un rato en la zona segura. A la una, Rolo declaró que las agasajaría con un asado. Marisa insistió en acompañarlo y convenció a su amiga de que disfrutara del sol hasta que ella le avisara que todo estaba listo. Un plan tomaba forma en su mente y quería charlarlo con su novio. Condimentó la carne y se acercó a la parrilla adonde ya prosperaba el fuego. Rolando le agradeció con un beso y ella se acomodó al costado del fogón.
—Vos dijiste que Alen te había dado el teléfono… —entonó.
Él se volvió para mirarla y esperó a que continuara.
—Podés llamarlo para agradecerle la guía y comentarle adónde estamos parando…
—¿Qué te proponés? —dijo festivo.
—Darle una mano al destino. Si como suponemos tiene algún interés, te agradecerá el dato. Si juzgamos mal, cumplirás con devolver la atención. ¿Qué te parece? —consultó ilusionada.
—Que me vas a meter en un juego de intrigas femeninas. No quiero escuchar tus lamentos si no aparece durante todo el viaje.
—¡Vos dale, Rolo! No podemos estar tan equivocados.
El joven sacó el celular del estuche que tenía a un costado del asador y, antes de que ubicara el número, comenzó a sonar. Miró la pantalla y lanzó una carcajada. Atendió ante la sorprendida mirada de Mari:
—¡Alen! Estaba por llamarte para agradecerte la guía —vio que el rostro de su novia se iluminaba mientras levantaba el pulgar.
Charló un rato con Cardozo y cuando colgó le dijo:
—Brujita, hay alguien que supera tu ansiedad. Alen nos acaba de invitar a instalarnos en el parque de su finca cuando acampemos en Nono.
—¡Yo sabía que nuestra intuición no podía fallar! —palmoteó su novia entusiasmada—. Debemos pergeñar una estrategia para convencer a Julia… —pensó por un momento—. ¡Ya sé! Le vas a decir que no podés rechazar la hospitalidad de Alen porque sería un desprecio que no conviene a tu posible trabajo.
—Te agradezco la confianza —expresó Rolo— pero no puedo dar por sentada esa decisión.
—¡Ella qué sabe! Por otro lado, estoy segura de que vas a ganar. ¡Dale…! —insistió—. Es un argumento que tu hermana no rebatirá para no malograr tu futuro.
—¡Dios! —invocó Rolo—. Debiera ser solidario con este hombre y advertirle dónde se mete.
—En la mejor oportunidad de su vida —dijo Mari convencida—. Ahora voy a preparar la ensalada y acomodar la mesa.
A la una y media fue a buscar a Julia que descansaba a la sombra. Rolando le refirió la llamada de Cardozo durante el almuerzo y, como había anticipado Marisa, se privó de objetar ante la justificación de su hermano. Después de comer les anunció que emprendería una caminata larga para hacer la digestión. Entró a la proveeduría y compró algunos productos regionales. La tentó la pileta para dar unas brazadas pero decidió volver después del paseo cuando el sol estuviera más aplacado. Regresó a la hora y buscó una mesa para revisar el correo en la tablet y mandarle una crónica del paseo a su mamá. A las cuatro y media la dejó en depósito y estuvo nadando hasta las cinco. Después de secarse, pegó la vuelta hacia la casa rodante. Marisa y Rolo la recibieron con mate y ella aportó los alfajores de frutas que había comprado.
—Me parece que te flechaste —dijo su amiga.
—Un poco —admitió—. No esperaba encontrarme con la pileta y no llevé el filtro solar. Pero me daré un baño y me pasaré una buena crema por todo el cuerpo. Ustedes, ¿descansaron? —preguntó maliciosa.
—Mejor que en el hotel —respondió Mari con una sonrisa candorosa.
Julia rió y le comunicó a su hermano que ya se había contactado con su madre. Estuvieron a orillas del río hasta el anochecer. Antes de la cena, las mujeres concurrieron a los vestuarios para bañarse. Se pasaron crema por la espalda mutuamente y se ataviaron con sus vestidos playeros. Rolando las vio llegar complacido. Julia era la esencia de la seducción con la piel enrojecida por el sol y el pelo cayendo libremente sobre los hombros descubiertos, y su rubia Marisa lucía dorada y deslumbrante.
—Nosotras nos ocuparemos de la cena —le dijo al pasar.
Él la detuvo por el camino y le dio un beso prolongado.
—Vos sabés cuánto quiero a mi hermana, pero esta noche me arrepentiré de haberla invitado —le susurró.
—¡Salvaje! Deberías agradecerle la siesta —rió Mari desasiéndose para seguir a Julia.
Prepararon una ensalada variada con vegetales, fiambres, frutas y quesos y, de postre, una porción de torta helada. Estaban de sobremesa cuando se les acercó una jovencita.
—¡Buenas noches! —saludó con la característica tonada cordobesa.
—¡Hola! —respondieron a coro.
—Venía a invitarlos, si gustan, a una guitarreada —señaló a un grupo sentado en el suelo al lado de una carpa.
—¿Qué dicen, chicas? —preguntó Rolo.
Ellas asintieron con una sonrisa. Él cerró el motorhome y siguieron a la muchachita. Un hombre joven se levantó no bien se acercaron.
—Bienvenidos —dijo estirando la mano hacia Rolando—. Mi nombre es Tiago y me alegra que hayan aceptado la invitación —miró hacia las mujeres.
—Gracias —retribuyó Rolo—. Yo soy Rolo y ellas Marisa, mi novia y Julia, mi hermana.
Después del saludo, los integró a la rueda. Fueron presentados y Tiago, ubicado al lado de Julia, entonó con excelente voz varias zambas. Los cantores se fueron turnando y entre mate y mate, el muchacho le reveló que la había visto cuando salía del vestuario con su amiga.
—El mejor momento —sonrió—, cuando Rolo te presentó como su hermana.
La joven se sintió halagada por el comentario masculino, pero intentó restarle importancia.
—¿Te dedicás a la música? —inquirió.
—Es mi pasatiempo —confesó—. Trabajo en el aeropuerto.
—¿Y qué hacés ahí?
—Soy ingeniero aeronáutico.
—Mi hermano también es ingeniero —dijo ella—. Pero civil.
El interés de Tiago era palpable e insistió en concertar una salida para hacerle conocer los lugares más relevantes del entorno. Ella se negó con amabilidad pero con firmeza. La guitarreada la cerró el joven con dos canciones que ponían de manifiesto la atracción que Julia le había despertado: Anocheciendo zambas y Trago de Sombra.

V
Rolando caminaba despaciosamente hacia el motorhome rodeando los hombros de cada muchacha con un brazo.
—Estás hecha una mujer fatal —le dijo a su hermana—. Te llevaste puesto a ese Tiago.
—¿Estuviste escuchando?
—Estaba al lado tuyo… —le recordó—. No me impresionó mal el fulano.
—A la que debía impresionar era a ella —reprendió Marisa pellizcándolo.
—Paz, muchachos —observó la aludida—. No me disgustó, pero no es el momento.
—Ya llevás un año de luto —señaló Rolo—. ¿No te parece suficiente?
—No quiero hablar del asunto —lo atajó.
Subieron a la casa rodante sin hablar. Julia ayudó a su hermano a montar la cama chica y se despidió de la pareja. El muchacho la tironeó hacia él y la abrazó.
—No te vas a acostar enojada conmigo, ¿eh? —la reconvino.
La joven rió y le dio un beso. Después abrazó a su amiga y los ahuyentó:
—¡Fuera! Que tengo que ponerme el camisón.
Se acostó con una sonrisa. La armonía entre Rolo y Marisa la gratificaba tanto como haber experimentado un incremento de su auto estima tan vulnerada por el abandono de Teo. Por primera vez podía pensar en su ex pareja sin sentir que el engaño la menoscababa. ¿Había estado tan sumergida en sus propios proyectos que ignoró los síntomas del desamor? Mientras ella se abocaba a los preparativos de la boda, él debía estar discurriendo la manera de terminar con la relación. ¡Menuda tarea! Casi sintió piedad. Por eso. No por el fraude. Lamentó que él no se diferenciara del noventa por ciento incapaz de afrontar la declinación de un sentimiento. No quería caer en el facilismo de afirmar que todos los hombres eran iguales, pero le costaría reponerse de la prevención que su conducta le había generado. De lo que estaba segura, es que no se dejaría seducir por cualquier masculino atractivo. Como Tiago, por ejemplo. La representación de unos ojos grises asaltó su conciencia. Había bloqueado el recuerdo del hombre que la inquietara con su presencia y seguridad. No, señor, se dijo. No la volverían a atrapar tan fácilmente.
El ladrido de un perro la despertó. Eran las siete de la mañana y espió a través de la persiana como pintaba el día. El cielo despejado presagiaba una jornada espléndida. Pasó por el baño y se puso la malla. Sobre ella, una camisa y un short para mitigar el frío tempranero. Se movió con sigilo en la cocina para no despertar a los durmientes y salió fuera de la casa con el termo y el equipo de mate. Lo dejó sobre la mesa de cemento y fue hasta la proveeduría para comprar unos bizcochos. Cuando volvió, el movimiento dentro del motorhome le indicó que los novios se estaban levantando. Alcanzó a tomar dos mates antes de que asomaran a la puerta.
—¡Buen día, holgazanes! —los saludó.
Se acercaron a darle un beso y Rolo le arrebató el mate para cebarse uno.
—¡Qué tosco! —lo retó Mari.
Él, riendo, la sentó sobre sus rodillas. La siguiente infusión fue para ella y siguieron tomando mates hasta que el agua se entibió.
—La pileta está desierta —informó Julia—. Si quieren nadar, podemos aprovechar ahora.
—¡Vamos! —asintieron.
Nadaron y jugaron hasta que otros bañistas empezaron a colmarla. Una larga caminata culminó al borde del arroyo adonde decidieron recorrer la zona norte de Traslasierra. Prepararon unos sándwiches y partieron rumbo a los túneles de Taninga. Por la ruta compraron un protector para el parabrisas ya que debían transitar por caminos de ripio. Hicieron un alto en Villa Cura Brochero y apreciaron las obras que este religioso hizo en beneficio de los habitantes de Traslasierra. Atravesaron la Pampa de Pocho adonde prosperan las palmeras caranday y avistaron el pico de un volcán levantándose sobre la planicie. En el poblado de Pocho visitaron una iglesia que databa del año mil setecientos y, a partir de este punto, Julia le cedió el volante a Rolo. La ruta ascendía en medio de paisajes sorprendentes. Desde la quebrada de La Mermela distinguieron una cascada de imponente altura y fueron descendiendo a través de cinco túneles excavados en la médula de la montaña. El conductor manejaba despacio y atento al angosto camino de ripio. El día límpido les ofreció una excelente vista de la precordillera sanjuanina y los llanos riojanos. Se detuvieron para ingerir el frugal almuerzo, ocasión en la que observaron el majestuoso vuelo de los cóndores. Ingresaron a la Reserva Forestal Chancaní adonde se preservaban bosques de quebracho, algarrobo y molle y daba refugio a especies animales en peligro de extinción. La caminata, en compañía de un guardaparque, fue enriquecedora. A las cinco de la tarde regresaron al camping por el mismo camino. El sol y el paseo obraron efecto sobre Julia. Se estiró en un asiento doble y durmió hasta que estacionaron en el campamento. Su hermano se le acercó antes de bajar del vehículo:
—¡Flor de escolta para un viaje! —le dijo acariciando su mejilla.
—No te quejes, tuviste la compañía que querías —señaló mientras se desperezaba. Le dijo a Marisa—: ¿Vamos a bañarnos?
Buscaron ropa limpia y fueron hasta los vestuarios. Rolo hizo lo propio cuando ellas volvieron. Lo esperaron instaladas en cómodas reposeras y ocupándose, cada una, de pasar el parte diario a sus madres para aligerarlas de incertidumbre.
—Mañana me gustaría pasar por el camino de los artesanos antes de ir a Nono. ¿Me hacés pata? —preguntó Mari.
—Sí. También quiero conocerlo. Además de piezas de alfarería exhiben prendas tejidas en telar.
—No está para comprarse un poncho —rió su cuñada—. Pero sí una alfombra o un tapiz —se puso seria—. Quiero que hablemos de mujer a mujer antes de que vuelva Rolo.
—¡Ja! —expelió Julia—. ¿Acaso no hablamos así?
Marisa no encajó la ironía. Necesitaba que su amiga se sincerara con ella, que pudieran hablar con la libertad que compartían antes de la funesta ruptura. Por respeto a su dolor aceptó la reserva en la que se refugió para defender su equilibrio síquico, y ahora no sabía si hubiera sido mejor insistir en que pusiera en palabras sus sentimientos. Algo le decía que debía ayudarla a reflexionar sobre su decepción. Aunque se enojara con ella.
—Desde que rompiste con Teo nuestro intercambio se ha reducido a charlas triviales, asuntos de estudio, temas inofensivos. Hubiese querido compartir tu desilusión y creo que tu recuperación hubiera sido más acelerada. Me pregunto si lograste discernir que la conducta de ese cobarde… ¡sí! —expresó con calentura— no lo puedo catalogar de otra manera,  no la generalizaste a todos los hombres que se te cruzan por el camino.
—¡Cielos, amiga! Ni que hubiera desfilado un regimiento delante de mí —ironizó Julia—. ¿Lo decís por Tiago?
—Por él o por Alen —afirmó Mari sin amilanarse.
—¿Y adónde está escrito que me tengan que interesar? Me parece que tu lectura es muy restringida.
—Son dos tipos calificados, como decías en otra época. Con uno te mostraste fastidiada y con otro indiferente pero cortés. Te reconozco en la segunda actitud porque no está en tu naturaleza desmerecer a nadie —certificó su cuñada— por eso no me queda claro tu antagonismo con Alen.
—Alen, Alen, Alen… Como si lo hubiera ofendido. Para que te quede claro —redundó— sólo me permití estar en desacuerdo con modificar nuestros planes y, a pesar de mi protesta, lo hizo. ¡Nada de acampar en los parajes que más nos gustaran! Terminamos en un camping desperdiciando las ventajas de un motorhome. Y mañana nos instalaremos en su predio para no malquistarlo con mi hermano. ¿No te parece bastante considerado de mi parte?
—Lo que me parece —dijo Mari— es que tu animosidad es llamativa.
—Bueno —Julia se encogió de hombros— será que rechazo la prepotencia.
—¡Ay, amiguita…! —Marisa la abrazó con tanto afecto que su amiga se aflojó contra ella— Te prefiero enfadada a indiferente. Al menos, tu corazoncito late por algo. Pero será mejor que lo haga por alguien que te mueva el piso, ¿no?
Se separaron con una sonrisa al tiempo que volvía Rolo. Él no hizo ningún comentario, sino que les comunicó que iba a hacer un asado como despedida del camping. Su novia descongeló la carne y Julia se dedicó a preparar la ensalada y unos bocaditos de queso y fiambre para matizar la espera. El muchacho aceptó de buen grado la propuesta de visitar a los artesanos antes de la próxima escala y después de cenar y limpiar, escucharon música bajo la noche reluciente de estrellas.

VI
A las diez de la mañana abandonaron el camping y recorrieron durante dos horas las alfarerías y tejedurías adonde las mujeres adquirieron varias piezas artesanales. Rolando se comunicó con Alen para avisarle que llegarían alrededor de las doce y media. Cuando se acomodaron en el vehículo ingresó en el navegador la dirección de Cardozo y diez minutos después una voz les anunció que habían llegado a destino. Se encontraron frente a una amplia verja tras la cual se abría un terreno arbolado a cada costado del camino. Alen los esperaba en la entrada y ofreció su brazo a las chicas para ayudarlas a bajar de la plataforma. La primera en salir fue Marisa.
—¡Hola, Alen! —saludó con una sonrisa y lo besó en la mejilla apenas poner los pies sobre el suelo.
El hombre devolvió el gesto mientras los ojos se le disparaban hacia la otra muchacha que bajó de un salto desechando su asistencia.
—Hola —dijo Julia tendiéndole la mano.
Él esbozó una amplia sonrisa. Tomó la extremidad de la joven que se perdió en su manaza y la sostuvo mientras ahondaba con su mirada en las pupilas que se desviaron ofuscadas. Ella se liberó con brusquedad y se alejó del catedrático. Su hermano, testigo de la escaramuza, bajó del motorhome y estrechó la diestra de su colega.
—Te agradecemos la hospitalidad —reiteró. 
—Es un placer recibirlos —dijo su anfitrión—. Si suben de nuevo al vehículo te indicaré el mejor lugar para estacionarlo.
Con Rolo al volante y Alen de copiloto ingresaron a la finca. La casa rodante quedó asentada en un sector del parque libre de vegetación. Al término de la senda se levantaba un gran chalet de dos plantas, original construcción elevada unos tres metros sobre el terreno a la cual se accedía por una amplia escalinata flanqueada por rampas. Los planos inclinados rodeaban la casa a nivel de la entrada configurando un espacioso balcón circular, vidriado en los sitios donde no se abría ninguna abertura. Sobre la derecha, distinguieron guarecidos un auto y una camioneta. Al pie de las gradas esperaba una pareja de mediana edad. El hombre, de pelo canoso y ojos grises, y la mujer de tez cetrina.
—Mis padres —declaró Alen y les presentó a cada integrante del grupo.
El matrimonio los saludó con efusión y los invitó a seguirlos. La escalera constaba de dos tramos separados por un ancho descanso adornado con grandes tiestos de matas floridas.
—Acomódense a su gusto que enseguida les alcanzo algo para tomar —dijo la dueña de casa.
—Gracias, señora —respondió Julia.
—Etel y de vos —pidió la mujer.
—Gracias, Etel —repitió la chica riendo.
Alen la miraba fascinado. La risa transformaba el agraciado rostro despojándolo de la tensión que mostraba habitualmente cuando se dirigía a él. Ya averiguaría el motivo de esa antipatía, se dijo. Por lo pronto, estaba en sus dominios y eso le bastaba. Se dirigió a la cocina para ayudar a su madre a cargar la bandeja con las bebidas. La risa de los invitados y su padre subrayaba el buen clima de la reunión.
—¡Etel! —dijo el hombre—. Estas dos encantadoras jóvenes estudian Antropología. Les estaba diciendo que Traslasierra guarda muchos misterios dignos de su profesión. Hallazgos arqueológicos, viviendas con pinturas rupestres de tus antepasados que todavía quedan por descubrir. Porque, aunque ustedes no lo crean, por las venas de mi bella esposa corre sangre comechingona —la miró complacido.
—Es un parentesco muy lejano —dijo ella con sencillez—. Y si no fuera por el color de mi piel, diría que es una leyenda familiar.
—En todo caso —dijo Marisa—, Alen salió favorecido. Los ojos claros del padre y el cobrizo de tu piel.
Etel asintió con una sonrisa. Era conciente del atractivo del muchacho pretendido por varias jóvenes de su conocimiento. Le preocupaba que a pesar de haberse independizado de la casa paterna no estableciera una relación estable. Observó a la otra chica que permanecía apartada de la conversación y a su hijo que parecía pendiente de ella.
—¡Alen! —llamó para sacarlo de su abstracción— ¿no es hora de prender el fuego? Tus invitados deben estar hambrientos.
Él rió francamente. Su mamá sabía cuando sacarlo de su marasmo. Se levantó e invitó a Rolando a seguirlo. Etel y Alejo se ofrecieron para escoltar a las amigas en una caminata por los alrededores de la vivienda. A su regreso, después de admirar el verde parque y trabar conocimiento con Astor y Shar, los perros custodios de la mansión, convergieron en el cómodo quincho donde ya se asaba la carne. Rolo y Alen habían dispuesto una mesa bajo los árboles y las mujeres colaboraron con el resto de las guarniciones que acompañarían el asado. Alejo alcanzó una copa de vino a los jóvenes y luego a las damas:
—Me disculpo por no haberlas atendido primero —dijo—. Pero es norma satisfacer a los asadores antes que nada.
Ellas lo absolvieron entre risas. Julia, distendida por el agradable paseo, se relajó en el confortable sillón mientras degustaba el excelente vino. Marisa y el padre de Alen se acercaron a la parrilla y ella quedó a solas con Etel.
—Dicen que un trío viajando puede convertir la convivencia en un infierno, pero ustedes se llevan muy bien —observó la mujer.
—Mari es mi mejor amiga —sonrió la muchacha— y como remate, la novia de mi hermano. Creo que no hubiera deseado mejor cuñada.
—Voy a ser indiscreta —dijo Etel—. ¿Cómo se explica que este viaje no sea de cuatro?
Julia estudió el rostro afable de la mujer que expresaba un interés genuino. En sus ojos, una chispa interrogante invitaba a la confidencia. ¿Por qué no? Mañana o pasado estaremos recorriendo otros lugares y esta explicación formará parte del recuerdo. Tal vez ayude contarlo en voz alta y a una perfecta desconocida que lo escuchará sin ligarlo con el afecto.
—Es simple. Marisa y Rolo quisieron rescatarme del ostracismo que me provocó el abandono de mi novio dos meses antes del casamiento —dijo sin dramatismo—. Te aclaro que estaba saliendo por mi cuenta, pero pensé que un cambio de aire no me vendría mal. Mi amiga insistió tanto y llegó a chantajearme con suspender el viaje que concluí: “que se embromen por porfiados” —esto último lo declaró riendo.
—¿Y vos cómo te sentís? —se interesó Etel.
—Pudiendo por primera vez pensar en el plantón. Creo que ahora sólo me queda reparar mi amor propio herido —dijo con una mueca.
—Eso es bueno —afirmó la mujer—. El amor imposible es una herida siempre abierta, pero el amor propio se reconstruye.
—Supongo que me hizo un favor al engañarme e impedir que lo idealizara —reconoció.
—Lo importante después de un desengaño es no medir a todos los hombres con la misma vara —dijo Etel como si le hubiera expresado su desconfianza.
No le respondió, pero intercambió con la sensible mujer una mirada casi de complicidad. La madre de Alen levantó la copa en un tácito brindis y Julia la chocó con una sonrisa.
—¿De qué se congratulan? —preguntó Alejo que se acercaba con la fuente de las primeras achuras.
—Del encuentro y del hermoso día —contestó su mujer.
—Por cierto que es algo para festejar —dijo él brindando a su vez con ambas.
Ratificaron el éxito de la comida con el tradicional aplauso para el asador luego de lo cual Julia y Marisa insistieron en hacerse cargo de la limpieza. Etel y Alejo se retiraron a descansar y los varones jóvenes ayudaron a secar y guardar la vajilla.
—Tomemos el café en la galería que está refrigerada —propuso Alen.
Los hizo ingresar a un sector acondicionado con butacas acrílicas y una mesa baja del mismo material. Rolando lo secundó rehusando la colaboración de las chicas:
—No, reinas. Les toca a sus súbditos atenderlas —dijo haciéndoles una exagerada reverencia.
—Este hombre se apunó —estimó su hermana meneando la cabeza con gesto compasivo.
Mari largó una carcajada. La Julia de los buenos tiempos estaba asomando.

VII
Los “súbditos” llegaron con una bandeja de humeantes pocillos de café y torta casera que Alen ofreció a las muchachas. Después los cuatro, acomodados en los asientos, disfrutaron de la infusión y el panorama que se apreciaba más allá de los cristales.
—Tu casa es única —dijo Marisa—. Si no fuera por sus líneas modernas semejaría a una fortaleza elevada sobre un monte.
—Es la casa de mi padre —aclaró Alen—. Fue la única exigencia que tuvo para instalarse en Nono. Construir una vivienda según sus parámetros de seguridad.
—¿A qué seguridad te referís? —preguntó Julia.
—Elevarla para que una inundación no la supere. Está obsesionado con los cursos de agua que rodean la zona —sonrió.
—¿Podría llegar el agua hasta acá? —indagó Mari.
—En ese caso Córdoba sería una laguna —declaró Rolo—. Pero alejemos las catástrofes potenciales y pensemos en aprovechar este día estupendo —se dirigió a su colega—. ¿Adónde te parece que podemos ir?
—Si quieren nadar, a la cascada de Toro Muerto. La caída de agua forma una hoya de siete metros de profundidad. Es muy pintoresco con su mezcla de rocas y vegetación. También hay otras cavidades más superficiales para quienes no saben nadar y no soportan el agua muy fría.
—¿Vos lo experimentaste? —preguntó Julia.
—Es muy tonificante —asintió Alen con tono displicente.
Ella lo estudió un momento. Después decidió:
—Entonces nosotros también vamos —se volvió, dudosa, hacia la pareja—: ¿…verdad, chicos?
Rolo y Mari sonrieron, acostumbrados a los arranques de la joven.
—Sí —dijo su cuñada—. Me encantaría conocer el lugar. Sólo que yo me arriesgaré en los pozos menos profundos —la invitó a Julia—: ¿vamos a ponernos la malla?
Al tiempo que observaban a las jóvenes caminar hacia el motorhome, Rolando comentó:
—Tengo la impresión de que le tomaste el tiempo a mi atolondrada hermana.
—Sus arrebatos son tan tonificantes como el agua helada —reconoció Alen con una sonrisa.
—Se está recuperando de una situación dolorosa. No quisiera que salga herida —dijo Rolo como si hablara consigo mismo.
—No es mi intención herirla, precisamente —aseveró Cardozo con firmeza.
—De acuerdo —aceptó el joven. Se levantó y propuso—: ¿Qué te parece si nos alistamos?
Eran las cuatro cuando enfilaron hacia el balneario. Estacionaron el vehículo dentro del predio al amparo de unos árboles que lo escudaban de la refracción solar. Los hombres aguardaron a las mujeres fuera del motorhome y ambos se deleitaron al verlas despojadas de los vestidos playeros que enmascaraban sus espléndidas formas. Julia lucía una malla entera de color gris acerado que le dejaba los hombros al descubierto y Marisa una breve bikini turquesa. Cargaban un bolso colgado del hombro. Se detuvieron a contemplar la cascada que perforaba el alto muro de piedra hasta el profundo ojo de agua. Alen hizo lo propio con la muchacha que cada vez lo fascinaba más. Regaló sus sentidos hasta que ella se volvió y le dijo:
—¿Vamos ya?
Asintió y le indicó a Rolando una senda para acceder a las pozas menos profundas. Ellos treparon por las rocas sin dificultad hasta una piedra grande que les serviría de plataforma para lanzarse. Alen reparó en que Julia se preparaba para sumergirse y creyó necesario insistir sobre la temperatura del agua:
—Julia, quizá sea mejor bajar y que te vayas habituando al agua fría. Hay veinte grados de diferencia con la temperatura ambiente.
La porfiada joven sacudió su cabellera y dijo con suficiencia:
—Estoy acostumbrada a zambullirme desde la altura. Comprobalo —aspiró aire y se lanzó con estilo.
Atravesó la superficie líquida y mientras su cuerpo se hundía sintió que sus pulmones se quedaban sin aire. Por reflejo, abrió la boca para tomar una bocanada. Tragó agua y braceó desordenadamente para emerger. Por un momento sintió que no tendría resistencia para llegar a la superficie y lamentó haber desoído los consejos de Alen. Unos brazos la atraparon y la remontaron hacia la luz. Asomó ávida de oxígeno, tosiendo para expulsar el líquido que le impedía respirar.
—Tranquila, pequeña —la voz grave del hombre sosegó sus movimientos. La apoyó contra su pecho mientras la sostenía con el torso fuera del agua—. Tomá aire de a poco.
Ella se reclinó sobre su hombro y tosió hasta que su respiración se normalizó. Se apartó luchando contra el deseo de seguir resguardada entre los brazos masculinos.
Braceó hasta la orilla bajo la mirada atenta de Alen y se tendió sobre una de las piedras de la orilla.
—¿Estás bien? —preguntó él preocupado.
—Sí. Gracias a vos. Creí que me ahogaba… —balbuceó.
—No lo hubiera permitido. ¿Me oís? —demandó con arrebato inclinándose sobre ella.
Julia sostuvo la mirada de los ojos grises que parecían acariciarla. Fue tan potente el anhelo de ser besada, que ladeó la cabeza hacia el costado. Se incorporó asistida por Cardozo quien cubrió su cuerpo tembloroso el toallón que sacó del bolso.
—¿Bajarás detrás de mí para no matarme del susto? —le preguntó con ternura.
Julia accedió con una sonrisa. Él la secundó con tanto celo que casi la bajó en brazos. Cuando la depositó sobre terreno llano la joven, burlona, le precisó:
—Hasta aquí llega su auxilio, caballero. De ahora en más puedo arreglármelas sola.
—¡Qué pena…! —se lamentó él.
Ella rió y tomó el camino que Alen le había apuntado a Rolo. A poco de andar divisaron al dúo sentado en el agua.
—¿Ya se cansaron de bucear? —inquirió Mari.
Julia esperó a que contestara Cardozo.
—Estaba muy frío para seguir, así que venimos a hacerles compañía.
—Gracias —murmuró ella ante su discreción.
—¡Fantástico! —celebró Rolando—. Porque desfallezco por unos mates. ¿Los tomamos en el motorhome?
—Me parece que sí —dijo Julia atendiendo a coloración que había tomado la piel de la pareja.
La ronda de mate terminó a las seis y media. Acordaron volver para visitar el Museo Rocsen antes de cenar. Etel les había alistado dos habitaciones en la planta alta. Una con cama doble y otra simple.
—No te hubieras molestado —señaló la hermana de Rolo—. Pasaremos la noche en la casa rodante.
—Teniendo comodidades acá… —se extrañó la mujer.
—No queremos alterar tu rutina. Mañana o pasado seguiremos viaje.
—Bueno, hija. Lo que ustedes dispongan —dijo Etel desconcertada.
—¡Etel…! —intervino Marisa—. Nosotros, por el contrario, aceptaremos tu hospitalidad.
—Aquí la voluntad de los huéspedes es ley —rió la dueña de casa—. Hagan y deshagan como les parezca. Ahora las dejo para que se den un buen baño.
—Perdoname por haber resuelto en tu nombre —dijo Julia cuando quedó a solas con su cuñada.
—Tesoro, nada de lo que digas o hagas me podría enojar. Pero ¿a qué se debe este cambio de actitud? Tu relación con Alen parecía haber prosperado. Me encantó verte tan distendida, y ahora volvés a marcar la distancia…
—Me voy a bañar al motorhome —dijo ella por toda respuesta.
—Esperá. ¿No merezco alguna explicación? ¿Acaso se propasó? ¿Tendríamos que irnos esta misma noche? —aventuró Mari.
—No seas novelera —se sentó al borde de la cama—. No. No se propasó. Y creo que le di pie. Es un tipo demasiado atractivo para que me sea indiferente. ¡Pero vive aquí y yo en Rosario! ¿Querés que me enrede en una relación que me hará sufrir por la distancia? ¡No quiero eso! —declaró exaltada.
—¡Ni yo, ni yo! —dijo su amiga abrazándola—. Tenés derecho a preservar tu tranquilidad. Pero eso no quita que tengas un vínculo amistoso con Alen…
—Veremos —enunció sin comprometerse—. ¿No tenés que ir a buscar ropa?
—¡Sí, sí, pendenciera! Espero que comprendas por qué elegí pernoctar en la casa… —dijo Mari intencionada.
—Si no me lo explicás, no veo por qué —manifestó Julia con cara de tonta.
Su cuñada la empujó y abandonaron la habitación riendo.

VIII
Alen, después de bañarse, le avisó a su madre que irían al museo antes de la cena.
—Linda la rosarina —señaló Etel— pero sería mejor una lugareña... Digo. Para que no haya conflictos de distancia.
—Llegaste tarde, viejita, porque estoy entregado —dijo dándole un beso—. Pero si remolcaste a papá desde Buenos Aires, no sé por qué dudás de que yo pueda hacerlo con algunos kilómetros menos.
—Remolcaste… Vino porque quiso —aclaró.
—Pero vos no te hubieras ido de Nono, ¿verdad, mamacita?
La mujer se volvió para mirarlo. Era su único hijo e intuyó que él también se iría de su pueblo tras la mujer amada.
—Voy a cometer una infidencia —declaró—. Hoy me confesó que la abandonaron dos meses antes de casarse.
—¡Ah! Era esa la circunstancia que mencionó su hermano… Cuando pueda averiguar el nombre de ese tipo le voy a dar un gran abrazo —dijo alborozado.
—No lo tomes a broma. La huida duele y no es fácil reponerse. ¿Pasó algo en el paseo de esta tarde?
—¿Por qué lo decís? —preguntó Alen.
—Porque Julia acaba de declinar la habitación que le preparé para pasar la noche. Lo hará en el motorhome.
—¿Qué? No entiendo. Después del incidente de la cascada se mostró tan afable…
—¿Qué incidente? —se alarmó Etel.
Alen le explicó a grandes rasgos el suceso y el posterior cambio de disposición de la muchacha.
—Creo que está asustada, hijo. Lucha contra una atracción que la podría poner en peligro de volver a sufrir. Tendrás que ser muy persuasivo.
—Lo seré —aseguró abandonando la cocina.
El recorrido al museo polifacético Rocsen les llevó dos horas. Reconocieron las ocho salas y las estudiantes de antropología tomaron nota de las muestras que más le interesaban con la perspectiva de una visita posterior. Entraba en sus planes conocer a Juan Santiago Bouchon, su fundador, que esa noche no se encontraba. Etel y Alejo los esperaron con una cena de platos típicos y unas delicadas masitas de nuez y almendras rellenas con dulce de leche. La noche fresca ameritaba disfrutar de la galería adonde se acomodaron para tomar café y escuchar música. Rolo y Marisa salieron a bailar y animaron a los demás. Sólo quedaron sentados Alen y Julia, porque la tiesura de la muchacha le pronosticó un rechazo. A la una de la mañana, se despidieron los dueños de casa. Julia le pidió las llaves del motorhome a Rolando, saludó y se dirigió al vehículo.
—¿Tiene alarma? —preguntó Alen.
—Sí. Voy a cerciorarme de que no olvide conectarla —dijo Rolo.
—¡Esperá! —lo detuvo Mari—. Voy yo, me fijo que esté bien y de paso le mando unas líneas a mamá. No tardo.
—Lamento demorarte el descanso —se disculpó Rolando con Alen.
—Ni lo menciones. Voy a traer otro café.
Marisa la alcanzó a Julia y entraron juntas a la casa rodante.
—¿Te olvidaste algo? —preguntó la hermana de Rolo.
—Quiero saber por qué de la antipatía pasaste a la cordialidad y ahora mudaste al desinterés. Por favor, Julia —rogó—, soy tu amiga ¿te acordás?
La muchacha la abrazó y la tironeó hacia un sillón. Observó con cariño el rostro ansioso de Mari y pensó que le debía una leal explicación por el aprecio que las unía.
—Esta tarde, por presumir, me metí en una situación de la que hubiera salido mal parada sin el auxilio de Alen. Desoyendo su consejo me tiré al agua helada, experiencia que desconocía porque siempre salté en piletas climatizadas. El choque de frío me desniveló y pensé que no iba a poder salir. Entonces él me remontó hasta la superficie. Recuerdo sus palabras tranquilizadoras mientras yo tosía sobre su espalda limpiando el agua de mis pulmones. Cuando me calmé, su apoyo era tan seguro que me tentó no desprenderme de su abrazo y después… echada sobre una piedra… aluciné con un beso —se quedó en silencio como meditando el alcance de su confidencia.
Marisa la escuchó cautivada. En ese relato no asomaba siquiera el malestar por el amor perdido. En todo caso, la posibilidad de un nuevo amor.
—Entonces, amiga querida… ¿Qué supone de temible que un hombre te conmueva apenas conocerlo?
—En este caso, todo. No sé si me atrae por necesidad, si es gratitud por haberme socorrido…
—La gratitud no te hace desear a un tipo —masculló Mari.
—Y la distancia. ¿No quedó claro?
—Antes de preocuparte por la distancia, comprobá que puedan funcionar como pareja. Es la parte más apetecible de una relación.
—Mari, ya desnudé mi alma frente a ti —entonó con afectación—. Ahora, andá a revolcarte con Rolo y dejá que yo resuelva mi vida sentimental.
—Sos una desvergonzada, ¿sabés? —rió su cuñada—. Aunque a vos no te vendría mal una revolcadita con Alen. Pensalo, ¿querés?
Su amiga amenazó con arrojarle un almohadón y ella, con una carcajada, simuló esquivarlo. Antes de bajar le tiró un beso y le recomendó que pusiera la alarma.
Julia sonrió y cerró la puerta con llave amén de cumplir con el pedido de Mari. Se puso el camisón y se acostó en la cama grande, que no desarmaban por estar al fondo del vehículo. Hacía un año que dormía en su lecho de una plaza y media después de haber compartido con un hombre el de dos. No fue la imagen de Teo la que acudió a su mente ante esa evocación sino la de Alen. Revivió la percepción de estar abandonada sobre su cuerpo y la cercanía de su rostro cuando demandó su confianza. Un escalofrío de sensualidad la recorrió. ¿Estaría recuperando la libido sofocada por el rechazo? De lo que estaba segura es que quiso prolongar el contacto y anheló ser besada. Y no por el hombre que ya estaba esfumándose de su mente y sus sentimientos. Suspiró y se abrazó a la almohada. El sueño la atrapó hasta las ocho de la mañana cuando la algarabía de los perros la sustrajo al nuevo día. Un silbido alejó los ladridos de la casa rodante. Se levantó, pasó por el baño y se puso la malla debajo del jean y la remera. Desconectó la alarma y salió del refugio. Para su asombro, el luminoso clima del día anterior había trasmutado a una jornada gris y ventosa. Caminó hacia la galería desde donde el dueño de casa le hacía señas para que se uniera al grupo que estaba desayunando. Alen la alcanzó al pié de la escalinata. Venía acompañado por Astor y Shar que la saludaron restregando los hocicos contra su mano.
—Buen día, Julia —la sonrisa acentuó su atractivo—. Lamento que estos revoltosos te hayan despertado.
—No hay cuidado. Descansé muy bien. Pero el tiempo se arruinó… —señaló con desencanto.
Alen se estremeció pensando en las prácticas que podrían consumar a reparo del mal tiempo. Por ejemplo, podría tomarla entre sus brazos y suprimir con un beso el gesto de contrariedad que nublaba su rostro; o buscar la intimidad de su dormitorio para confesarle que no dejaba de pensar en ella; o…
La deseaba, pero más allá del acto de posesión. Irrumpía en su mente con esa sonrisa que disculpaba cualquier desplante, con esos gestos que lo cautivaban tanto como su voz o su cuerpo. Rememoró la desesperación que lo dominó cuando la sacó del agua y pensó en que no se repondría. Y no era por los reproches de su familia, sino por un sentimiento de pérdida inadmisible. ¡Vaya que se recriminó por haber sido tan permisivo! Arrinconó sus delirios para solidarizarse con la queja de la muchacha: —Sí. Contra todos los pronósticos —reconoció—. Aunque todavía puede despuntar el sol. ¿Vamos a tomar algo caliente? —le indicó el camino con un gesto cortés.
—¡Buen día a todos! —manifestó ella a los reunidos que devolvieron el saludo y la sonrisa.
—¿Café solo o con leche? —preguntó Alen.
—Con leche. Gracias.
—¿Pudiste dormir? —se interesó Mari.
—Como una marmota. No los extrañé —declaró con una mueca burlona mientras se sentaba.
—¡No lo confesarías ni bajo tortura! —rió su hermano—. ¿Qué podemos hacer sin sol? —inquirió a sus anfitriones.
—Pueden llegarse hasta la plaza y visitar la feria de artesanías —dijo Alejo—. Después pasear por Las Calles y degustar los licores artesanales de Eben Ezer.
—Las Calles —explicó su hijo mientras le alcanzaba el desayuno a Julia— forma parte de un circuito turístico por el cual se llega al pueblo del mismo nombre. El recorrido puede ser más sugestivo en un día nublado por los colores que le imprime a la vegetación.
—¿Nos vas a acompañar? —le preguntó Marisa.
—Con gusto —aceptó Alen.

IX
Salieron a las nueve, pertrechados para una larga caminata. Las mujeres con abrigos livianos y los hombres cargando el equipo de mate. Alen los condujo por un hermoso camino de tierra bordeado de añosos árboles hasta el poblado, desde donde pudieron apreciar una vista espectacular de las Sierras Grandes. El sol porfiaba por desparramar a las nubes que lo ocultaban y el aumento de temperatura hizo que las muchachas se despojaran de las chaquetas. Julia caminaba al lado de Alen quien iba ilustrando a sus acompañantes sobre la historia de las zonas que transitaban. Sintió que iba dejando por el camino los resabios de su etapa frustrada y se asombró de la sensación de comodidad que le transmitían la voz y la presencia del hombre.
—Hay un mesón cerca. ¿Paramos a tomar unos mates? —preguntó el guía.
—¡Sí! —dijeron a coro.
Se ubicaron en una de las mesas que estaban fuera de la construcción y Marisa se ocupó de cebar.
—¿Está permitido ocupar este lugar sin consumir? —indagó Julia.
—No. Pero soy amigo del dueño —contestó Alen.
Como si lo hubieran invocado, un hombre bajo y regordete se acercó a la mesa.
—¡Ingeniero! ¿Cómo no me avisaste de tu visita? —lo regañó tendiéndole la mano.
—Porque ya sabía que ibas a salir a correr intrusos —bromeó Alen apretando su diestra—. Estoy con unos amigos de Rosario y les propuse hacer un alto en el camino. Les presento a Carlos Braun, propietario de la posada —lo introdujo.
—Los amigos de Alen pasan a ser los míos —declaró Braun estrechando las manos de cada uno—. Pero no puedo permitir que estén a la intemperie. Pasen que llegaron a tiempo de probar la exquisita torta de Marta —les hizo un gesto y caminó de prisa hacia el interior.
—Sigámoslo —dijo Alen—. Marta es un encanto y su torta famosa. Las cocina una vez a la semana por encargo.
Una mujer los esperaba apenas ingresaron. Abrazó al joven y lo besó con cariño. Julia observó que era más alta que su marido y un poco menos rellena. Destilaba simpatía.
—¡Alen! ¡Querido! ¡Nos tenías olvidados! Me dijo Carlos que traías a unos amigos —se dirigió al grupo—. Sean bienvenidos y ubíquense donde gusten que enseguida los atiendo.
Volvió a poco con una bandeja que lucía un vistoso pastel. Lo cortó en trozos y les deseó: —¡Que lo disfruten!
Cardozo la detuvo tomándola de la mano: —De aquí no te vas sin probar un mate.
Marisa le ofreció el recién cebado. La mujer se sentó para tomarlo y aprovechó para examinar a los amigos del ingeniero. A su mirada perspicaz no escapó la atención con que el hombre miraba a Julia. Identificó las señales de una pareja en la interacción entre Rolo y Mari mas no pudo descifrar indicio legible en el rostro de la otra muchacha. Marta conocía a Alen y a sus padres desde que se había radicado en Nono con su marido, huyendo de la contaminación ambiental y humana de Buenos Aires. Instalaron el parador con sus últimos ahorros y resistieron la demora del asentamiento. Etel, en el comienzo, fue la mejor promotora del negocio recomendándola a sus conocidos y amigos. Esta actitud solidaria generó un lazo que trascendió lo servicial para transformarse en amistoso. Alen tenía diez años cuando la pareja pasó por su establecimiento por primera vez, de modo que lo vieron crecer y convertirse en el hombre que ahora era. Los visitaba con regularidad hasta que la vorágine de su profesión fue distanciando las pasadas pero no el afecto. Marta, que le conocía otras compañías femeninas, nunca lo vio tan pendiente de una mujer como en este momento. “¡Lástima! Me encantaría que ella comparta sus sentimientos. El muchacho lo merece” —pensó.
—¡Gracias! —dijo devolviendo el mate—. Espero que no dejen ni una migaja —recomendó, y se alejó hacia la barra.
Estuvieron mateando media hora luego de lo cual retomaron la caminata. Alen los encaminó hasta la licorería cuya fama trascendía a la localidad. Instalada en una casa de ladrillos de adobe adonde funcionaba antiguamente una pulpería, no imaginaron que su interior albergara tantas delicias. Mirta, la dueña, los ilustró acerca de las bebidas alcohólicas y los invitó a degustar los licores artesanales de su fabricación. Las chicas, amantes de lo dulce, cataron y compraron exquisiteces que probaban por primera vez. Rolando y Alen, que no gustaban de licores, les cedieron su porción. Ellas salieron con la risa fácil y un poco inestables, mientras que los hombres cargaron las bolsas al tiempo que las apuntalaban.
Alejo observó al grupo jocoso y a los estuches que portaban los jóvenes, y anticipó: —No me digan nada. Vienen de Eben Ezer.
Julia y Mari intentaron recobrar la compostura que habían perdido entre los irresistibles vasitos de licor. Se sentaron en la escalinata aún acometidas por la risa bajo la mirada divertida de los varones. Alen quedó definitivamente prendado de esa muchacha festiva que, enervada por la ingesta, había olvidado el férreo control con que ocultaba sus emociones.
—Será mejor que nos demos un baño —le dijo Julia a Mari al tiempo que se incorporaba.
—Vayan, niñas... Cuando salgan las estará esperando el almuerzo —instó Cardozo padre.
—Te acompaño —le ofreció su hijo a Julia.
Ella no rechazó el brazo varonil y caminaron como dos buenos amigos hasta el motorhome. Antes de subir, manifestó con donaire: —Gracias por soportar mi ebriedad. Pero esos licores eran tan deliciosos…
La mueca risueña fue tan embriagadora para el hombre como las libaciones para la joven. Tomó conciencia de cuánto la deseaba y la devoró con una mirada que no requería de intérpretes. La expresión de los ojos masculinos inquietó a la muchacha que apartó la vista y entró a la casa rodante. Alen quedó suspendido frente a la puerta cerrada hasta recuperar el dominio. Después, regresó a la residencia.
—Parece que vas a necesitar más tiempo para convencer a esa mujercita —opinó Alejo ante el rostro abstraído del joven—. ¿No consideraste invitarlos a que se instalen en la casa?
—Fue lo primero que hice al conocerlos y ella la única en negarse. Pero tenés razón. Si la dejo partir mis opciones para ganarla disminuyen —hizo una pausa antes de sincerarse con su padre: —Me gustó apenas la vi, papá. No consiento en perderla.
—Reconozco que es atractiva —dijo su progenitor—, pero las hay muchas aquí y en la ciudad que no escatimarían esfuerzos por conquistarte. ¿Por qué ella, precisamente?
—Porque adonde esté, está el paraíso —citó Alen, soñador.
Alejo meneó la cabeza con resignación. Luego declaró concluyente: —Ante semejante alegato deberé abocarme a sabotear el motorhome.
Su hijo largó la carcajada y lo abrazó.
—¡Sos de fierro, papá! Ese será el último recurso —le aseguró con un guiño—. Vamos a darle una mano a mamá.
∞ ∞
Julia se encerró en la casa rodante perturbada por la demanda que percibió en las pupilas de Alen. Apresuró la ducha para reunirse con los que esperaban. Después del almuerzo no quedaban rastros del mal tiempo y decidieron visitar un balneario.
—¡Que sea de agua cálida, por favor! —pidió Mari.
Cardozo los condujo por la ribera del río Panaholma adonde se bañaron y tomaron sol.
—Si querés tomar mate —dijo Julia adormilada— tenés que esperar a Marisa.
Estaba tendida a la sombra de un arbusto y se dirigía a su anfitrión a quien había visto acercarse. El hombre vestía un short de baño a medio muslo que destacaba su físico musculoso. Sonrió antes de contestarle: —Yo los cebaré. ¿Dulces o amargos?
—Amargos. ¿Te gusta cebar? —preguntó sorprendida porque ni Rolo ni su padre lo hacían dejando la tarea a cargo de las mujeres.
—¿A vos no? —interrogó mientras lo preparaba.
—¡No! En casa los varones consideran que es tarea femenina y yo me negué siquiera a considerarlo. De modo que si no lo hace mamá, nadie toma mate.
Alen rió divertido ante el mohín obstinado de la muchacha. Sorbió el primero y le tendió el siguiente: —Pues entre nosotros no será un problema —manifestó—. Yo me ocuparé de cebarlos.
Julia, sentada sobre los talones, estiró la mano para recibirlo. El mensaje de los ojos masculinos era inequívoco: “¡Lo dice en serio!”, pensó sobresaltada.

X
—Hace cuatro días que estamos de vacaciones y no hemos hecho ninguna salida nocturna —se quejó Marisa.
—Esta noche un amigo inaugura un restaurante con discoteca en Mina Clavero. ¿Quieren conocerlo? —ofreció Alen.
—¡Me encantaría! —dijo la chica con entusiasmo. Miró a Rolando y a su cuñada con gesto de súplica—: Podemos ir, ¿verdad?
—Mirá que mañana salimos temprano… —insinuó Julia.
Marisa no se rindió. Clavó los ojos en Rolo esperando su apoyo. Alen no presionó la decisión de sus invitados, si bien especulaba con que la salida le diera la posibilidad de convencer al grupo de quedarse en la finca. El hermano de Julia respondió al llamado de su novia y le expresó su conformidad en forma indirecta: —Relajémonos, Julia. Nuestro próximo destino está muy cerca de Nono. Si partimos al mediodía estaremos instalados en un camping antes de las tres de la tarde.
La nombrada miró la carita expectante de Marisa y sonrió. Estaba visto que no podía negarse so pena de indisponerse con Rolo y Mari.
—La mayoría gana —aceptó—, así que ¡vamos de parranda esta noche!
—¡Amiga! —alborotó su cuñada abrazándola—. ¡Sabía que no me ibas a fallar…!
Ella la separó riendo y su mirada se cruzó con la complacida de Alen. Los cuatro estaban descansando dentro de la casa rodante y disfrutando de los mates que él cebaba. Eran las seis de la tarde y el sol declinaba ante unas nubes tormentosas.
—¿Habrá que vestir de etiqueta? —preguntó Marisa.
—Como se sientan cómodos.
—¿Vas a ir con traje? —insistió la muchacha.
—Sí —le respondió divertido.
—Pues nosotros no seremos menos —afirmó. Se dirigió a Julia con euforia—: ¿Viste que tendríamos oportunidad para lucir nuestras pilchas de fiesta?
—Parece —admitió su cuñada con displicencia—. ¿A qué hora es el evento?
—A las veintiuna —contestó Alen.
—Entonces peguemos la vuelta —intervino Rolo—, así les damos tiempo a las mujeres para que se pongan bonitas.
—¿Más aún? —aventuró su par, mirándolas, y deteniendo los ojos en Julia.
Marisa rió halagada y su amiga se hizo la distraída. Rolando, observando al trío, cayó en la cuenta de la resistencia de su hermana al asedio de Alen. Chica porfiada. Te gusta y te rebelás. Si lo dejaras este hombre te haría olvidar el mal trago de la traición. Lo siento por vos, colega. No va a ser tarea fácil conquistarla, pensó.
—Fin del mate —dijo Marisa guardando el equipo—. Nos podemos ir cuando quieran.
Arribaron a la finca a las seis y media. Una tenue llovizna conllevó a que Julia accediera a bañarse y cambiarse en la casa. Trasladó sus atuendos y ocupó la habitación que Etel le había ofrecido. Marisa se anunció cuando estaba a punto de vestirse.
—¿Qué te vas a poner? —le preguntó.
—El único vestido que empaqué para que me dejaras de cargosear —dijo sacándolo de su envoltura.
La chica estudió el atuendo que sostenía su amiga y declaró: —No lo conocía…
—No. Porque era parte de mi ajuar. Grotesco, ¿no?
Marisa no se arredró. No iba a permitir que a Julia la volviera a ganar el desaliento: —Te vas a ver fascinante, y ante un varón que sabe apreciar lo que es una verdadera mujer —aseveró.
Julia la miró con cariño y la tranquilizó: —Ya me bajé del tobogán, amiguita. Pero no quiero volver a subirme tan pronto.
—Presumo que sería otro el juego que te propondría ese hombre…
—¿Cómo cual? —le siguió la corriente.
—No menos que la silla voladora —la desafió su cuñada.
—¡Ja! ¡Cómo se ve que el infantilismo de mi hermano es contagioso!
—No lo creas. Me ha hecho volar sin estar en el parque de diversiones —dijo con petulancia.
—¡Bien por los dos…! —aplaudió Julia.
—Y estoy segura de que con el farsante de Teo nunca experimentaste más que un ligero balanceo —continuó Mari, provocadora.
—¿Acaso estuviste presente en algún encuentro? —se mofó su amiga.
—Bastaba con verlo. Siempre estuvo más pendiente de sí mismo que de vos — sostuvo—. ¿Lo amabas realmente, o te acomodaste a la tibieza de lo conocido?
Julia suspiró. La pregunta de Mari la hizo retroceder al último año que convivió con Teo. La pasión del comienzo había sido reemplazada por un moderado intercambio donde, al menos, su satisfacción no estaba contemplada. Ella se conformó con una suerte de compañerismo que supuso el destino normal de cohabitar. ¡Pero yo solo tenía veintisiete años!, descubrió.
—Ahora que lo analizo creo que nuestro vínculo se estaba transformando en fraterno. Y claro… —concedió—. Su apetito lo calmaba por otro lado —hizo una pausa—. Tendría que haber reconocido en ese desapego los indicios del engaño, ¿verdad?
—¡Faltaría que la culpa la tuvieras vos! —se indignó su amiga—. El infame fue él, por prolongar la mentira hasta el límite.
—Bueno, Mari, no te exaltes. Ya no me escuece hablar de lo sucedido. Así y todo, aceptá que yo maneje mis tiempos, ¿de acuerdo? —le tendió los brazos con una sonrisa.
Se separaron con un beso de hermanas no sin que Marisa le cuchicheara: —Animate a pegar el salto. Él demostró que sabe cuidarte.
—Y vos, que no hay peor sordo que el que no quiere oír —sermoneó Julia. A continuación: —¿Qué ropa vas a elegir?
—Mmm… para contrastar con vos, el blanco de falda corta. Voy a ponérmelo y termino de arreglarme aquí —anunció, marchando hacia el dormitorio que compartía con Rolo.
Una vez ataviadas, se miraron con aprobación. Julia con un vaporoso vestido de seda y gasa sin breteles cuya larga falda se abría en dos tajos frontales, y Marisa enfundada en un estrecho atuendo que ceñía su agraciada anatomía.
—¡Estamos divinas, compañera! —alardeó Mari, caminando frente al espejo—. Los hombres se van a infartar.
Julia rió francamente. Le agradaba la pedantería de su amiga porque la imagen que le devolvía el cristal revelaba la plenitud de su femineidad. Y desplegarla ante Alen le provocaba una estimulante excitación. Por el momento no intentaría analizar este sentimiento, se dijo.
—¿Bajamos? —la pregunta de Marisa la descentró de su contemplación.
Alejo y Etel, que estaban en la sala, fueron los primeros en admirar a las muchachas.
—Jovencitas —declaró el hombre tomándolas de la mano—, son un regalo para la vista.
—¡Están preciosas, chicas! —agregó Etel con efusión.
Ambas agradecieron los elogios. Marisa, más desinhibida, inquirió: —¿adónde están nuestras escoltas?
—En la terraza —informó Alejo—. Ya les aviso.
—No te molestes —declinó Julia—. Nosotras vamos.
Se dirigieron a la galería seguidas por la mirada del matrimonio. El padre de Alen opinó: —infiero que nuestro hijo recibirá el golpe de gracia apenas la vea, así que andá haciéndote la idea de viajar seguido a Rosario.
—Y yo espero que la convenza de afincarse en Nono —lo contradijo su mujer.
—Ustedes son más fuertes. Valga nuestro ejemplo —sonrió, al tomarla entre sus brazos.
—¿Estás arrepentido? —murmuró Etel.
—De cada día que no compartimos —dijo él besándola.

XI
Julia y Marisa ingresaron al mirador en donde estaban instalados los hombres. Rolo se acercó a su novia, la enlazó por la cintura y le susurró cuánto la amaba antes de besarla. Alen, que deliraba por la bella mujer que lo observaba con gesto risueño, la envolvió en una mirada penetrante.
—Estás hermosa —le dijo por lo bajo.
—Gracias. Y vos muy elegante —repuso un poco turbada. Desvió los ojos hacia los amplios ventanales advirtiendo que estaban empañados por la impalpable lluvia: —Parece que seguirá así toda la noche —manifestó.
—Es probable. Pero estaremos a cubierto —la tranquilizó Alen—, y el auto está bajo techo de modo que no se mojarán al salir.
Eran pasadas las nueve de la noche cuando entraron al restaurante. El ambiente cálido y selecto invitaba a la charla intimista. Un hombre joven se acercó con la mano estirada hacia Cardozo.
—¡Alen! Sabía que no me ibas a defraudar —le sacudió la diestra y miró a sus acompañantes con una sonrisa.
—Luiggi es el propietario de este complejo —le precisó Alen al grupo antes de introducirlos—: Tano, te presento a unos amigos rosarinos; el ingeniero Rolando Páez, su novia Marisa y su hermana Julia.
Luiggi apretó la mano de Rolo y besó a las muchachas en la mejilla. Expresó a continuación: —Vengan que les haré lugar en mi mesa.
Dos adolescentes dejaron libres los lugares a su pedido para que el grupo se ubicara. Luiggi se alejó con Alen prometiendo regresar sin demora. Julia, un tanto incómoda por haber desplazado a los jóvenes, se dirigió a la mujer que tenía a su derecha: —Me parece que esos chicos no deben estar contentos por habernos cedido sus asientos…
—¡No creas! —rió la aludida—. Estaban de seña por orden de su padre y no veían la hora de sentarse con sus amigos. Yo soy Gina, la esposa de Luiggi —se presentó—. Supongo que serás la novia de Alen.
—¡Oh, no! —refutó Julia—. Acabamos de conocernos y estamos parando en su casa, es decir, en casa de sus padres —se enmarañó.
—¡Ah…! —dijo Gina como si entendiera—. Así que están alojados en casa de Etel y Alejo…
—Para abreviar —formuló la joven con humor—: Mi nombre es Julia, soy de Rosario, estoy recorriendo Traslasierra en motorhome con mi hermano Rolando y mi cuñada Marisa; Cardozo nos ofreció su predio para acampar dos días en Nono y nos invitó a compartir la inauguración del restaurante. Es un gusto conocerte, Gina, y me encanta el estilo del local —concluyó.
—Gracias, Julia, y espero que mi deducción no te haya molestado. Es que parecen estar hechos el uno para el otro —se disculpó la mujer con una sonrisa.
—Sos demasiado imaginativa…
—¿Estás comprometida?
—No. Y no pienso estarlo por mucho tiempo —dirigió su atención hacia los ventanales que daban al parque exterior—: Supongo que si no estuviera lloviendo la cena sería al aire libre...
Gina aceptó el tácito llamado a cambiar de tema. A poco regresaron Luiggi y Alen y dio comienzo la comida. El menú fue degustado y alabado por los presentes después de lo cual el dueño del restaurante los condujo hacia la discoteca. Se acercaron a la barra adonde un barman preparaba tragos a pedido.
—¿Qué vas a tomar? —le preguntó Alen a Julia.
Ella, escarmentada por la anterior ingesta de licores, eligió uno de frutas con helado. En tanto esperaban, se dedicó a observar el local y sus ocupantes. Los integrantes de su mesa, en grupos más reducidos, ya estaban instalados en cómodos sillones. Luiggi circulaba entre las mesas bajas departiendo con sus invitados y atento a que nada les faltara.
—¿Vamos a sentarnos? —la voz grave de Alen la sacó de la contemplación.
Tomó el vaso escarchado que le tendía y caminó junto a él hacia donde estaban ubicados Marisa, Rolando y Gina. Se unieron a la charla cordial cuya informalidad le permitió a Alen enfocar su atención en Julia. La contempló sin disimulo, saturando sus sentidos con la cadencia de su voz, el suave perfume que la identificaba, la armonía de su figura. La risa la embellecía tanto como la atenta seriedad con que escuchaba en ese momento las palabras de su hermano. ¿Podría alguna vez tenerla en sus brazos y besar esa boca que lo enardecía? No se iba a permitir perderla cuando ella tenía su corazón libre. El aterrizaje de Luiggi en la butaca que tenía a su derecha, canceló su ensoñación.
—¡Uf! —sopló—. No pensé que la inauguración iba a ser tan fatigosa. Necesito un trago antes de acercarme a la mesa de los Pérez Trejo.
Alen rió divertido. Conocía a la tradicional familia famosa por su pedantería y ostentación. En los círculos sociales se la toleraba por las vastas relaciones que tenían, argumento de peso para el sostén de cualquier negocio. Se levantó con la intención de satisfacer a su amigo.
—¿Adónde vas?
—A traerte una copa.
—Acompañame, nomás —pidió Luiggi.
A medio camino, lo detuvo.
—Ahora me vas a contar por qué me ocultaste tu vínculo con esa espléndida joven. ¡No es justo con lo que Gina y yo nos preocupamos por vos!
—¡Ja! ¿Qué preocupación los embarga? Estoy sano y con trabajo —se burló.
—Que ya tenés edad suficiente para tener una mujer y varios críos. Con veintiséis apadrinaste a Juampi, ¿te acordás?
—Ahora me vas a imputar que no me acuerdo de mi ahijado...
—Sos el mejor padrino que pudiera tener, pero es mejor que esa atención se la dediqués a tus hijos —dijo sentencioso.
—Desacelerate, Tano. Que si consigo que Julia me acepte vas a ser el primero en enterarte.
—¿Y cómo no te va a aceptar? —dijo escandalizado.
—¡Sos un amigazo! —rió Alen palmeándolo—. Vamos a conseguir tu trago así puedo volver a la mesa.
Momentos después, la iluminación disminuyó y aumentó el volumen de la música. La pista de baile destelló en colores convocando al baile. Marisa no resistió el llamado: —¡Vamos a bailar, gente! —exhortó, tirando de la mano de Julia quien se levantó riendo.
Los hombres las escoltaron y los cuatro se sacudieron al ritmo de la música pegadiza. Julia disfrutaba de la compañía de Alen que la secundaba con destreza. Se movía con alborozo, reviviendo el placer que le deparaba la danza. Luiggi y Gina se les unieron poco después conformando el sexteto más ameno que ella recordara. Estaban entremezclados cuando el compás menguó. Luiggi la enlazó por la cintura y acomodó el paso a la melodía más lenta.
—Me congratulo de tenerte a vos y a tu familia en la inauguración del negocio —le dijo con familiaridad—. Espero verlos por aquí mientras duren sus vacaciones.
—¡Gracias, Luiggi! Si no siguiéramos viaje tené por seguro que seríamos visitantes asiduos.
—¿No disfrutan de Nono?
—¡Sí! Pero está en nuestro itinerario conocer otras localidades.
—Instalados aquí todo está muy cerca, y nosotros tendríamos el gusto de verlos más tiempo —insistió el hombre.
Julia rió de la perseverancia de Luiggi. Intuyó que deseaba retenerla en nombre de su amigo.
—Es hora de recuperar a mi pareja —dijo una voz inconfundible.
Luiggi recibió a Gina y liberó a Julia que quedó enfrentada a su inquietante anfitrión. Él la cercó con su brazo y la arrimó a su cuerpo. ¿Qué me pasa? Recién estaba en brazos de Luiggi como si nada y ahora se me aceleró el pulso. Si no me controlo, me dejaré seducir por él. ¡Y esta música, Dios mío…!
Cerró los ojos y se dejó llevar por su acompañante. Él la sostenía por la cintura y fue llevando la mano de ella sobre su pecho. Inclinó la cabeza y apoyó la barbilla contra su sien. Julia dejó de resistirse y se permitió disfrutar de la cercanía masculina.

XII
Alen percibió la claudicación de la muchacha y la ciñó con más vigor contra su cuerpo. Su boca se deslizó por el sedoso cabello para detenerse en la sien. Ella no rehuyó el contacto y él lo extendió a su tersa mejilla. Enajenado, dejó resbalar sus labios hacia los de la joven en una caricia contenida que ella suspendió cobijando la cabeza en el hueco de su cuello.
—Julia… —murmuró Alen—. Te pido que no te vayas. Si tan solo accedieras a darme una oportunidad… ¡Te juro, querida, que no saldrías defraudada!
—Esto es una locura —musitó ella contra su hombro—. Ni siquiera me conocés. ¿Cómo sabés que yo no te defraudaría?
—No podrías. Te vivo soñando, despierto o dormido. No hay nada tuyo que pueda decepcionarme —dijo él con arrebato.
Julia se enderezó con suavidad. La penumbra la resguardó de la encendida mirada del hombre.
—¡Por favor, Alen…! Me estoy recuperando de un abandono que me desmoronó por un año. Vos me gustás demasiado como para exponerme a una aventura pasajera.
—¡No es eso lo que te propongo! —alegó sorprendido.
—¡Es que no entendés...! Si no estuviera remontando un engaño, sería un riesgo normal que la relación no funcione. Pero aún estoy convaleciente… —musitó quedamente.
—¿Cuál es tu temor, pequeña? —apremió él en tono contenido.
Ella se encogió de hombros con gesto desvalido.
—Julia… —reclamó Alen volviendo a cercarla con sus brazos—. Quiero entenderte, querida.
—No podría soportar que me busques sólo para acostarte conmigo —reveló al fin.
Él rió bajamente. Besó su frente ardorosa y le definió sus pretensiones: —Por cierto que te quiero en mi cama, pero al dormir y al despertar. Te quiero en mi vida presente y futura, quiero encontrarte después de una jornada de trabajo y compartir con vos mi tiempo libre. Y si necesitás garantías de lo que siento, estoy dispuesto a proclamar mis sentimientos delante de tu familia y la mía.
La declaración de Alen la sacudió. Se sintió transportada a ese pasado de falsas promesas en las que creyó con ingenuidad.
—No quiero seguir bailando —le comunicó al tiempo que ponía distancia entre ellos.
El hombre reaccionó cuando ella había caminado varios pasos hacia la mesa. La alcanzó controlando el impulso de detenerla y demandarle un esclarecimiento de su crisis. Observó, al sentarse frente a ella, que había recobrado ese aura de lejanía que ostentaba en sus primeros acercamientos.
—Julia —manifestó—, siento haber sido tan exaltado y entiendo que tu sentir puede no coincidir con el mío, pero no me niegues la posibilidad de conquistarte.
—Te dije que aún no estoy preparada —dijo al borde del llanto.
Alen percibió su angustia y no insistió. De pronto, el sortilegio de haberla besado y expuesto sus sentimientos se había transformado en un argumento desfavorable. Se reprochó haber estado más pendiente de su pasión que de la receptividad de la muchacha y se cuestionó si podría revertir el proceso. La vuelta de Rolo y Marisa lo descentró de su introspección.
—¡Qué poco aguante! —expresó Mari—. Y eso que estábamos en los lentos.
—Estoy cansada —argumentó Julia concisamente.
—¡Pero la noche está en pañales! Además dijimos de salir al mediodía —recordó su amiga.
Julia no respondió. Rolando leyó en el rostro contrariado que el cansancio era solo un argumento. Se preguntó que habría pasado entre ella y Alen. Su colega se anticipó al pedido que le iba a hacer: —Si están de acuerdo, podemos pegar la vuelta —ofreció.
Se despidieron de Luiggi y Gina en medio de protestas por la temprana deserción y a la una estaban de regreso en Nono. La llovizna parecía haber claudicado ante las ráfagas de viento que habían hecho descender la temperatura. Julia saludó al grupo y se encaminó hacia el motorhome. Apenas pisó el borde del parque, sus tacos se hundieron en la tierra. Alen, atento a su marcha, aventuró: —¿No será mejor que pernoctes en la casa? El terreno está poco firme.
—No es necesario. Me saco las sandalias y listo.
Con los zapatos en una mano y levantando el borde del vestido con la otra, avanzó hasta la casa rodante. Alen la observó con una expresión entre incrédula y desconcertada que suscitó el comentario de Rolo: —Dejala, que cuando algo se le mete en esa cabezota, no hay argumentos para convencerla de lo contrario.
Los dos la estuvieron vigilando hasta que entró al vehículo. Marisa quería hablar con su cuñada pero consideró que Rolo pondría el grito en el cielo si intentaba imitar el trayecto de la hermana. La llamaría al celular, decidió.
—Me adelanto, querido. Así te dejo el baño libre para cuando subas —le dijo, esperando tener privacidad para hablar por teléfono—. Hasta mañana, Alen —se acercó para besarlo en la mejilla.
—Hasta mañana, Marisa —le retribuyó el saludo.
Cuando los hombres quedaron a solas, Alen dijo: —Yo soy responsable de la contrariedad de Julia.
—Supuse que había pasado algo entre ustedes —admitió Rolando.
—La quiero, Rolo. Y se lo confesé en el momento inadecuado. Solo esperaba que se quedara el resto de las vacaciones para conquistarla.
—Estoy seguro de que gusta de vos, Alen, pero aún le queda la desconfianza de su desilusión amorosa. Vas a tener que ser tolerante —le advirtió Rolando con afecto.
—Si algo no me va a faltar, amigo, es paciencia. Aunque deba seguirla a Rosario —afirmó. Después le propuso—: ¿Tomamos un trago?
—Dale —aceptó Rolo.
∞ ∞
Marisa marcó el número de su cuñada no bien entró al dormitorio.
—¿Qué se te ofrece, pesada? Estaba por tomar una ducha —rezongó Julia.
—¡No antes de que me digas por qué estás empeñada en enloquecer al pobre individuo!
—¿A quién te referís?
—Vos sabés a quién. Primero te veo muy acaramelada y a continuación te transformás en un témpano.
—¿Te tomaste el trabajo de observarme toda la noche? —alborotó su amiga.
—¡Decime si vos no lo hubieras hecho…! —provocó Mari—. Verte libre de la costra de indiferencia fue la mejor gratificación de estas vacaciones.
—¡Ja! No dice mucho a favor de Rolo —la hostigó.
—Él es capítulo aparte —dijo con presunción—. Pero no eludas la respuesta. ¿Qué pasó para que vuelvas a tu ostracismo?
—Que no estoy preparada para un nuevo fracaso. Eso es todo —pronunció con sencillez.
—¿Tanto te conmueve, Julia? —la pregunta fue hecha en tono compasivo.
—No me cuestiones más, amiguita —el pedido sonó como un ruego—. Ya tendremos tiempo de hablar cara a cara. Ahora lo único que necesito es despegarme el barro del cuerpo antes de que se solidifique.
Marisa no pudo más que reírse imaginando el estado de Julia. Se despidió: —andá a bañarte, entonces. Te quiero, Juli, y me debés una charla.
—Te quiero, Mari. Y no desaprovechés esta noche… —le recomendó en tono bromista, dando por cerrada la comunicación.
Preparó la ropa interior y el camisón y se metió bajo el agua. Se bañó con premura para no agotar el tanque y se aprestó a meterse en la cama. Mientras secaba su pelo con la toalla su mente caótica intentaba ordenar los últimos acontecimientos. ¿Cómo pude haber cambiado tanto? Teo destruyó lo mejor de mí misma. Me convirtió en una mujercita pusilánime incapaz de aceptar un desafío. Ahora todo lo cuestiono, como si fuera posible renegar de las emociones y acomodarlas para que no me dañen. No quiero involucrarme con vos, Alen, porque me atraés demasiado. Porque de enamorarme vivimos en distintas ciudades y no podría tolerar la distancia. Porque no quiero que seas una aventura de verano cuando intuyo de que podríamos ir juntos por la vida. ¿Cómo podés estar tan seguro de lo que sentís si me conocés tan poco? ¡Qué digo…! Si yo, en el mismo tiempo, siento que podrías ser mi compañero. ¿Teníamos que encontrarnos y la deserción de Teo formaba parte del plan? ¡No sé, no sé, no sé…!
Subió la sábana hasta su barbilla y se abrazó a la almohada en un intento de apaciguar sus afiebradas divagaciones. Estaba profundamente dormida cuando comenzó la tormenta.

XIII
Alen y Rolo se despidieron a las dos de la mañana. El primero, alterado por las consecuencias de su impulsiva declaración, decidió ingerir un somnífero para conciliar el sueño. Rolando dudaba en involucrar a Marisa en la confidencia de Alen, pero ella le allanó el camino.
—Hablé con Julia, Rolo. ¿Notaste su cambio de actitud?
—Sí. Fue por algo que le dijo Alen.
—¡Ya me lo imaginaba! ¿Y qué le dijo? —se atropelló.
—Que la quería. Pero me temo que aún no esté en condiciones de iniciar una nueva relación.
—Sé que Alen le dará el amor que necesita… —formuló contrariada—. ¿No sería una pena que lo rechazara?
—Parece que ya lo hizo, aunque él no está dispuesto a renunciar. Así que tranquilizate, porque este tipo es un obstinado —la dibujó con la mirada y sonrió—: Vayamos a lo nuestro. ¿Qué tenés puesto debajo del camisón…?
—Averígüelo usted, caballero —lo retó.
Rolando investigó y resultó que no tenía puesto nada.
∞ ∞
Primero fue la sensación de balanceo como si estuviera a bordo de un barco embestido por las olas. Después algo blando aterrizó sobre su pecho y despertó del todo, con un grito aterrorizado, manoteando la inmensa araña que –alucinó- había saltado sobre ella. Tanteó la llave de luz y, cuando el recinto se iluminó, largó una carcajada histérica al comprobar que el presunto arácnido no era más que el osito de peluche que Marisa tenía sobre la repisa de la cama. El habitáculo se estremecía como si alguien estuviera zamarreando el pesado vehículo. Escuchó ladrar a los perros y un zumbido agudo que le erizó la piel. Se vistió con rapidez y apagó la lámpara antes de levantar la persiana para espiar hacia afuera. El espectáculo era dantesco. Bajo un cielo rojizo surcado por relámpagos, se inclinaban las ramas de los árboles como si fueran a quebrarse. El predio se iluminó y pudo observar que ya no estaban los macetones que adornaban la entrada de la mansión. Se apartó de la ventana, sobresaltada, cuando algo golpeó contra el costado del motorhome.  Es un tornado y arrastrará la casa rodante. ¡Lo bien que hubiera hecho en aceptar la propuesta de Alen de dormir en la casa! No me animo a salir… Voy a volar como las macetas. ¡Tengo que llamar a Rolo! Lo llamaría a Alen si tuviera su teléfono…
Buscó el número de su hermano y esperó por ayuda.
∞ ∞
Los perros despertaron a Etel. Encendió el velador y sus ojos buscaron maquinalmente el reloj. Si ladraban a las cuatro de la mañana se debía a que algún intruso estaba merodeando. Sacudió con suavidad a su marido hasta despertarlo.
—¡Alejo…! —murmuró—. Algo inquieta a Astor y Shar.
El hombre se incorporó y prestó atención. Ligado a los ladridos percibió un sonido creciente que lo alarmó. Bajó de la cama y descorrió las cortinas del ventanal que miraba hacia el parque. El cielo había adquirido un tono rojizo fosforescente contra el cual se perfilaban los árboles sacudiéndose con furia. Se puso la bata y le indicó a su mujer: —Es mejor que despiertes a Alen. Se levantó un viento muy fuerte que parece anticipar un temporal. No sé si la muchacha estará segura en el motorhome. Yo voy a entrar a los perros.
Etel se apresuró a cumplir el pedido de su marido. Golpeó la puerta del dormitorio de su hijo varias veces sin obtener respuesta hasta que resolvió entrar. Dormía con tanto abandono que lamentó sacarlo del sueño.
—¡Alen, hijo…! —repitió mientras lo zarandeaba del hombro—, papá te necesita…
—¿Eh…? —exclamó el nombrado mirando a su madre con desorientación.
—¡Levantate, Alen! Se viene una tormenta y tu padre está preocupado por Julia.
La sola mención del nombre de su amada terminó de disipar los efectos del somnífero. Saltó del lecho y se vistió con premura. Corrió hacia la galería adonde Alejo había asilado a los canes y contempló el inclemente exterior azotado por el viento.
—Es una tormenta formidable —anunció Alejo—. Ya está relampagueando y si bien no hay peligro en el vehículo, la lluvia convertirá en una laguna el lugar donde está estacionado.
Alen abrió la puerta y una racha lo arrojó contra su padre.
—¡No podés salir en medio de este torbellino! —gritó su madre.
—¡Esperá, Alen! —ordenó su padre—. Voy a traer un cabo para asegurarlo a la baranda. Es la mejor alternativa para rescatar a tu chica —le advirtió mientras se dirigía a su taller.
Etel no dudó. La borrasca se había convertido en una especie de tornado y dedujo que Alen necesitaría ayuda. Cuando estaba por golpear la puerta del cuarto de sus invitados, Rolando apareció vestido.
—¡Gracias a Dios! —exclamó la mujer—. Venía a buscarte para que ayudaras a mi hijo.
—¡Julia me llamó al celular! ¿Dónde está Alen?
—A punto de salir para rescatar a tu hermana, pero no creo que pueda solo —dijo Etel inquieta.
Rolo se puso en acción al tiempo que Marisa se asomaba al corredor.
—¿Qué pasa? —preguntó alarmada.
—Una especie de tornado, y Alejo teme por Julia.
—¡Me visto y voy a ayudar! —exclamó Mari.
La mujer la detuvo: —Hay tres hombres, querida, y tienen más fuerza que nosotras para afrontar la fuerza del viento. Quedémonos en la antesala y démosles apoyo logístico —le sugirió.
Alen y Rolando estaban comprobando la firmeza de las ataduras de los cabos que les permitirían enfrentar el vendaval hasta llegar a la casa rodante.
—Voy a salir en primer término porque conozco el terreno —dirigió Alen—. Estarás pendiente para reforzarme si te llamo.
—De acuerdo —asintió Rolo.
—Vas a tener que moverte de costado para ofrecer menor resistencia al viento —le dijo Alejo—, y cuidate de los objetos que vuelan.
—Entendido, papá. Ahí voy —se internó en la tormenta como un extraño astronauta ligado a la nave por un cordón que rodeaba su cintura y terminaba asegurado a la baranda de la escalinata.
Caminó a ciegas, el antebrazo protegiendo su rostro, buscando el eje del torbellino que le facilitara el avance. Aunque la impaciencia por llegar hasta Julia lo urgía, su razón lo preservaba de una caída que podría retardar el auxilio que esperaba la joven. Atisbó bajo su brazo y ajustó la dirección de sus pasos desviados por las ráfagas. Se preguntó cuán asustada estaría y esperó que no cometiera la insensatez de salir por su cuenta ya que no resistiría el empuje del viento. No alcanzó a llegar al motorhome cuando la iluminación del parque se apagó. Siguió adelante guiado por el destello de los relámpagos hasta tocar con sus manos el vehículo. Se agachó para afirmarse al paragolpes y a todas las salientes de la carrocería hasta llegar a la puerta de ingreso. La lluvia lo golpeó mientras introducía la llave en la cerradura. Al destrabarse empujó con fuerza y se impulsó al interior. Julia, con el rostro demudado, corrió hacia los brazos abiertos que la invitaban a refugiarse. Alen la apretó contra sí exultante de alivio. “Ahora tengo que sacarte de aquí, pero no quiero soltarte, amor mío”, pensó. Aflojó el abrazo para atender el celular. La voz alterada de su padre lo alertó sobre la urgencia de abandonar el autobús antes de que el agua convirtiera el terreno en un lodazal.
—Julia, tenemos que guarecernos en la casa —le explicó—. Cubrite con algún abrigo porque empezó a diluviar.
Ella asintió y buscó un impermeable. Se lo puso y lo cerró hasta el cuello. Después esperó la siguiente indicación de Alen. Su aparición la había transportado a un horizonte de seguridad adonde sentía que nada malo podría suceder. Vio como desenganchaba la soga de su cintura y se acercaba a ella.
—Te voy a amarrar a esta cuerda para que no te me vueles —le dijo con una sonrisa mientras la pasaba alrededor de su talle.
Trabó el cierre y le dio las últimas instrucciones: —Voy a caminar delante de vos para cubrirte de los desechos que arrastra el viento. Tendrás que avanzar pegada a mi espalda. ¿Estás dispuesta? —preguntó ahondando en su mirada.
—Date la vuelta, entonces —enunció Julia a modo de consentimiento.

XIV
Alen esperó a que ella pasara los brazos alrededor de su cintura para empezar a caminar. Afuera del utilitario el viento parecía tener vida. Avanzó con energía ya que el peso de ambos contrarrestaba la fuerza de la ventisca, pero cada vez que un escombro lo golpeaba, temía el daño que pudiera infligirle a la joven. Las luces de emergencia del interior de la residencia señalaban la ruta de regreso. A medio camino, la lluvia los encegueció y los pies de Alen resbalaron sobre el suelo pastoso, arrastrando a Julia en la caída. Ella gritó y se aferró a él con más fuerza. Alen se sujetó a la soga y se incorporó con esfuerzo luchando por mantener la estabilidad.
—¿Estás bien? —le gritó a la muchacha.
—¡Sí! —y se afianzó aún más a su espalda.
El hombre adelantó sus extremidades en una suerte de deslizamiento y comprobó que a Julia le era más fácil seguirlo. Cerca de la vivienda, Rolo y su padre impulsaron el cabo hacia la casa. Apenas alcanzó el primer escalón izó a la muchacha hasta Rolando quien la depositó en brazos de Alejo. Él, a su vez, la confió al cuidado de las dos ansiosas mujeres que habían asistido al rescate. Rolo sostuvo a su colega hasta que se encontró fuera de la masa de barro. Por un momento, ambos observaron como hipnotizados la ciénaga que se había configurado alrededor de la vivienda.
—Tu padre es un constructor innato —reconoció Rolando—. ¿De dónde proviene tanta agua?
—Algún arroyo que se ha desbordado —arriesgó Alen. Se volvió hacia la casa—. Vayamos a ver cómo está Julia —invitó a Rolo.
—Sana y salva gracias a vos.
Alen desestimó el reconocimiento con un gesto, e ingresó al interior. La joven estaba cubierta con una manta que le había alcanzado Etel y se acercó a él apenas lo vio ingresar. Quedaron frente a frente, los ojos amarrados entre la gratitud de ella y el arrobamiento de él. Las manos de Alen buscaron las de Julia que se acomodaron confiadas en el refugio varonil.
—Alen… —musitó la joven—, lamento…
—No digas más, Julia —la interrumpió con voz contenida, desgarrado por el ansia de tomarla entre sus brazos—. Estás aquí y a salvo, ¿qué otra cosa pudiera querer?
Las pupilas aceradas brillaban con vedada elocuencia y le transmitieron un mensaje perturbador. El deseo masculino la sacudió con la certeza de que, a solas, hubiera sucumbido a su reclamo. Advirtió que se habían erigido en el centro de una escena de la cual parecían todos pendientes, e hizo un esfuerzo por liberarse. Desasió sus manos y Alen, como recobrado de un sortilegio, reparó en que seguía con las prendas mojadas.
—¡Te vas a enfermar! —dijo preocupado—. Tomá un baño caliente y acostate. Aún faltan horas para que amanezca.
—Y vos hacé otro tanto… —le indicó ella con suavidad.
La vio encaminarse hacia la escalera y ambicionó la momentánea desaparición de espectadores que lo privaban del acercamiento intuido en la mirada de Julia. Suspiró y les propuso a sus padres y a Rolando: —Vayamos a descansar. Si compone, en la mañana revisaremos los daños que produjo la tormenta.
Los primeros en levantarse fueron padre e hijo. El viento había calmado pero persistía una espesa llovizna. Alejo activó el generador que alimentaba las luces de la casa y prepararon el desayuno mientras escuchaban las noticias: la energía eléctrica sería repuesta después del mediodía y, tal como Alen había supuesto, el río Chico de Nono se había salido de cauce aunque sin causar demasiados daños. Julia despertó a las once de la mañana. En la sala solo estaba Etel.
—¡Buen día! —la saludó y se acercó a darle un beso.
—¡Buen día, querida! ¿Descansaste? —le preguntó la mujer.
—Demasiado, parece —sonrió—. ¿Y los demás?
—Chapoteando afuera. Ya te alcanzo un café —le dijo.
Julia salió a la galería con la taza en la mano. Observó a los hombres calzados con botas de pesca, trabajando alrededor del motorhome a cuyo volante estaba Marisa. No se había equivocado anoche. El viento lo había desplazado hacia la zona arbolada. El vehículo pareció encabritarse y Rolo se acercó a darle instrucciones a su novia. Julia movió la cabeza con gesto divertido. Le anunció a Etel: —Voy a ir a ayudar. Marisa se pone nerviosa al volante y va a terminar discutiendo con Rolando.
—Esperá a que te alcance unas ojotas —la detuvo la madre de Alen viendo que se despojaba de las zapatillas—. No es conveniente pisar esos charcos con los pies desnudos.
Después de calzarse bajó los escalones y se adentró en el terreno fangoso cuidando de no resbalar. Mari fue la primera en verla y agitó los brazos alborozada. Alen la alcanzó a mitad de camino y la sujetó al momento que patinaba.
—Permítame cargarla, mademoiselle, estoy pertrechado para deslizarme en el lodo—le anticipó con una sonrisa.
Sin esperar su consentimiento, la alzó con desenvoltura y caminó hacia el utilitario. Ella, con una risa de sorpresa, le enlazó los brazos al cuello y se dejó llevar. La bajó sobre el estribo del vehículo demorando el momento de separar sus manos de la cintura femenina.
—Gracias, caballero. Ya puedo valerme por mí misma —dijo Julia para sustraerlo de su inmovilidad.
Alen se apartó con una risa alegre y, después de que ella ingresó al motorhome, se reunió con el dúo masculino que lo esperaba para reanudar la tarea de empujar la casa rodante.
—¡Julia…! —exclamó Marisa—. ¡Llegaste a tiempo de evitar que Rolo me enloqueciera con sus indicaciones! —La miró con sorna—: Y de lo otro ya vamos a charlar…
—Correte, ¿querés? —indicó su amiga plantándose al lado del asiento del conductor e ignorando la acotación.
—¡Con todo gusto! —rió Mari sin ofenderse.
Una vez que estuvo acomodada, esperó las órdenes de su hermano. Con la colaboración de los hombres para desempantanarlo y su habilidad para conducir, el vehículo pronto quedó asentado cerca de la finca, en terreno firme y elevado.
—Chicas —proclamó Rolando cuando salieron del utilitario—, si están de acuerdo nos quedaremos unos días más en la casa de Alejo hasta hacer una revisión completa del motorhome.
—Yo estaría más tranquila —apoyó Mari—. ¿No te parece? —le preguntó a Julia.
—Sí —dijo con una leve sonrisa—. La seguridad antes que nada.
Ella no creía que la casa rodante necesitara ningún control. El motor respondía bien y los daños, tanto en la carrocería como en el interior, eran irrelevantes. Pero descubrió que no deseaba apartarse de Alen por el momento. Y cualquier excusa, pensó, venía bien.
—¡Voto porque nos pongamos a reparo! —exclamó Alejo—. ¡El vehículo está a salvo!
—Vayan ustedes —propuso Marisa—. Julia y yo juntaremos algo de ropa para llevarla a la casa.
Los varones se alejaron y ellas armaron los bolsos con las cosas más necesarias.
—Julia —consideró Mari—, si el riesgo que afrontó Alen para ir a buscarte en medio de un tornado no te conmueve, voy a concluir que tenés sangre de horchata.
La carcajada de Julia arrastró la risa de su cuñada, que agregó con histrionismo: —Y si traerte en sus brazos no te hizo cosquillas, pienso que estás perdida, alma mía.
—Para tu conocimiento, no tengo sangre de horchata ni estoy perdida. Tal vez por eso mi resistencia a intimar con este hombre que me resulta tan cautivador. Me asusta volver a enamorarme, Mari, y no ser correspondida.
—¿Vos creés? —la rebatió con autoridad—. Dale la mínima oportunidad y te demostrará cuánto te corresponde. Julia, estoy segura —dijo con énfasis— de que Alen te ama.
—¿Y si solo me desea? —argumentó ella en tono plañidero.
—Mi mejor consejo, sacate la duda. No me vas a decir que no te atrae…
—Como el abismo —confesó.
Marisa la abrazó. Al separarse, le dijo: —Me parece que tendré que darte algunas clases de seducción. ¿Te olvidaste de que yo fui tras tu hermano apenas quedó libre?
—No se me escapó tu interés, descocada. ¡Y él cayó como un chorlito! —rió Julia.
Mari se limitó a observarla con una sonrisa interrogante.
—De acuerdo, cuñadita, voy a seguir tu propuesta —correspondió la muda pregunta—. Si me rompe el corazón, esta vez no les alcanzará con llevarme de vacaciones a Córdoba. Tendrán que ir pensando en Europa —la previno burlona.

XV

Corrieron hacia la casa bajo la espesa llovizna que se desprendía de la bóveda gris. Los hombres se habían detenido en la entrada para recuperar las plantas de los macetones quebrados por la caída. Ellas insistieron en ayudar a Etel con la comida del mediodía, momento en que la corriente eléctrica fue repuesta tal como se había anunciado. La sobremesa la hicieron en la galería, ideal observatorio del  desapacible día.
—Cuando mejore el tiempo —sugirió Alejo—, deberían visitar las cuevas de Cerro Colorado. Las encontrarán muy atractivas como futuras antropólogas.
—¿Están muy alejadas de Nono? —se interesó Julia.
—A cuatro horas. Pero tengo un amigo en Mina Clavero que nos podría llevar en helicóptero —ofreció Alen.
—¡Ah…! —se deleitó la joven—, ¡es la experiencia que me faltaba!
La mirada de Alen le argumentó que él podría depararle experiencias mucho más fascinantes. Le hurtó los ojos por no develar su oculta aceptación, asombrada de cuán natural se le estaba haciendo la posibilidad de intimar con ese hombre.
—¡Nos luciríamos en la Facu, Julia! ¿No te parece? —dijo Mari con entusiasmo.
Ella sonrió como los presentes ante la exaltación de su amiga.
—Aceptado, entonces —le respondió a Alen.
Él hizo un gesto de aprobación y se abocó a localizar a su amigo. Poco después anunció: —Hecho, gente. Pasado mañana, de componer el clima, nos espera a las nueve en el aeródromo.
—¡Fantástico! —aplaudió Marisa—. Y ahora, ¿qué se puede hacer en una tarde lluviosa?
—Dormir la siesta —opinó Rolo en tono casual.
—Nada más acertado, muchacho —aprobó Alejo—. ¿Vamos, querida? —se dirigió a Etel.
La mujer se incorporó con una sonrisa: —Cuando nos levantemos, tomaremos unos mates —formuló antes de seguir a su marido.
—Andando, lindura —Rolando asió la mano de su novia y la impelió contra su cuerpo—. Nos vemos… —saludó a su hermana y Alen mientras guiaba a Mari hacia la escalera.
—Chau —articuló Julia.
Se arrellanó en el sillón y se esforzó por mantener el rostro impasible ante la peregrina idea de dormir una siesta con Alen.
—Ya que no podemos imitar a los que se fueron —dijo él como si hubiera intuido su fantasía—, ¿qué te parece si escuchamos un poco de música?
—Me gustaría —murmuró sofocada.
Alen manipuló el equipo de audio y se sentó frente a ella. La música melódica era el fondo perfecto para la nostálgica tarde lluviosa. La mente del hombre era un crisol ardiente de pasiones. Muchachita esquiva, si pudieras imaginar lo feliz que te haría ya hubieses aceptado estar conmigo. Me muero por besarte, por tenerte, ninguna mujer me provocó estas ansias que solo vos podés calmar. ¿Cómo llegarte? ¿Cómo vencer tu desconfianza? En mis brazos te olvidarías del mundo…
Incitado por su pensamiento, se levantó y le tendió la mano. Respondió con una pregunta a la mirada interrogante de la joven: —¿Bailamos?
Ella le confió su diestra en forma instintiva y él le ciñó la cintura con delicadeza. Se movió lentamente, traspasado por la plena conciencia de su cercanía. Se impregnó de su perfume, la tibieza de su aliento, la progresiva abdicación de su cuerpo. Julia se abandonó a la sensualidad del momento y apoyó la cabeza sobre el pecho de Alen. No había otro lugar adonde quisiera estar en ese momento. Los labios de él se deslizaron hacia los suyos en una suave caricia que la hizo estremecer. El hombre suspendió la danza y profundizó el beso invadiendo el interior de su boca. Sus lenguas se exploraron mutuamente hasta quedar sin aliento.
—¡Julia…! —murmuró Alen con la voz enronquecida—, ¡Te quiero amar…!
El reclamo directo la sacudió porque sintonizaba con su deseo. Él volvió a besarla y la exhortó: —Salgamos de acá…
—¿Adónde? —preguntó temblorosa.
—A mi casa.
La joven miró los ojos que expresaban una apetencia tan poderosa que aniquiló todas sus aprensiones.
—Vamos —aceptó.
Alen la abrazó exultante y se detuvo antes de salir: —les voy a dejar una nota para que no se preocupen cuando se levanten.
Julia leyó: “nos fuimos de paseo”. Él la tomó de la mano y la guió hasta la cochera. El viaje en auto no llevó más de diez minutos. La vivienda estaba ubicada en un barrio de modernos chalets con parecidas características arquitectónicas.
—Este es mi refugio —dijo Alen cuando bajaron del coche—. Formamos un fideicomiso con varios colegas para comprar el terreno y afrontar la construcción.
—Son muy bonitos —opinó ella—, y la forestación los realza.
—Gracias —sonrió Alen.
La enlazó por el talle y caminaron hacia el ingreso. Julia cayó en la cuenta del paso trascendente que había dado cuando él franqueó la puerta de entrada. Su cuerpo se tensó en un amago de resistencia que no pasó inadvertido para el hombre. Aparentando no darse cuenta, invitó con gesto solícito: —¡Adelante! Vas a probar un café hecho con granos recién molidos.
La salida extemporánea la desconcertó. Escrutó el rostro varonil atravesado por una expresión traviesa no exenta de ternura, y se largó a reír. Él, acentuando la mueca divertida, apretó su cintura y la impulsó al interior. La sala de estar era espaciosa y estaba amueblada con estilo. El ancho ventanal que daba al exterior estaba cubierto por un cortinado que resguardaba el ambiente de miradas indiscretas. Julia lo siguió hasta una de las puertas emplazadas al fondo de la estancia. La cocina era amplia y las paredes claras le daban un toque luminoso aún en ese día nublado. Alen sacó el molinillo y el paquete de café de la alacena y lo dispuso sobre la mesada.
—¿Me dejás molerlo a mí? —preguntó Julia con el entusiasmo de una chiquilla.
Alen le tendió el paquete con una sonrisa embelesada. Sus dedos demoraron en apartarse, para prolongar el contacto con la mano femenina. Desbordado por sus sentimientos, soltó la bolsa y apresó el brazo de Julia para guarecerla contra él. Ella se sintió naufragar en la profundidad de las pupilas grises que se habían oscurecido como la sonrisa en el serio semblante. Cerró los ojos y se rindió al beso irreprimible que indagó cada vericueto del interior de su boca. Respondió a la caricia conquistada por la pasión masculina que descifraba su intenso anhelo de amar y ser amada. Se entregó al contacto del cuerpo viril transfigurado por el deseo que la proyectó a un paisaje de honda voluptuosidad.
—¡Julia… Julia…! —balbuceó Alen presionando sus glúteos sobre su inocultable erección.
Sin dejar de besarla la arrastró hacia la puerta contigua. El sonoro eco del timbre los paralizó antes de abrirla. Él la miró como alucinado, apoyado sobre la abertura que conducía al dormitorio. Julia fue la primera en reaccionar. Su carcajada sorprendida se mezcló con los insistentes timbrazos que anunciaban que su ejecutor no se daría por vencido. Acarició la mejilla del hombre, se empinó sobre los pies, le dio un beso de consuelo y lo conminó: —andá a abrir antes de que nos deje sordos. Yo voy a preparar el café.
Recogió el paquete del piso y pasó a la cocina. Estaba estudiando el funcionamiento del molinillo cuando escuchó que Alen abría la puerta. La imagen del rostro atónito de su frustrado amante le arrancó una risita. Introdujo los granos en el compartimiento y, la voz que Alen no pudo sofocar, interrumpió la maniobra siguiente.
—¡Cariño! ¡Ya sabía yo que la providencia me detuvo! Me voy mañana, así que podemos gozar de esta tarde propicia para el amor… —la declaración femenina seguida de un silencio, no daba lugar a equívocos.
Julia se mantuvo en suspenso. La curiosidad la dominaba. ¿Cómo respondería Alen a esa invitación directa? Se asombró de la tranquilidad con que tomaba el incidente. Era obvio que la descalificada mujercita que salió de Rosario había evolucionado hasta la mujer segura de sí misma que esperaba el desenlace sin inquietud. Él hablaba en voz baja y la mujer había atemperado la voz. Julia decidió, ya que el clima estaba arruinado, intervenir en el diálogo.

XVI
La primera en divisarla, cuando salió de la cocina, fue la visitante. Alen se volvió, atento a la trayectoria de las pupilas femeninas. Julia caminaba hacia ellos con soltura y una sonrisa que lo avasalló. Si antes la deseó, ahora estaba dispuesto a pactar con el mismo diablo para tenerla. Cuando estuvo a su lado lo tomó del brazo y, sin perder la sonrisa, le solicitó:
—Cariño, ¿no me presentás a tu amiga?
Alen captó el brillo burlón de sus ojos al tiempo que las introducía: —Julia, ella es Diana, una amiga. Diana, te presento a Julia, mi prometida.
Las mujeres se evaluaron por una fracción de segundo durante la cual al hombre se le cortó la respiración.
—Hola, Diana. Es un gusto conocerte —declaró Julia, y se inclinó para besarla en la mejilla.
La nombrada devolvió el saludo, luego de lo cual reaccionó: —Espero que no hayas malinterpretado mi exabrupto, Julia. Desconocía el compromiso de ustedes —señaló
con naturalidad.
La joven observó a la hermosa amiga de Alen quien con desparpajo justificaba su propuesta. Juzgó que, pese a su aire juvenil, debía tener varios años más que ella. Adoptó un gesto despreocupado al invitarla: —Estaba por preparar café. Me gustaría que lo compartas con nosotros.
El dueño de casa, resignado a la postergación, se preguntaba adónde quería llegar su chica. Diana no rehuyó el desafío: —Me encantaría.
Alen manifestó que él se haría cargo de la infusión mientras ellas charlaban. Se acomodaron en las butacas en medio de un silencio ensimismado. Julia no sentía animosidad hacia la mujer, sino un poco de celos por haber disfrutado antes que ella del amor de Alen. ¡Amor, no! ¡Sexo! ¿Pero acaso yo no vine con él para gozar de lo mismo? Es distinto. Él me ama. ¿Yo puedo decir lo mismo? Lo único que sé es que me atrae hasta hacerme perder la prudencia.
—¿Cuánto hace que se conocen? —indagó Diana interrumpiendo su divagación.
—Seis… siete días —descubrió ella.
—Entonces, lo fulminaste —rió la mujer—. Yo no pude atraparlo en dos años —confesó sin dramatismo.
—¿Estás enamorada de él?
—Un poco. Pero su elección no me va a matar. Es un hombre de pasiones intensas, y su falta de definición me predecía que yo carecía de lo que andaba buscando. En contra de la lógica, vos me gustás. Es posible que en el futuro podamos ser amigas.
—Estoy segura —afirmó Julia al tiempo que Alen se acercaba con una bandeja.
La depositó sobre la mesita y les alcanzó el pocillo con la infusión. Él se sirvió y se sentó en la otra butaca.
—Con Julia hemos allanado el camino para una futura amistad —compartió Diana—. No puedo más que capitular ante tu drástico enamoramiento —le dijo con una mueca risueña.
Él esbozó una sonrisa sin palabras. No podía culparse de engañar a Diana porque no había mediado entre ellos ninguna promesa. Compartían una atracción física que los libraba de la promiscuidad, pero no habían avanzado más que en la satisfacción de sus impulsos sexuales. Ella lo buscaba en Nono y él, cuando se instalaba en Córdoba.
Diana terminó su café y se levantó. La acompañaron hasta la puerta y, tras despedirla, ambos quedaron enfrentados al cometido de superar la interferencia. Alen, que desvariaba por hacerle el amor, se obligó a aceptar la decisión de Julia.
—¿Qué querés hacer? —le preguntó, aferrado a la quimera del consentimiento.
—Darme tiempo para procesar este chasco —manifestó ella con una sonrisa apagada.
Él acarició su rostro con suavidad. La encerró en sus brazos y le murmuró al oído: —Estoy dispuesto a esperar lo que quieras. Pero sabelo. No hay otra mujer en mi vida que no seas vos.
Julia suspiró, descentrada del clima alcanzado antes de la aparición de Diana. Para acostarse con Alen debía recuperar la misma exaltación con la que había llegado y en ese momento, después de haber sobrellevado el estrés de la visita inesperada, se sentía un poco resentida con el hombre. Como si él fuera responsable de la coyuntura. En algo lo era, se dijo. Por haber tenido una aventura con esa mujer. Se apartó y repitió: —Dame tiempo…
Subieron al auto en silencio y así llegaron a la casa de Alejo. Alen hizo un bollo con el mensaje que nadie había leído pues aún dormían la siesta. Tomó a Julia del brazo y la enfrentó a él. No permitió que le hurtara los ojos.
—¡Mirame! —le demandó—. Sé que te perturbó el descubrimiento de un tramo de mi vida adonde no estuviste presente. Y también sé que alguna vez, en tren de confidencia, te hablaría de esas etapas adonde mi existencia carecía del significado que vos le das. Ni siquiera sospeché la eventualidad de esta aparición porque no te hubiera expuesto a ningún acercamiento. ¡Tanto soñarte, querida, para terminar en una pesadilla! —exclamó con ferocidad.
La agitación y el poderío de las emociones se superponían en la voz masculina. Julia, atrapada en el abismo de las pupilas aceradas, se dejó subyugar por las palabras apasionadas y levantó una mano para acariciar el rostro demudado. Alen la atrapó para depositar un beso en su palma. Se contemplaron sin censura. Tan enajenados estaban que no advirtieron la llegada ni el posterior repliegue de los padres de Alen. Los separó el estrépito de un adorno al ser derribado por la presurosa estampida de Alejo. El hombre hizo un gesto compungido mientras lo levantaba y ubicaba en su sitio.
—¡Hola, chicos! —Etel disimuló la torpeza de su marido—. Enseguida traigo el equipo de mate —anunció en tanto se volvía hacia la cocina.
—¡Te ayudo! —ofreció Alejo saliendo tras ella.
Alen se rió y tironeó hacia él a su ruborizada muchacha para darle un rápido beso: —Adoro tus mejillas sonrojadas —le murmuró.
—¡No te burles! Es que me sorprendió… —dijo ella con un mohín aniñado.
—Y a él otro tanto —afirmó Alen divertido—. Apuesto a que se querrá abrir las venas por habernos interrumpido.
—¡Exagerado…! —rió escandalizada.
Él la miraba con embeleso cuando Rolo y Marisa irrumpieron en la sala. La joven señaló con curiosidad: —están muy divertidos, ustedes. ¿De qué se ríen?
—De bobadas —contestó Julia—. ¿Descansaron?
—Como angelitos —dijo Rolo—. ¿Y ustedes qué hicieron?
—Conocernos —esta vez respondió Alen encerrando a Julia en una mirada entrañable.
—¡Veo que ya están todos! —la exclamación de Alejo desplazó el centro de atención hacia los anfitriones que traían el equipo de mate para depositarlo sobre la mesa.
—El clima mejoró —anunció Etel—. Pronostican buen tiempo a partir de ahora, así que podrán aprovechar para salir y conocer las cuevas.
La ronda de mate terminó dos horas después. Julia percibió que las miradas del grupo se disparaban hacia ella y Alen como intentando descifrar la conexión entre ambos. Ninguna intención premeditada la había preparado para una nueva experiencia amorosa, distante de su pensamiento a partir de la ruptura con Teo.
—Esta noche estamos invitados a cenar con los Braun —anticipó Etel—. Si no tienen otro programa, se alegrarán de que se unan a nosotros.
∞ ∞
Marisa, sentada en la cama de Julia, esperaba la confidencia de su amiga. Le había preguntado, sin eufemismos, qué habían hecho durante la siesta.
—Fuimos a su casa —relató Julia—. Y en el momento crucial, se anunció su amante.
—¿Qué? —alborotó Mari.
—Y ahí se terminó el romance —concluyó con parsimonia.
—¡Pará, pará…! ¿Y me lo decís tan tranquila?
—No imaginarás que la iba a agarrar de las mechas… —insinuó Julia.
—¿Y Alen cómo reaccionó? —cuestionó Marisa al borde del escándalo.
—A decir verdad, con estoicismo —sonrió—. Aceptó mi decisión de suspender el encuentro. Pero… ¿querés que te diga? Si hubiera sido tan elocuente como cuando volvimos, no hubiésemos vuelto. ¿Cazaste?
La expresión traviesa de Julia le arrancó a Mari una sonrisa deslumbrante. ¡No era un desatino pensar que Alen la rescataría de su desengaño! La abrazó con entusiasmo y continuó el interrogatorio: —¡Quiero detalles…! ¿Cómo es ella?
—Hermosa. Y mundana. A pesar de la incomodidad del momento, simpatizamos.
—Estás muy segura de lo que experimenta Alen por vos… —murmuró Marisa impresionada por el aplomo de la joven—. Pero lo que más me importa… —formuló con ansiedad—: ¿Sentís lo mismo por él?
Julia la tomó de las manos. Sus ojos chispearon con malicia: —Si sus padres hubieran demorado un poco más en levantarse, ni siquiera habrían encontrado el cartelito de “fuimos a pasear”.

XVII
Alen se estaba afeitando cuando su padre se anunció y se paró en silencio contra la puerta del baño. Él sonrió y le dijo al reflejo de Alejo: —Yo creí que estabas dispuesto a sabotear el motorhome, no la inminencia de un beso.
—¡Bien merecido tengo el reproche! ¿Pero no hubiera sido menos aventurado llevarla a tu casa?
—Lo hice, papá  —contestó Alen enjugándose el rostro con la toalla—, aunque hoy no es mi día de suerte. No obstante, no te mortifiques; mi chica es terca pero yo soy más obstinado que ella y espero convencerla de que puedo ser su pareja.
—Si yo pude convencer a tu mamá, no dudo de que vos lo harás. ¿Sabés…? — evocó—, apenas la ví entrar al salón adonde se celebraba la boda de Héctor, me dije: me voy a casar con ella. Estaba tan seguro de esta corazonada que seis meses después éramos marido y mujer. Y la quiero hoy tanto como ayer. Así que no me sorprende tu repentino arrebato.
—Eso no me lo habías dicho nunca. Se puede decir que lo mío es hereditario —rió Alen.
Alejo lo imitó y poco después se reunieron en la sala con Rolando a la espera de las mujeres. Julia fue la primera en bajar. Alen se desplazó hasta el pie de la escalera y le dio la mano para que sorteara los últimos escalones. La contempló con intensidad, como si quisiera aprisionarla en el abismo de sus ojos. Rolo y Alejo asistieron en silencio a la estática escena que revelaba los sentimientos del hombre y la cercana capitulación de la mujer. Las voces alegres de Etel y Marisa que bajaban juntas, los restituyó a la realidad.
—Voy a sacar mi auto, también —resolvió Alejo—. Iremos más cómodos.
A las diez estaban en la posada adonde fueron recibidos calurosamente por el matrimonio Braun. Abrían el mesón al público hasta las siete de la tarde; ahora estaba a total disposición de los invitados.
—¡Qué alegría volver a verlos! —expresó Marta a los rosarinos—. Ubíquense donde quieran mientras Carlos les prepara una copa.
Etel la acompañó a la cocina y Alejo siguió a Braun hasta la barra adonde charlaron mientras manipulaba la coctelera.
—Me parece que nuestro muchacho encontró su complemento —observó Carlos batiendo las bebidas.
Alejo asintió con una sonrisa. El grupo de los jóvenes departía con animación. Los hombres, en actitud de camaradería, estaban pendientes de sus agraciadas compañeras. La relación entre Marisa y Rolo era evidente; el espontáneo acercamiento físico hablaba de una intimidad compartida. Por el contrario, la tensión de un vínculo no concretado trascendía de la acción recíproca entre Alen y Julia.
—Confío en que Alen vea materializada su aspiración —dijo Alejo—. Nunca lo vi tan comprometido afectivamente, así que espero que esa muchachita aprecie el valor de sus sentimientos.
—Apostaría por ello —aseveró Braun en tanto llenaba las copas acomodadas en una bandeja—. ¿Vamos a entonarlos? —sugirió con una sonrisa.
∞ ∞
En la cocina, Etel y Marta se ocupaban del mismo tema: —No debería sorprenderme el súbito enamoramiento de Alen considerando mi expeditivo romance con Alejo —se explayó Etel—, pero tiemblo de solo pensar que no sea correspondido.
—¿Quién podría despreciar semejante ejemplar masculino, amén de excelente persona? —refutó su amiga—. Te aseguro que la actitud de Julia comparada con la primera vez que la vi, equivale a la de una mujer enamorada.
—Dios te oiga —suspiró Etel—, porque no quiero verlo preso de una desilusión.
Marta terminó de acomodar en una fuente bocadillos variados: —Despreocupate — garantizó—. Los días de soltero de Alen están contados.
La cena, en compañía de los cálidos anfitriones, configuró un espacio de bienestar que estimuló la comodidad y la charla amena de los participantes. Marta y Carlos describieron su arriesgado comienzo, y la mano que le tendieron Etel y Alejo que les permitió sobreponerse a muchos momentos de desaliento.
—Aquí encontramos el calor humano del que carecía la gran ciudad y la amistad de la familia Cardozo que agradecemos día a día —expresó Braun, dirigiendo una mirada de reconocimiento a sus miembros.
—¡Bah…! —minimizó Alejo—. Que conste que fue interesada. No nos queríamos privar de las exquisiteces que prepara Marta.
La mujer sonrió con afecto y agregó a lo dicho por su marido: —además, Alen nos brindó la oportunidad de verlo crecer como el hijo que no pudimos tener —la añoranza le empañó las pupilas.
El joven, que se había levantado para seleccionar unos temas musicales, se acercó y la abrazó por detrás: —¡Vamos, mamá Marta! —rió—. Si me negaste refugio cuando quise venirme a vivir con ustedes…
—¿Cómo es eso? —se sorprendió Etel.
—Contá —la animó Alen sin dejar de abrazarla.
—Fue cuando Alejo le negó el permiso de participar en la competición de clavado que se hacía en Nido del Águila.
—¡Tenías doce años! —se azoró el nombrado.
—Y la seguridad de que cercenabas la gran oportunidad de mi vida —remató su hijo sonriendo—. Así que corrí todo el camino a la posada y le propuse a Marta que me asilara. Todavía recuerdo sus ojos asombrados y, especialmente, el discurso con que intentó contener mi frustración y enojo. Volví a casa valorando tu decisión, papá.
—¡Y librándote de unos azotes, muchacho insolente! —concluyó su padre.
Alen hizo una mueca risueña y sus ojos se cruzaron con la mirada divertida de Julia. Apretó con cariño los hombros de Marta antes de acercarse a la joven: —Bailemos —le dijo tomándola de la mano.
Se movieron con soltura al alegre ritmo de la música caribeña. Julia se alegró de haber cedido al requerimiento de Marisa para tomar clases de salsa, pues su compañero danzaba con maestría. Mari arrastró a Rolo y configuraron un cuarteto bullicioso para deleite de los mayores. Al cabo de media hora, Carlos sustituyó la selección.
—¡Cambio de ritmo! —avisó, y le hizo señas a Marta y al matrimonio Cardozo para reunirse en la pista al compás de las suaves melodías que reemplazaban los sones tropicales.
Alen ciñó a Julia por la cintura sosteniéndola apenas separada de sí, las pupilas enredadas en un diálogo sin artificios.
—Fui afortunada al cruzarme con un clavadista experimentado —murmuró Julia para quebrar el inquietante silencio—. Vaya a saber cómo hubiera terminado mi chapuzón en la hoya.
—Me hubiera arrojado detrás de vos aunque no supiera nadar… —afirmó Alen en voz baja—. Volvíamos juntos o nos quedábamos.
Julia se estremeció ante la expresión solemne de su rostro. Con un suspiro apoyó la frente sobre el pecho del hombre quien la estrechó con más fuerza contra su cuerpo. Bailaban absortos, gozando de la cercanía del otro, con plena conciencia de sus sentimientos y de la necesidad de perfeccionarlos.
—Descansemos —le manifestó Alen después—, porque si te sigo teniendo tan cerca, voy a raptarte en las narices de tu hermano.
Ella rió con un suave murmullo y evitó mirarlo a los ojos, porque él podría descubrir las mismas ansias en los suyos. La llevó de la mano hasta la mesa y le sirvió una copa acompañada de un trozo de torta.
—¿Cómo adivinaste que desfallecía por esta delicia? —le preguntó separando un bocado con la cuchara.
—Porque me he dado cuenta de que sos muy golosa —sonrió.
—¿No vas a probar?
—Yo pretendo otro postre —se la comió con la mirada.
Julia, con las mejillas encendidas, no le pidió explicaciones. El regreso de los otros bailarines la rescató de su aturdimiento. Mientras Alen preparaba las bebidas para los demás, ella se acercó a una ventana y admiró la luna llena en el cielo centelleante.
—¡Confieso que hace mucho que no la pasaba tan bien! —declaró Marta.
—El mérito es de nuestros amigos rosarinos —señaló Alejo—. Han aglutinado a la familia —le echó una mirada intencionada a su hijo.
El apuntado sonrió, le palmeó el hombro y se alejó para reunirse con Julia. No denunció su presencia de inmediato; se paró a observarla en su quietud contemplativa: la delicada curva de sus hombros, la breve cintura realzada por el corte del vestido, la firme redondez de sus glúteos, las armoniosas proporciones de sus piernas. Querida mía… ¡Cómo te deseo!, pensó. Ella se volvió como si hubiese hablado en voz alta.
—¿Qué estás mirando? —preguntó él para ocultar su ofuscación.
—La luna. ¿No parece más grande que siempre?
—Si salimos —propuso Alen— vas a contemplar un espectáculo poco habitual en la ciudad. Le voy a pedir a Braun que apague los faroles del exterior. No te vayas... —le susurró.
Regresó con el resto del grupo y se asomaron a la noche no contaminada por la luz artificial. Julia no se apartó cuando Alen, para abrigarla del frío, la acercó a su cuerpo en esa oscuridad cuajada de estrellas.

XVIII
(Debido al abuso de los que copian y pegan en su blog adjudicándose la autoría de la novela, envío el final en forma gratuita a quienes estén interesados en leerla. Solicitarlo a cardel.ret@gmail.com)

FIN